martes, junio 10, 2008

FACULTADES, TORERO DE ESTELLA


FACULTADES, TORERO DE ESTELLA

Por Carlos Herrera

ABC 16 de agosto de 2002


«Maestro, no engaña a nadie, todos sabemos que vamos a la plaza de Estella a ver un fenómeno inexplicable, a alguien que hace grande esta fiesta fascinante y contradictoria»
Se llama Agustín Hipólito Rivero, pero toda Estella y su merindad le conoce como «El Facultades», y como tal procede, como una Facultad no inscrita en el cerrado y endogámico escalafón de figura y relumbrones. Torero de arte impreciso, Agustín trocó su auténtico apellido de Rivero por el de Rivera para entroncar así con una de las más renombradas sagas taurinas de España y para infundir un mayor espeto en una afición que, aún bien de seguirle hasta el infinito, en ocasiones da muestras de no entender su concepción radicalmente revolucionaria del toreo.
«Facultades» tan sólo es anunciado un tarde en las plazas de España a lo largo del año y esa coincide con la última de feria de las Fiestas de Estella, entre Abadejadas de bacalao y Bajadicas del Ché, Gigantes, Bailes de la Era y Procesiones de la Virgen del Puy, y quiere el capricho de la voluntad popular que esa sea la tarde en la que se llena la plaza a rebosar y que toda la afición estellesa acuda en masa con su atuendo blanco y su pañuelico rojo al cuello, su merienda, su vino, y sus ganas de ver torear a uno de los pocos espadas que se permite el lujo de no salir al ruedo si la vaquilla no le gusta o si le ha puesto en aprietos en uno de sus inconcebibles lances. Su vestido de torear es de plata, pero para este año «Facultades» supo convertir alguno de esos machos en dorados adornos de matador de primera —dice la gente que con ayuda de una brocha fina y pintura dorada— par aparecer en la recoleta plaza de sus triunfos como toda una figura del toreo. Salió la vaquilla y un inoportuno y tradicional vómito le retuvo en el burladero: esas arcadas de pánico comprensible ante lo que se le viene literalmente encima forman parte de su toreo clásico y el público no concebiría una faena de Agustín sin que su estómago se quedara sin restos de la comida que ni siquiera comió antes de hacer el paseíllo. De hecho, esta depleción de iones viene a producirse todos los años dos o tres veces a lo largo de la accidentada faena ante el deleite la afición que abarrota los tendidos. Aún así, la gente está con él. O mejor, por ello la gente está con él.


Poco importa que tan sólo se deje ver en dos o tres lances con el astado: dichos pases forman parte de un repertorio único, no visto hasta ahora, y, por lo que me temo, desaparecerá sin posibilidad de formar escuela. ¡Cómo le quiere la gente, Maestro! Hasta le brindaron un Porsche para que fuera usted el primer torero que llegara así a la plaza en el mundo entero. Hasta llegaron a cortar el burladero con una motosierra —en Lezaum, acuérdese— para obligarle a salir al ruedo aquella tarde en la que no acaba usted de ver al toro. Al toro o a lo que fuera. Hasta le otorgan las dos orejas y le obligan a varias vueltas al ruedo cuando rompe usted el tiempo y la luz, cuando hace verdad aquello de que torear es engañar al toro sin mentir: usted pude que no dé un pase, Maestro, pero no engaña a nadie, todos sabemos que vamos a la plaza de Estella a ver a un fenómeno inexplicable, a alguien que hace grande esta fiesta fascinante y contradictoria. Usted, Maestro, y su cuadrilla —de la que forma parte, sin ir más lejos, el mismísimo Pablo Hermoso de Mendoza y en la que hemos añorado este año al inolvidable «Tripudo»—, nos dejan en el paladar el agridulce sabor de la eterna faena incompleta, del poema dolorosamente inacabado, de la belleza, en fin. Por ello, Maestro, es usted Torero de Estella, que es como decir, Torero de España.

