jueves, noviembre 22, 2007

POR DON FERNANDO FERNÁN GÓMEZ UN DÍA DESPUÉS DE SU MUERTE


Desde el mismo instante en el que una persona admirada se va, muere, o al día siguiente, cuando los medios de comunicación hacen algo más que ofrecer la noticia puntual de tal deceso, los partidarios, amigos, familiares, conocidos y adversarios o detractores del mismo, comparecen en el ágora para ser portavoces de un sentir laudatorio predominantemente. Casi es costumbre, oficio social, parte de la corrección política que como sinónimo de lo bien visto se invoca de un tiempo a esta parte tan a menudo. Por eso muchos claman y desestiman lo sin aplaudir cuando en vida corresponde y los responsos de antes del entierro declamado. Algo que, por desgracia, ocurre con demasiada frecuencia. Pero, no es este el caso. Muere Fernando Fernán Gómez tras ochenta y seis años de vida y todo testimonio, para bien o para mal, de los que se van produciendo, al paso, sin prisa, como la lluvia que apacigua, como la voz de la que fue su mujer Maria Dolores Pradera, otra magnífica veterana que conversó a primera hora del día con Carlos Herrera en la radio- como será el dolor de la que era su actual compañera Emma Cohen- se suceden y pintan el día como el sosegado chubasco la calle. Son palabras que recuerdan, que ensalzan, que pormenorizan, y subrayan lo bueno entre aciertos y triunfos propios de una vida de artista. Abunda la anécdota hoy- a los estudios acerca de su obra existentes se sumarán muchos otros elaborados en un futuro no lejano- que es día de rebuscar en la humanidad, en aquello que suponga detalle de encarnación puesto que de vísceras y huesos es todo tipo, hombre o mujer, señalado como digno de aposentarse sobre los altares. Sin embargo no seré yo quien cuente los hechos y vicisitudes de un hombre que mereció el Olimpo de la escena universal. Lugar y plaza para la que reuniría crédito durante toda su vida aunque, quizás, fuera de España, ya como actor, director, dramaturgo o escritor, la resonancia que hubiera sido fiel a la par de lo legado, llegara todo lo más a concierto con sordina. No me extenderé en valoraciones que los que si estuvieron cerca hacen y nos brindan desde hace horas mediante pregoneros de los que escriben o de los que vocean. Le recuerdo en Balarrasa, le recuerdo en muchísimo cine del buen cine español, en Las Bicicletas Son Para El Verano, en El Pícaro para la tele, le recuerdo en La Ciudad Sin Límites, en El Lenguaje de Las Mariposas, en El Abuelo y le recuerdo por escrito, por sus libros o por los artículos que firmó, por ejemplo, durante el periodo en el que colaboró con El País. Sé que de él, en todas las televisiones, triunfará una imagen hosca, elaborada a partir de un lamentable incidente, igual que pareciera santo y seña de Umbral y todo lo que fue aquel encontronazo con la periodista Mercedes Milá un buen día de hace tanto tiempo ya. Le recuerdo incluso con emoción, porque nunca le olvidé, y me atrevo a llamarle maestro, a pesar de no ser yo nunca alumno suyo: tal distinción se ha de conceder a quienes con todos los defectos que por humanidad y consiguiente imperfección cargan, dejan en aquello que públicamente comparten, de lo que son o de lo que hacen, para bien y progreso. Así pues sea bienvenido a la vida, ahora que se muere más que nunca, porque su nombre, don Fernando, genera entretenimiento, sabiduría e historia.

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