viernes, agosto 24, 2012

EL COBRADOR



Hubo un tiempo durante el que trabajó vestido de frac y chistera. Más tarde, harto de ser asalariado, emprendió su propia aventura también en el gremio de la ventanilla ambulante: aquí, sólo pagos. Como siempre, unos satisfacían sus deudas y otros, los del puño bien cerrado, se resistían: con tal de aflojar la mosca tarde, mal o nunca, lo que fuera. De modo que, se mantuvo. Subsistió como autónomo y nunca le faltó techo ni mesa a la que sentarse. Además, especializado en bares, un anís y dos y más, podía permitirse. Todo gratis, eso sí… Desde sus primeros días como ave de mal agüero, cuando tan sólo era un aprendiz, supo pedir primero y exigir después. Antes, una copita. Tratándose de lo que se trataba no la iban a negar. Al aparecer, listo para la escena del enterrador, ya advertía de las intenciones, sin duda ingratas, para aquellos con quienes se jugaba las perras- por así decirlo- sin decir ni pío Así pues, un buen trago de Castellana, o dos, ya que no le retiraban la botella, y luego a lo suyo, ejercer de Paco, el tío Paco que viene con las rebajas…

Al ser su propio jefe, enseguida prescindió de la gala funesta que fuera su terno laboral. Siempre pensó que era innecesario todo ese teatro para someter a los morosos. Además, la cicatriz de su rostro, cortado de parte a parte a causa de un accidente mientras pedaleaba, bastaba para que le recordaran: bueno para quienes le conocían y bueno para los que, al cabo, sabrían de su persona.

Tenía buena planta. Alto, de hombros anchos, manos grandes y pies como buques de guerra… A menudo, calzaba botas de militar, por sí tenía que contener las iras de algún exaltado: gajes inevitables del oficio… Grande nada más para imponer lo justo. No le hacía falta. Persuasión era su lema. Persuasión: lo tenía claro y sólo aceptaba encargos de tipos prevenidos y consecuentes: él, de manotazos, ni para aplaudir.

Jamás estafó a nadie. Se ganó el respeto de la gente por desangelado e intachable. Muchos, incluso sujetos expuestos a ser requeridos por lo que debieran, servían gratis el anís que le gustaba, le atendían personalmente en una mesa principal y más aún cuando era necesario. Sabían, no obstante, que no era nada personal: en horario de trabajo, a la orden por cuenta de otros.

Con todo, no tenía familia, buenos amigos, sí.

Por eso llegaron a apenarse sinceramente. Acudieron a su entierro antes de que llegara a viejo, luego de sufrir una cirrosis. Puede que por culpa de las “circunstancias” de su afán, puede que por lo mucho que pimplaba además en otros sitios… ¡Quien sabe!...

Sin embargo, se cuenta que, un poco antes de morir, creyendo ver el filo de la guadaña, báculo fatal de la parca, dijo: “Señora suplicio, ¿viene usted a cobrar? Pues, ¡ea!, lléveme que yo también pago”.

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