lunes, junio 09, 2008

JOSÉ TOMÁS ES EL TOREO


Lo he dicho en innumerables ocasiones: lo siento, me declaro incapaz de apreciar aquello a lo que los taurinos llaman arte en una plaza de toros. No comprendo la gracia ni siento la emoción de los lances, temo por la vida del torero y me enoja ver la muerte de un animal convertida en espectáculo. Que quede muy claro. Sin embargo, no puedo evitar la fascinación que me produce todo ese mundo trasladado al de la literatura, la pintura, la fotografía o el cine. Lo que si saben tomar y transmitir otros artistas de entre lo sucedido en un coso, pellizca mi interior y obra como un contradictorio revulsivo. Por eso, durante tres días, tres piezas mágicas por escrito. Que no se moleste nadie. O sí, que se moleste quien quiera. Yo renuncié hace mucho a gustarle a todo el mundo.







José Tomás es el toreo

06/06/2008

http://www.zabaladelaserna.com/SalidasASP/publicaciones.asp?Seccion=3&subSeccion=3&Numerador=397&Viene=S

Por Vicente Zabala de la Serna


José Tomás es el toreo. José Tomás es el toreo puro y absoluto. José Tomás convirtió su reencuentro con Madrid en una antología, en una página de oro de la Historia. Vomitar ahora toda una marea de sentimientos y pasiones con la exactitud del escribano se torna en un ejercicio vano. Nada puede igualar la experiencia de 24.000 almas unidas en un solo grito de aclamación: «¡Torero, torero, torero!». La Monumental rugió como un volcán; la Monumental se desbordó por la Puerta Grande como la lava ardiendo. Las Ventas se rindió al toreo grande, a la tarde más redonda y pletórica de los últimos veinticinco años. Rejuvenecimos más allá de los años del trienio cabal de José Tomás; rejuvenecimos hasta cuando esta plaza peinaba y adoraba un mechón blanco y unos pulmones negros. Aquellas salidas a hombros... Ayer no se movía nadie hasta que izaron al mito de seda y oro; las escaleras repletas, no se podía salir. Ni nadie quería. ¿A dónde vamos? Se nos había olvidado el sitio de la Puerta Grande, la multitud enronquecida, los caballos de la Policía escoltando a una figura de época, tan cerca del cielo. Cuatro orejas, cuatro, y a ver quién es el imbécil que le resta una, un miligramo de valor, un ápice de verdad, a dos faenas distintas, con dos toros diferentes. Dos toros, he dicho.


Las campañas insidiosas se van ahora mismo por la letrina del ridículo: José Tomás salió a torear. ¡Y cómo toreó! Como en su plenitud, ofrecido el medio pecho, la muleta de cuero, látigo de seda, los muslos generosos, la tela por delante y, sobre todo, por abajo. El toreo es por abajo, arrastrar la franela, vaciarlo atrás, vaciarse con él; el toreo es cruzado. El toreo es José Tomás con un toro que pegaba un tornillazo desde que salió, que le enganchó el capote y se lo desarmó de las manos y esas muñecas que hay que clonar. En un principio, el toreo fue Belmonte; hoy es José Tomás. Se encontró con el mismo defecto del toro de Victoriano del Río en el prólogo de faena y le tocó un par de veces la muleta. J.T. se recolocó y supo a ciencia cierta que desde entonces la clave era sacarle la tela por debajo de la pala del pitón. Una serie buena, clavadas las zapatillas, limpia, nítida como un manantial, que sirvió para hacer gárgaras de oles. Y otra cumbre, de bramido, de cintura y pecho, con la ligazón por bandera, la media distancia tomada de arrancada. Reducía José Tomás al toro con los vuelos, y el toro viajaba tras su mando. ¿Qué es torear? Parar, templar, mandar y cargar la suerte. ¡Cargar la suerte! La faena crecía, el público se fundía, se derretía como bronce con unos trincherazos bestiales. Y de repente la izquierda produjo el más estremecedor natural de treinta tardes, con permiso de El Cid, para no molestar. Un natural que duró una eternidad, y que se unió a otros, acompañados con la figura y la cintura, más a media altura, con la embestida ya entregada, rendida. Un circular invertido que se empalmó a un inacabable pase de pecho, a la hombrera contraria, de rebozarse. Rodaba la gente con las trincherillas; rodó el toro con una estocada que se salió en parte al ser José Tomás encunado entre los pitones. Dos orejas, dos.


