jueves, julio 23, 2009

MEMORIA ÚLTIMA: EL HOMBRE QUE TUMBABA LOS ÁRBOLES


Ahora lo sé y no vale nada. Dudo incluso que exista alguien, al menos con capacidad para encaminarse hasta donde yo sólo no podría, tan inconforme y, a la vez, dispuesto a verificar el fruto de mis pesquisas. Así que todo queda para mí y para estas letras. Hubiera deseado, no digo crédito, sino confianza, paciencia, tiempo… Pero es igual: acabaremos por perecer, y todo mientras la larga discusión acerca del Cambio Climático y la responsabilidad que haya que achacar al ser humano, continúa.

Porque sí, las cosas han llegado a un punto casi de no retorno. Salir de las ciudades para regresar al campo queda, como casi todas las cosas únicamente posibles mediante la intervención del dinero, al alcance de los millonarios. Allí, en las praderas, se puede respirar, existe aire puro en los escasos enclaves aún a imagen y semejanza del paraíso que fue. Mas, adquirir un palmo de terreno- bien a particulares, bien a las administraciones- es asunto parecido al que se vivía cuando los tiempos de la burbuja inmobiliaria. Una temeridad, un imposible cuando no hay vidas para tanto gasto.

Por cierto que amanecer para una nueva fecha es ya, desde que los municipios grandes y las grandes urbes consintieron en verlos caer, confiados en la diligencia de los operarios de los servicios de limpieza, el recitado de una inmisericorde cuenta atrás.

Me refiero a los árboles…

Todo se precipitó porque es más fácil recurrir al ornamento manufacturado y al recreo industrial que a la ponderada obra del maestro de jardines, siempre en comunión con lo mejor del suelo. Coincidieron unas autoridades bien pagadas de sí mismas, ineficaces y corruptas con “ellos”, claro. Ellos, gestores a su vez del desastre. Interesadísimos ejecutantes cuya función primera tuvo que ver con estudiarnos laboriosamente y autentificar nuestro extraño pedigrí: amenazados por alguien del exterior, Fuenteovejuna, todos a una; sin embargo, para lo doméstico, todos contra todos y sin tregua. De modo que, en vez de enviar legiones, bastó con un agente. Ese al que yo llamo EL HOMBRE QUE TUMBA LOS ÁRBOLES, un alienígena, seguramente de Marte , sobrado de energías y músculos como para lograr que, gigantes centenarios o robustos alevines acabados de plantar, cedieran su porte altivo poco a poco, inclinándose hasta desprenderse de sus raíces.

El tipo del que hablo resultaba de lo más normal. De mediana estatura, pero más alto que bajo, delgado, pelo corto, canoso, a menudo con un pitillo en la boca, camisa y pantalón al uso de los que no se mueren por las marcas y, como tic extraño, un gusto por los guiños, como quien pone ojitos, seguramente debido, creo yo, a la falta total de adaptación a la atmósfera terrestre. El caso es que, elegida su víctima en cualquier parque o paseo, se apoyaba en el tronco con la palma de la mano derecha abierta y el brazo proyectado por encima de los hombros. Así aguardaba como quien hace un alto en el camino y a la sombra. No hacía falta más teatro y así se iba, sin aspavientos, tranquilo, como quien transita por lo cotidiano con indiferencia, despacio, con ese modo suyo y vacilante de caminar...

Nunca permanecía en el sitio para cerciorarse de su éxito. Nunca dejaba de tenerlo, pero solía pasar el resto del día en una piscina ya que su labor no debía ofrecer sospechas. Tenía tiempo.

Y ahora yo lo sé todo. Hice amistad con él porque un día, al salir del trabajo, le vi apoyado contra un árbol de los de la acera en aquella zona y, al día siguiente, la torre que nos daba sombra, había rendido su existencia. Até cabos recordando otros ilustres decesos arbóreos y recordé haber visto al mismo varón, antes, y en idénticas circunstancias. Por lo tanto, para salir de dudas, con suma discreción, me fui enterando de sus costumbres y coincidí con él en la piscina a la que iba. Luego, al darme cuanta que un detalle de sus manos, aparentemente malformación o tara accidental, pudiera ser en verdad signo de diferenciación galáctica- me refiero a la extensión rígida de sus dedos meñiques- ya no tuve duda.

Entonces decliné todo enfrentamiento con él porque sé que me conocía al margen de la fachada con la que quise pasar por un amigacho más. Supo que estaba al tanto de su identidad secreta y consiguientemente, prevenido, manejó los tiempos de lo que había de acontecer siempre con ventaja. Fue como relato y, además, lo dicho al principio, nadie me iba a creer.

Con la radicalización de los efectos contaminantes y la asfixia en las ciudades, acabó nuestra relación. Dejamos de vernos y si se escapó no importa. No importa nada. Por eso resultan vanos los esfuerzos de la NASA y de las demás agencias espaciales para poner un hombre en el Planeta Rojo: la verdad, no sólo no tiene interés acudir a Marte cuando ellos ya están aquí de visita, sino que no nos queda tiempo para disfrutarlo.

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