jueves, agosto 28, 2008

LA ODISEA: Canto sin número o Canto Apócrifo




LA ODISEA: Canto sin número o Canto Apócrifo.

Fue una travesía más larga de lo previsto. Por fortuna y deseo de los dioses afines, el bajel en el que hizo su última etapa Odiseo, también oficio generoso del rey Alcínoo, surcaba el ponto bien aprovisionado. Nadie pensó que el héroe itacense, libre de toda inclinación y propósito, fuera a ser tenido por reclamo de los más espantosos encantamientos. Ocurrió que, tan luego como había que alumbrarse con las antorchas, sufría Ulises un mal extraño y nunca antes conocido en mortal alguno: a los picores propios de una irritación cutánea sucedía el desprendimiento de la piel en finísimos hilos, hebras que se dirían fueran las propias de un sudario. Lo alaridos del laertida hicieron aflorar el miedo en el corazón de los navegantes feacios y hubo quien propuso se le arrojara del barco para que Poseidón, sospechoso de ser el autor de tales malignidades en lo que a las reticencias de los habitantes de la isla Esqueria concernía- sancionadas fatalmente en punto y hora como llegarían a apreciar- dispusiera a su antojo. Sin embargo, tan pronto como las luces del sol apuntaban en el horizonte cubríase de nuevo el lacerado cuerpo del rey griego regresando la piel a su sitio, punto por punto, desde el ovillo en el que había quedado la epidermis guerrera. Así pues, fuera por temores o en aras de atender al doliente, quedaban interrumpidas las labores normales de la marinería y la proa de la nave cesó en su pujanza. Todo, como se relata, aconteció día tras día. Y fue de esta forma hasta que, sin que nadie sobre las aguas lo supiera. ni nadie en la ya no muy lejana Ítaca comprendiera los efectos que los actos de las perras esclavas de Penélope iban a tener, se produjo el último restablecimiento de quien inició el regreso a su tierra veinte años atrás.

Aunque no figura escrito entre las crónicas y los poemas de Homero, coincidiendo con el registro de la primera huella de los pies del padre de Telémaco, al fin para siempre en la Isla, la valerosa esposa y madre concluía la mortaja destinada a envolver al viejo rey Laertes. Motivo de angustia sin nombre para la reina, sin pretextos ya para evitar la elección de uno de los pretendientes que aguardaban para desposarla en ausencia del supuestamente muerto astuto y protegido de Atenea, la deidad de los ojos de lechuza.


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