Y otras dos con un toro extraordinariamente picado, de una acometividad bárbara —¡qué gran corrida la de Victoriano del Río!— y un viento feroz. Cuando atacaba el toro, atacaba con todo. Los estatuarios de J.T. fueron un puente trágico sobre un tren. Eolo flameaba la muleta de José Tomás, imperturbable; por abajo otra vez sucedió todo, absolutamente todo. Ni un paso atrás. Ni una guiñá. El toro obedecía; José Tomás lo obligaba cada vez más. Temple, el toro, tenía el justo. Y templar en esas circunstancias era una hazaña. Si los flecos no barrían la arena en una intensa serie, era porque el aire planeaba por debajo de la muleta y la ponía casi en horizontal. La ligazón de nuevo, interrumpida por alguna pausa en los momentos de más duro empuje de la corriente ventosa. Enfrontilado con la izquierda, con todas las ventajas para el toro, el personal se frotaba los ojos, enjugados de lágrimas negras; a pies juntos, fluyó un caudal de naturales. Y la bestia encastada se rajó ante el dios de piedra de Galapagar. La estocada fue al encuentro. O a toro arrancado. Las voces, los pañuelos, «¡torero, torero, torero!», la apoteosis se desbordó, como no podía ser de otra manera.


José Tomás no había perdonado un quite. Por las clásicas gaoneras en el toro primero de Conde, que fueron toda una declaración de temple e intenciones; a la verónica —¡qué dos lances!— en el quinto; por apretadas chicuelinas en el suyo de apertura; por discretos delantales en el sensacional cuarto de Javier Conde, el mejor y de más clase y atemperada embestida. ¡Ay, Conde! Que también fue bueno el que masacró en varas en segundo lugar. Sin palabras, y nos ahorramos un disgusto.


Un punto y aparte, y siento no dedicarte más, chaval, para la confirmación de Daniel Luque, que contó con el peor lote, un torazo que manseó y derrotaba por arriba y otro que se encogió. Pero ni se escondió ni se arrugó nunca Luque. Enhorabuena, como a todo el que vivió en directo una tarde para conservar en un rincón del corazón. Hoy ya saben qué es torear.


Las campañas insidiosas se van ahora mismo por la letrina del ridículo: José Tomás salió a torear. ¡Y cómo toreó! Como en su plenitud, ofrecido el medio pecho, la muleta de cuero, látigo de seda, los muslos ofrecidos, la tela por delante y, sobre todo, por abajo. El toreo es por abajo, arrastrar la franela, vaciarlo atrás, vaciarse con él; el toreo es cruzado. El toreo es José Tomás con un toro que pegaba un tornillazo desde que salió, que le enganchó el capote y se lo desarmó de las manos y esas muñecas que hay que clonar. En un principio, el toreo fue Belmonte; hoy es José Tomás. Se encontró con el mismo defecto del toro de Victoriano del Río en el prólogo de faena y le tocó un par de veces la muleta. J.T. se recolocó y supo a ciencia cierta que desde entonces la clave era sacarle la tela por debajo de la pala del pitón. Una serie buena, clavadas las zapatillas, limpia, nítida como un manantial, que sirvió para hacer gárgaras de oles. Y otra cumbre, de bramido, de cintura y pecho, con la ligazón por bandera, la media distancia tomada de arrancada. Reducía José Tomás al toro con los vuelos, y el toro viajaba tras su mando. ¿Qué es torear? Parar, templar, mandar y cargar la suerte. ¡Cargar la suerte! La faena crecía, el público se fundía, se derretía como bronce con unos trincherazos bestiales. Y de repente la izquierda produjo el más estremecedor natural de treinta tardes, con permiso de El Cid, para no molestar. Un natural que duró una eternidad, y que se unió a otros, acompañados con la figura y la cintura, más a media altura, con la embestida ya entregada, rendida. Un circular invertido que se empalmó a un inacabable pase de pecho, a la hombrera contraria, de rebozarse. Rodaba la gente con las trincherillas; rodó el toro con una estocada que se salió en parte al ser José Tomás encunado entre los pitones. Dos orejas, dos.


