Eros prohibido
Por María Luisa Cano
Eugenia se sentó y sacó de la gaveta otra hoja. El montón estaba disminuyendo rápidamente. Pronto tendría que elaborar más papel. A la próxima mezcla le añadiría un poco de agua de rosas y algunas gotas de ámbar. Siempre la estimulaba este aroma. Tomó la pluma y subiéndose la larga falda hasta los muslos, se dispuso a escribir con el corazón y las entrañas.
"Querido Antonio:
La última vez te conté algunos problemas que me atormentaban. No quisiera que me tuvieras así en tu mente. Por eso te voy a limpiar los malos recuerdos, contándote esas cosas lindas que tanto te entusiasman. Hace mucho calor. El cuerpo no se rebela, se entrega a esta humedad sublime que sale de adentro. He llenado la bañera con agua fresca y algunos perfumes. Corté rosas del jardín y las he deshojado. Los pétalos flotan invitándome. ¿Te acuerdas?
La tarde es serena. Los pájaros han callado para dejar que el sopor lo abarque todo. Por la ventana entran los rayos últimos del sol, y se atreven a resbalar por mis piernas. Acaricia la luz y nutre el sudor. Baja el sol y ellos van subiendo hasta el pudor. Resbalan queriendo, amando. El calor allí es insoportable. ¿Recuerdas?
Tú corazón latía. El mío, desaforado, no se quedaba atrás. ¡Tantos éxtasis! Ahora sólo está la luz. Pero es bienhechora, es caliente y me entrego a su ardor".
Sonaron las campanadas de las seis. Era la hora de la entrega.
Había que entregar el día al Señor, dejar que la luz y el calor se fueran, permitiendo que la roca del convento recogiera el fresco nocturno.
Sor Eugenia dobló el papel con delicadeza y resignación, para guardarlo entre los otros muchos que ella misma había elaborado, escrito y aromatizado durante diez años de clausura. El viejo baúl de roble guardaba con dignidad estos secretos prohibidos, estos testigos del amor y del polvo acumulado.
Salió lentamente del claustro para unirse a sus compañeras en los últimos rezos de este día caliente.
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