miércoles, octubre 25, 2006

A TÍMPANO DESNUDO



El muchachillo aullaba sin reservas, a todo pulmón. La barrumbada infantil, acaecida de modo inesperado, debió iniciarse por motivos casi siempre incomprensibles para la mucho menos dotada mente de un adulto. Pero, fuera que se tratase de esa convicción triunfal, taimada estrategia de chillar como una víctima de tortura, para satisfacer sus caprichos; molestias, dolores o carencia de no sé qué cosa, la razón de su notorio manifiesto, un estampido de tubos catódicos, lámparas de iluminación hechas añicos, lunas de escaparate quebradas y hasta el agrietado de las canicas con las que juegan aún algunos niños, toda vez que no se advertía el cese de la “opereta”, amenazaba... El varón, de poderosísima garganta y registro capaz de competir con el de muchas niñas en tales circunstancias, logró las dichas cotas de peligrosidad en breves instantes, y yo desnaturalizado, nada más atento a la consulta cibernética que efectuaba en el locutorio, escenario donde aconteció todo lo que narro, suplicaba a los dioses una fractura en la tierra que se tragara al “canoro abocinador”. Podía ocurrir efectivamente que la enfermedad o la necesidad provocaran tan desagradable respuesta, en cuyo caso un servidor se comportaba, al menos de pensamiento, como un egoísta integral. Sin embargo, la criatura, una vez “liberada” del asiento con ruedas o carrito, redujo el volumen de sus campaneos hasta desaparecer y quiso franquear la puerta de la oficina del establecimiento, recinto que le despertaría no sé qué curiosidades... Pero bueno, acertar por desconfianza tampoco supuso satisfacción especial para mí. Bien es verdad que mis tímpanos descansaron como en pocas ocasiones y, ya que unas cosas llevan a otras, enuncié mentalmente, eso sí, las circunstancias ruidosas que son agravio diario y contaminación, propias de estas sociedades urgentes y masificadas que nos hemos dado: maquinaria de construcción, tráfico rodado, emisiones de radio musical o deportiva en los autobuses urbanos, fragor cibernético en oficinas y comercios, barullo de taberna en hospitales y, sobre todo, en lo que a mí respecta, el estrépito afilado de las sirenas que utilizan policías, bomberos y ambulancias. Supongo que los que residen cerca de un aeropuerto dirán que los despegues y aterrizajes de aviones son inaguantables. Como lo deben ser otros excesos acústicos que no se me ocurren ahora. Mas, luego, ya cerca de mi casa, al escuchar el alarido que profería una feliz chavalina experimentado los vaivenes del columpio objeto de su juego, no tuve ninguna duda: de darse un improbable combate en el que se enfrentaran el más poderoso boxeador del mundo y una mujer cualquiera, él sujeto a las reglas del deporte de las doce cuerdas y ella “armada” con el solo poder de su garganta, apostaría por la mujer. El tipo, según me parece carecería de posibilidad alguna. Antes de rozarle un solo cabello a la chica, sin levantarse ella de la banqueta que para reposar en los descansos se utilizan, gritando como sabe toda mujer, le habrían estallado los tímpanos luego de un dolor insoportable. Por eso, el día que las hembras del mundo se den cuenta de tal poder, ¿qué ejército las detendrá?

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