Y otras dos con un toro extraordinariamente picado, de una acometividad bárbara -¡qué gran corrida la de Victoriano del Río!- y un viento feroz. Cuando atacaba el toro, atacaba con todo. Los estatuarios de J.T. fueron un puente trágico sobre un tren. Eolo flameaba la muleta de José Tomás, imperturbable; por abajo otra vez sucedió todo, absolutamente todo. Ni un paso atrás. Ni una guiñá. El toro obedecía; José Tomás lo obligaba cada vez más. Temple, el toro, tenía el justo. Y templar en esas circunstancias era una hazaña. Si los flecos no barrían la arena en una intensa serie, era porque el aire planeaba por debajo de la muleta y la ponía casi en horizontal. La ligazón de nuevo, interrumpida por alguna pausa en los momentos de más duro empuje de las corriente ventosa. Enfrontilado con la izquierda, con todas las ventajas para el toro, el personal se frotaba los ojos, enjugados de lágrimas negras; a pies juntos, fluyó un caudal de naturales. Y la bestia encastada se rajó ante el dios de piedra de Galapagar. La estocada fue al encuentro. O a toro arrancado. Las voces, los pañuelos, «¡torero, torero, torero!», la apoteosis se desbordó, como no podía ser de otra manera.


José Tomás no había perdonado un quite. Por las clásicas gaoneras en el toro primero de Conde, que fueron toda una declaración de temple e intenciones; a la verónica -¡qué dos lances!- en el quinto; por apretadas chicuelinas en el suyo de apertura; por discretos delantales en el sensacional cuarto de Javier Conde, el mejor y de más clase y atemperada embestida. ¡Ay, Conde! Que también fue bueno el que masacró en varas en segundo lugar. Sin palabras, y nos ahorramos un disgusto.


Un punto y aparte, y siento no dedicarte más, chaval, para la confirmación de Daniel Luque, que contó con el peor lote, un torazo que manseó y derrotaba por arriba y otro que se encogió. Pero ni se escondió ni se arrugó nunca. Enhorabuena, como a todo el que vivió en directo una tarde para conservar en un rincón del corazón. Hoy ya saben qué es torear.

domingo, junio 08, 2008

LA GUERRA DE LOS FOGONES


LA GUERRA DE LOS FOGONES


Por Raúl del Pozo


El Mundo 28 de mayo de 2008

Lorenzo Díaz, sociólogo trotskista que llegó a Madrid en un camión de melones, es ahora el Lúculo de Herrera en la onda. En el prólogo que ha escrito al libro de Santi Santamaria, La cocina al desnudo, dice que es la primera vez que un cocinero de élite hace autocrítica. Ha cuestionado al dios Ferran Adrià e inmediatamente ha estallado la guerra de los fogones. Se meten los tenedores en los ojos unos a otros. Santamaria informa de que en el AVE los alquimistas de la cocina te pueden azogar aunque vayas en clase Club porque te dan cacahuetes con acidulantes y colorantes. Según él, nos tratan peor que a cuadrumanos; a lo que Sergi Arola contesta: todo es envidia.


Ahora mismo yo comería polenta y vendería el alma al diablo, si es que vale algo, por volver a los bocatas de calamares que nos vendían al aire libre de la Plaza Mayor cuando Lorenzo y yo llegamos a Madrid. Buenos días, Mefistófeles, restitúyeme la juventud para no tener que ir a los restaurantes donde te roban y te envenenan. También le pediría al Príncipe de las Tinieblas que me extirpara el ego, como si fuera un asceta, para que ese orangután que todos llevamos dentro y que es tan poderoso en los poetas, en los políticos y en los cocineros no me convirtiera en un pelmazo. Hoy guisar, asar y cocer son hacendera divina como tocar el violín. Y el egotrip, que también sufre Rajoy («el mejor, el único», dicen los barones), ha inflado a los cocineros como a ranas.


Después de comernos unos a los otros y darle al morro con la olla podrida y las albóndigas de palmolive, los españoles hemos convertido la cocina en una de las bellas artes. Pero antes de que se inventaran las faldas del bogavante con habas, tocino y vaca encecinada los aventureros españoles mataron sus piojos y conquistaron la Tierra cuando la gloria no se forjaba en el NYT. El michelín es el demonio, la anorexia enfermedad sagrada, el aderezar platos ha dejado aquella monótona vulgaridad.


