martes, enero 26, 2010

¿Qué me haré cuando facture el sol?


Demasiado tarde para el sol de Torrevieja , una semana atrás cual adelantada primavera, tampoco a esas horas iba a ser fácil siquiera pasear a la orilla del generalmente manso Mediterráneo. Una carrera urbana entretenía a la ciudad y los accesos habituales permanecían cerrados al paso de vehículos. Por lo tanto, la hábil “choferesa” dueña del auto con el cual buscábamos ese asueto, al fin de oscura tarde de sábado, conocedora del terreno como si ella misma hubiese diseñado todos los caminos, dio con la ruta y, allí estaban, las luces de la isla de Tabarca, semejantes a las de posición de un submarino. Luego, es verdad, soplaba un viento inclemente y el paseo quedó en mero desplazamiento de unos cuantos metros. Al coche de nuevo, al refugio de una temperatura más entonada y, durante el trayecto de vuelta, un poquito de Silvio Rodríguez, formato cinta cassette porque los dispositivos de reproducción de CD se estropearon y ya… El caso es que, cantaba el vate cubano, “Llego al club de los cincuenta/ y una mano trae la cuenta./ Llama la atención la suma/ desde hoy hasta mi cuna./ Cada fuego, cada empeño,/ cada día, cada sueño,/ viene con importe al lado,/ a pesar de lo pagado”, y me pareció, sobre todo por lo que seguía, que la pieza, con unos añitos de existencia, mencionaba una realidad del todo reconocible a día de hoy, un designio de futuro todavía más contundente. ¿Por qué? Véase que todo en esta vida tiene un coste, un precio, tanto como para admitir ahora que habrá que pagar por lo gratuito… “Me pregunto qué negocio es éste/ en que hasta el deseo es un consumo…/ ¿Qué me haré cuando facture el sol?”… Facture el sol, suceso nada improbable de aquí a casi enseguida si es cierto que las energías denominadas renovables se imponen. Pagaremos por el viento y por el Sol. Nos costará igual si salimos al parque, que si vamos a la piscina, disfrutamos en la playa, investigamos el bosque o la montaña o nos enterramos en los sótanos de la noche perversa. Pagaremos como ya lo hacemos por la caca, siempre lo digo, por ser factores de la misma, porque la retiren de nuestras casas y por el negocio que hacen las empresas a las que va destinado ese sucio material otra vez en juego y reportando extraordinarios dividendos de los que no tenemos participación. Pagaremos por un metro cúbico de océano, pagaremos por la arena, por el oxígeno y el agua de beber, el que evitamos fluya sin control porque nos abastece con salud, pagaremos por pisar, por besar, habrá un impuesto por estar razonablemente sanos y nos cobrarán por aquello sin manufacturar que nos pertenece o que hacemos, de cuya lista prescindo porque es santo y seña del imaginario de cualquiera. Sea como fuere, me remito a la canción de Silvio Rodríguez que vengo mencionando: “Pero vuelvo siempre el rostro al este/ y me ordeno un nuevo desayuno/ a pesar del costo del amor”… Por lo menos, el amor merecerá la factura que nos pase al cobro el Ministerio de Asuntos Emotivos porque el buen amor admite una inversión generosa en vida.

sábado, enero 23, 2010

APADRINE UN CADÁVER


Este cuaderno es como tantos otros. Uno escribe en él- cuando quiere o cuando puede- y lo deja a disposición de los demás- quienes quieran que fueren- para hojearlo, leerlo o desestimarlo sin ningún otro tipo de compromisos… Con eso, sin obligaciones por ambas partes, de nuevo, a renglón seguido, algo que acabo de leer y estimo que proceda por su calidad literaria, la información que ofrece y una valoración con la que caso práctica e ideológicamente…


APADRINE UN CADÁVER

Por David Torres

A diestra y siniestra. EL MUNDO. 22 de enero de 2010

CIERTAS CORRIENTES filosóficas aseguran que la relación entre el mal y el bien es asimétrica, que, en contra de Leibniz, Jorge Guillén y otros risueños, el mundo no está bien hecho. Bien mirado, el pesimismo no es más que una variedad del realismo o un correlato lógico del sentido común. En Provocación, Stanislaw Lem asegura que hay menos formas de ayudar a los demás que de perjudicarles, simplemente porque así es la naturaleza de las cosas. Hay cien maneras distintas de destrozar un vaso y ninguna de recomponerlo. Hay miles de formas de matar a un hombre y ninguna de resucitarlo. El terremoto de Haití resulta un excelente laboratorio para probar este argumento.
Apartemos lo obvio: la sordera generalizada del mundo feliz ante una desgracia que llevaba floreciendo décadas antes de que a la tierra le diera por temblar. El generoso patrocinio con que el occidente civilizado (mención de honor para EEUU y Francia) sembró, regó y abonó en la isla a algunos de los peores tiranos del planeta. El bostezo unánime con que la ONU ha acogido siempre la más pequeña petición de auxilio a Haití, si es que alguna vez ha sonado en ese ilustre cónclave de bellos durmientes.
No obstante, sin pensarlo dos veces, mucha gente de buena fe ha liado el petate y se ha lanzado de cabeza al epicentro de la catástrofe: bomberos, cooperantes, médicos, militares. Millones de simples peatones han intentado arrojar su modesto salvavidas sin sospechar que la ayuda iba a quedar pudriéndose en el aeropuerto de Puerto Príncipe, a falta de carreteras y caminos. Mientras tanto, las bandas de matones y saqueadores que campan a sus anchas sobre un país desvencijado rebaten golpe a golpe la peregrina teoría de que una desgracia saca a la luz lo mejor del hombre.
Basta un solo dato para demostrar cuánta razón tenía Lem en su postulado del mal antropológico: los huérfanos. Esos huérfanos haitianos que no tienen más horizonte que el hambre y que una alambrada de leyes imbéciles y abstrusas impiden acoger al otro lado del mar, en una habitación decorada con caballitos. Con la cantidad de parejas sin hijos que esperan para adoptar y los políticos trabajando día y noche para que esos niños acaben en los hospicios tenebrosos de China, en los prostíbulos de Río, en las factorías ilegales, en las guarderías del infierno y los sótanos del mundo.
El terremoto de Haití ha dejado, entre otras hecatombes, un enorme reguero de huérfanos para engrosar la cuenta ingente del mal. Porque, en efecto, es mucho más fácil maltratar a un niño que ayudarlo. Los gobiernos lo muestran día a día niquelando lo que siempre han hecho, lo único que saben hacer: nada.