Era un niño árabe de muy corta edad. Pequeño como para aventurar por escaso error lo reciente de su estreno cual bípedo “sapiens” de la especie “homo”, pero siempre al trote. Contento del espacio, de la superficie de juego en el parque y pendiente de los movimientos de otros niños, mayores que él, por si el azar le recompensara con una invitación lúdica... Utilizo la voz “lúdica” he de confesarlo, como sinónimo de “patadón”: los otros perseguían una pelota con ínfulas futbolísticas para su recreo… Pero, continúo. Pasó cerca de mí. Yo, perito en observación y ejecutante de tales destrezas, en ese momento, además, aguardaba la presencia de una dama tan recta, sabia y elegante como simpática y hermosa. Tenía cita a esa hora, ella conmigo, un servidor con ella, y era inminente el deseado encuentro al que aludo. Mas, el niño, incapaz de detenerse, por inercia o voluntad propia, y a pesar de ello, me miró. Esbozaba una sonrisa entre cómplice y curiosa. Debían hacerle gracia mis volúmenes y la barba en flor de harina, alba de ceniza alba como el resto del cabello que supone mi pelambrera craneal de hoy en día. Tenía los ojillos redondos, oscuros y vivaces, y me miró. Me miró y alguna fibra emocional hubo de quebrarse en este corpachón vulnerable al fin- el mío- porque, por unos segundos abdiqué, envié a paseo mi corona, desdeñando el trono y sus privilegios... Antes de proseguir creo que debo aclarar lo que pareciera turbio o liar el asunto como madeja de lana en garfios de minino, ya veremos. Cuando toca, me manifiesto disconforme con el espíritu de aquella célebre sentencia manifestada, dicen, por el Hijo de Dios: “Dejad que los niños se acerquen a mí”. Fiel a una postura, entre cínica e irónica, próxima en grado sumo a la de otro bíblico personaje, el rey Herodes, verdugo que fue de tantos niños israelitas, digo no a la infancia. Y digo que me siento curado de ella. Pero, ¿por qué? ¿Porque me muevan también impulsos sanguinarios? No, no, que va. Es una metáfora para expresar el rechazo, ese sí, más serio, que tengo a todo lo concerniente con la paternidad. Porque estoy convencido de lo dificilísimo que es traer una criatura a este mundo, a este planeta ahora tan lesionado por evidentes sucesos. Porque siempre lo ha sido- difícil- y lo será. Porque no todo el mundo está preparado para ser padre o madre. Porque sé, y sálvese quien pueda, que muchos padres se desentienden de sus hijos, se ocupan de ellos poco o mal, que les hacen daño, que les usan como munición contra el otro en durante los trámites de una separación o divorcio y sostengo que, ser padres conlleva, por lo menos hasta que los hijos sean mayores de edad, la anteposición de la crianza de la prole a los propios objetivos vitales. Porque es así y, si es cierto que nadie trae de serie el manual de papá o mamá, es tanto de lo mismo, precisamente por falibilidad humana, el tremendo riesgo de errar, de equivocarse incluso sin tiempo para corregir los malos pasos. Y, puesto que prefiero ser riguroso a audaz, no he contraído ni contraeré responsabilidades de importancia como las ya valoradas. No a pesar del rosario de gozo y sus misterios de indiscutible ventura, de las loas y experiencias inolvidables, de la satisfacción y premio inherentes al ejercicio de la paternidad…Sin embargo, a lo que iba. El chavalín, llamado por su madre que entretenía el tiempo conversando por teléfono, movido por el mismo y expansivo ánimo, acudió a la vera de quien le llevó en su vientre. Y, ajeno ya a todo contacto conmigo, se fue. Le vi marchar con la mujer que bien podría ser una tía o cuidadora, por qué no, y ya está. Se marchó… Luego, por la noche, antes de medio engalanarme para recibir los dones de Morfeo, reconocí en un costado de mi viejo corpachón el trazo brillante y enrojecido de una cicatriz que no tenía. Por eso escribo, a cuenta de ese hallazgo, lo que está cercano a su fin. Porque me alegro de la vida y no puedo expresar de otro modo la belleza de los ojos, la expresión y los actos de aquel niño árabe, naturalmente venablo o saeta disparada, certera y a su modo hiriente. Porque, aunque me cansan y cada vez los entiendo menos- culpa mía sin duda- brindo por cada retoño humano, por su desenfado, su deseable futuro y por la incontestable inteligencia con la que muchas veces nos sorprenden. Brindo por todas esas virtudes y, Herodes yo y todo, sí, admito la reverberante felicidad que trasmiten cuando rebosan encanto, y de la que son generosos portadores. Eso les salva y también a mí. Me salva porque es una balsámica manera de sobrepasar la coraza de perfecto juicio o parapeto con la que uno se defiende de tantas cosas. Una armadura tantas veces enemiga de su portador y para la que sería magnífico utilizar el remedio que decía conservar Joan Manuel Serrat de “cuando estuvo loco”:”… un par de gramos de delirio en rama/ por si atacan con su razón los cuerdos…”. Eso o la luz incondicional resplandeciente en los ojos de un niño.
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