La cocina española, según Camba, estaba llena de ajo y religión, nació en los conventos, como la poesía y la prostitución sagrada. A pesar de que los mandiles son la bandera de la masonería, Dios está en los pucheros. Hay postres en Castilla que se llaman enaguas de monja, pan de abadesa y tarta de converso. La cocina era un sacrificio a las divinidades cuando ya éramos caníbales y darwinistas. Alguien dijo que para conocer el arte culinario de la Edad de Piedra no hay más que visitar a los comederos de la Mesta. Antes del perejil licuado con spray, los pastores inventaron el morteruelo, mejor que el foie gras francés. Así que vuelvan los cocineros levantiscos humildemente a los ventorros de la Mesta.


Para ser modernos no hay que dejar de ser rigurosamente clásicos.

sábado, junio 07, 2008

QUIEN MATA A LOS GRANDES CHEFS


Leo que fue el día uno. Me refiero a la última fecha de autos. Es decir, el precedente de esta intervención, actos de escritura con ilustración separados por seis días de intervalo. Durante todo ese tiempo hubo oportunidad para reír, para dolerse, para contemplar los segundos, para conversar, para registrar emociones y placer, todo sin olvidar las tareas diarias, el trabajo… Pues bien. Seis días y, de pronto, el reencuentro. Un momento para celebrar. Así pues, alcemos las copas y ofrezcámonos felicidad. Es lo que toca al añadir esta nueva entrada que lo es de las que se consignan como recomendables. Hasta mañana…




QUIEN MATA A LOS GRANDES CHEFS

MATÍAS VALLÉS

La Opinión A Coruña 2 de junio de 2008

Nunca he comido en Chez Ferran Adrià, pero él tampoco lee mis artículos. En mi familia hay media docena de cocineros mejores que el artista catalán más hiperbolizado desde Dalí, pero nos lo comemos en privado. Ahora, un charlatán de los fogones denuncia a sus colegas por charlatanería. Hasta aquí, la rencilla sería un capítulo más de Canal Cocina. Sin embargo, el hablista sartenero salpimenta sus comentarios con insinuaciones sobre la toxicidad de la alta cocina -un desastre equivalente a que los visones cosidos en los abrigos orinaran sobre las propietarias de las pieles-. El vulgo se conmueve con la revelación, como lo haría si le informasen de que los yates de más de treinta metros tienen problemas de estabilidad sobre las aguas. Pobres magnates.Pese a las acusaciones del chef parlanchín sobre la nocividad de la cocina de sus rivales, éstos presentan un aspecto rollizo y saludable. Siempre sospeché que no comían los platos que cocinaban. Quizás no puedan pagarlos. Hasta ahora, la toxicidad de sus producciones sólo afectaba al bolsillo de sus clientes, que se empeñaban en averiguar cuánto has de gastar para que un plato te parezca una obra maestra. La alta cocina no crea placeres a la altura de tu paladar, sino de tu tarjeta de crédito.Nunca confíes en un cocinero ni en sus descendientes. Si algún cliente falleciera tras serle inyectada una emulsión gelificada de hidrógeno líquido con espuma de plutonio, el artista culinario sería absuelto, porque la gran mayoría de los días ni comparece en los fogones. Ahora se descuartizan entre ellos. No hay que interrumpir la limpieza, sino perfeccionar en todo caso sus técnicas de envenenamiento, para reducir la efusión de sangre. Como en la película, quiero saber quién mata a los grandes chefs, para felicitarlo. Media vida enseñando que la química es cocina, y un chef obeso inventa ahora que la cocina es química. Me vuelvo a Chiquilicuatre, tiene más proteínas.

