martes, febrero 15, 2011

DE ALMENDROS, CARACOLAS Y PARAGUAS


Hoy ha llovido hasta el punto de exigir paraguas. Con todo, estéticamente, más otoñal la jornada que imperio o poder de invierno. Recordé la luminosa presencia de los almendros en flor del domingo y, podría jurarlo, para estos desafueros primaverales, porque aunque la estación de las flores permanece a un mes de distancia conforme a los rigores de la edad, hay una tendencia de marketing que lo vende ya como cosa hecha, los árboles de turrón de Alicante reducen a meros pimpollos lo que fueron pálidos azares de orfebre. Protegen sus galas ya que no usan impermeable ni pueden refugiarse bajo otro techado que el de las mismas nubes… Ese enlucido que avistamos mientras el asfalto quedaba atrás- siempre es así por más kilómetros de carretera que se hagan- bastó como para aliviar el ojo herido, para recompensar la arbitrariedad del orzuelo naciente tras una semana de ingratitudes incomprensibles. No es que venga la naturaleza al rescate o que depositemos en ella los anhelos de contrarrestar las adversidades, ni es nuestra vida un catálogo de infortunios, pero, sanos y sin cataratas, apreciamos lo bueno y saludamos el bien y la belleza cuando se presentan. Estaba en los almendros y se multiplicó minutos más tarde a orillas de un mar en las antípodas de la galerna. Lo que las gentes que residen o visitan tierras gallegas, asturianas, cántabras o vascas, vivieron este martes con sobrecogedor regocijo ante un océano olímpico gobernado por la cólera de Poseidón, dista sobremanera de la melodía de jardín, de la apacibilidad lacustre manifestada por el Mediterráneo, siempre encantado de habernos conocido. Era la playa de domingo, una romería de felicidad sin aglomeraciones, despreocupada, consumidora- sin uniforme- de sol, pródiga en paseantes, lectores, cañas de pesca, y curiosos: a los que oteamos la línea del horizonte a pesar del espejismo que eso supone me refiero. Pagué, antes que nada, el peaje estipulado por el placer de participar en la fiesta dicha con unos pasitos sobre la arena. Una redundancia comercial debida a las demandas de quien fuera artífice- tú- de una experiencia cual la que se avecinaba. Y, tratándose de tan gentil dama como eres, aunque gruña yo, ¿cómo negarte ese precio? Luego, de acuerdo con el asiento mineral más cercano, tomé, siempre en tu compañía, unos tragos de oro y plata, de cielo y mar, y pensé en las caracolas, ya sabes, las conchas de moluscos gasterópodos que se usan en bastantes ejecuciones musicales. Igual el ruido blanco* que por confusión y verbo de todas las historias, humanas o inhumanas que conocen las olas, escuchado por cada uno de nosotros alguna vez cuando nos indicaron que en el armazón aludido se encerraban los ecos de tanta ingenuidad, igual ese rumor se origina en días como el pasado, víspera de San Valentín, fecha romántica y muy amistosa para los ingleses, según me cuentas, en lugares como en el que estuvimos, por obra y gracia de unas aguas prudentes que ni siquiera molestan la lectura de un poema escrito sobre los edificios sin boina** perfecta perfilados a pesar de la distancia… Así que, la lluvia de hoy me ha ofrecido la imagen de tu camino a la academia resguardada por el mismo paraguas que has usado para neutralizar una de mis bromas. Miraba desde nuestra ventana y me he dado cuenta que, en el gris del martes también se aloja lo que me gustó, y mucho, antes de limpiar el coche: también estás muy guapa cuando apuntas el difusor de jabón y agua- que me cediste por cansancio durante el último tercio de la ducha- contra tu simpático utilitario.



*
http://es.wikipedia.org/wiki/Ruido_blanco


**
Boina, por el término que se viene usando a la hora de dar noticias que tiene que ver con la polución urbana. Boina contaminante.

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