domingo, junio 01, 2008

LA EXISTENCIA DEL ALMA EN EL CAIO


La existencia del alma en el Caio


Capitulo 122 en la bitácora MUJER GORDA

08 de Enero de 2004

Por gentileza de ALEJANDROCASALS en LOSCUENTOS.NET


El Zacarías y yo tomamos mate. Siempre. A cualquier hora. Las veces que estuvimos a punto de separarnos, las veces que llegó un hijo nuevo a casa, cuando lo echaron del trabajo, cuando Argentina salió campeón del mundo, cuando se cayeron las torres gemelas. Cuando murió mamá... Entre el Zacarías y yo hubo días sin besos a la mañana, semanas sin dirigirnos la palabra, meses enteros sin juntar los pelos, años larguísimos sin un peso en el bolsillo. Pero no hubo nunca en nuestro matrimonio un solo día sin que él o yo nos sentáramos en silencio a tomar mate.
El mate no es una bebida, corazones de otro barrio. Bueno, sí. Es un líquido y entra por la boca. Pero no es una bebida. En este país nadie toma mate porque tenga sed. Es más bien una costumbre, como rascarse. El mate es exactamente lo contrario que la televisión. Te hace conversar si estás con alguien, y te hace pensar cuando estás sola. Cuando llega alguien a tu casa la primera frase es “hola” y la segunda “¿unos mates?”.
Esto pasa en todas las casas. En la de los ricos y en la de los pobres. Pasa entre mujeres charlatanas y chismosas, y pasa entre hombres serios o inmaduros. Pasa entre los viejos de un geriátrico y entre los adolescentes mientras estudian o se drogan. Es lo único que comparten los padres y los hijos sin discutir ni echarse en cara. Peronistas y radicales ceban mate sin preguntar. En verano y en invierno. Es lo único en lo que nos parecemos las víctimas y los verdugos. Los buenos y los hijos de puta.
Cuando tenés un hijo, le empezás a dar mate cuando te pide. El Caio empezó a pedir a los cinco. La Sofi a los nueve. El Nacho a los tres. Se lo das tibiecito, con mucha azúcar, y se sienten grandes. Sentís un orgullo enorme cuando un esquenuncito de tu sangre empieza a chupar mate. Se te sale el corazón del cuerpo. Después ellos, con los años, elegirán si tomarlo amargo, dulce, muy caliente, tereré, con cáscara de naranja, con yuyos, con un chorrito de limón.
Cuando conocés a alguien por primera vez, te tomás unos mates. La gente pregunta, cuando no hay confianza:
—¿Dulce o amargo?
El otro responde:
—Como tomes vos.
Yo les escribo siempre a ustedes con el mate al lado del teclado. Leo los comments con el mate al lado. Los teclados de Argentina y Uruguay tienen las letras llenas de yerba. La yerba es lo único que hay siempre, en todas las casas. Siempre. Con inflación, con hambre, con militares, con democracia, con cualquiera de nuestras pestes y maldiciones eternas. Y si un día no hay yerba, un vecino tiene y te da. La yerba no se le niega a nadie. Ni a la vieja Monforte.
Escribo esto por algo. Hoy llegamos todos de la calle y el Caio estaba tomando mate solo. Nunca antes había tomado mate solo. Siempre con el Chileno Calesita, o con la hermana, o con nosotros. Solo jamás.Éste es el único país del mundo en donde la decisión de dejar de ser un chico y empezar a ser un hombre ocurre un día en particular. Nada de pantalones largos, circuncisión, universidad o vivir lejos de los padres. Acá empezamos a ser grandes el día que tenemos la necesidad de tomar por primera vez unos mates, solos. No es casualidad. No es porque sí. El día que un chico pone la pava al fuego y toma su primer mate sin que haya nadie en casa, en ese minuto, es porque ha descubierto que tiene alma. O está muerto de miedo, o está muerto de amor, o algo: pero no es un día cualquiera.
El Caio no sabe qué carajo le pasa. No va a recordar este día. Ninguno de nosotros nos acordamos del día en que tomamos por primera vez un mate solos. Pero debe haber sido un día importante para cada uno. Por adentro hay revoluciones. Yo no me acuerdo de mi día. Zacarías tampoco. Nadie se acuerda. Pero hoy el Caio empezó a tomar mate solo. Hoy, 8 de enero del 2004, a la madrugada. Su padre y yo, escondidos en el pasillo, empezamos a mirarlo con respeto.

http://mujergorda.bitacoras.com/archives/000131.html