miércoles, octubre 07, 2009

MONEY FOR NOTHING


Don Juan Andradas fue mi primer maestro. Aquel, en Cabanillas del Campo, provincia de Guadalajara, quien enseñaba a chavales de primero a octavo de la primaria de entonces. Todo en la misma aula y en horario de mañana y tarde. Luego, al cabo del tiempo y a este lado de la orilla del río de la vida, gracias a su magisterio, a la voluntad y el esfuerzo de mis padres y conforme a la gestión de las cartas que recibí al nacer- el profesor José Antonio Marina explica a sus alumnos y yo lo recuerdo siempre, que, todos, recibimos una mano de naipes cuando llegamos a este mundo y no importa si son más o menos propicios de por sí para el triunfo: lo que cuenta es saber jugar con lo que tenemos- digo, entonces, conforme a la gestión de esas bazas, soy lo que podría definir quien me conoce: para unos un gran tipo para otros muchos el ejemplo de quien deja demasiado que desear. El caso es que yo no me siento magnífico pero, si sumo mis bondades- que existen- doy juego… Pero traía a colación a don Juan, ya fallecido, porque, en una ocasión, ausente algo más del tiempo estipulado para el recreo matutino, supo, ya de regreso, conoció el desdichado lance protagonista del cual, entre otros, hay que nombrar al señor que redacta lo presente. Sucedió que, envalentonado por la inconsciencia, bobo de baba por creer que si no me veían tampoco iba trascender el hecho, por imitación absurda, salté por la ventana a los jardines de la escuela con el consiguiente riesgo. Es cierto que el edificio era de una sola planta pero, además de intervenir en una memez- quien diga travesura pretende conciliar lo inconciliable- corría el riesgo de haberme hecho daño por una mala caída. Por lo tanto, no voy a decir que recibí una sonora bofetada porque, si soy riguroso habré de llamar a las cosas por su nombre: fue una “hostia” como Dios manda. Una descarga contra mi rostro- y contra el de los otros pandilleros- que supuso una señal, un aviso, y la sospecha de un soplo de amargura advertida en los asustados ojos de mi maestro. Una expresión que temí porque me daba alas para considerar que aún habría más. Y no, precisamente, un escarmiento del tipo “yo te parto la regla de madera sobre el lomo”, sino tornándose riguroso a la hora de calificar los exámenes, cercanos, con los que se cancelaba el curso. A mí me dolió en la estupidez, me dolió en la carne de mis padres de los que esperaba una respuesta muchísimo más severa y sufrí a ojos hiel lo que creí catástrofe académica: un abismo para quien era estudiante cuyas calificaciones estaban generalmente valoradas con una media de notable. Además, suspender Lengua o Matemáticas, por aquellos días, era tanto como firmar el alistamiento voluntario para repetir curso… Pues bien un trato así hoy, hubiera merecido el juicio de acto violento e injustificado, arbitrio antipedagógico, etc.… Intolerable pasado que llama a los adalides del buenismo en pos de una refriega libertadora y cauterizante. Porque ellos, los que pregonan “vamos con palomas y ramos de olivo que detendremos a los malos”, a la hora de desautorizar lo que no les gusta, arramblan cual ejercito inmisericorde de la verdad única. Hombres y mujeres, al fin, que evitan el contexto actual, que no quieren admitir que vivimos en el otro extremo. En el templo del desacato, cuando no humillación bárbara, donde rezan con palos igual alumnos que padres. Esos mismos que utilizan a sus criaturas para obtener ventajas durante los procesos de divorcio y “solución al exceso de amor eterno” que se juraron antes de ingresar en las trincheras donde se parapetan acompañados de los leguleyos a los que pagan. Y siendo así que, ni tanto ni tan calvo, los profesores despotrican contra las familias, los padres acusan a los profesores y los alumnos se pasan por el forro a los unos y a los otros. Viene el del sindicato de estudiantes asegurando que todo es culpa de los fascistas y de este sistema heredero de Franco. Llegan los de la asociación de padres “efe”, por ejemplo, y claman porque con un único modelo de educación, que ha sido de izquierdas, en lo que a los años de democracia incumbe, no se puede y por eso mismo nos va como nos va. Y en los debates, esas reuniones radiadas o televisadas donde se supone que comparecerán distintos representantes y especialistas, portavoces con una sensibilidad atenta al intercambio de soluciones, solo se escucha al que ladra más… Por cierto, como en los foros de internet… Luego, desde cada minarete, llega la salmodia conocida. Que hacen falta más medios y dinero para la enseñanza, mejores horarios para que los padres puedan conciliar sus responsabilidades y aspiraciones laborales con sus obligaciones paternales… ¿Y los hijos? Los hijos siguen descojonándose como marranos en el botellón de las siete menos cuarto. Porque ellos no tienen ningún problema. Crecen sin cortapisas, conscientes de sus derechos, acostumbrados a tener lo que se les antoje, hagan lo que hagan, e ignorantes absolutos cuando se menciona la palabra “deber”. Pero reciben, como en el título de la canción de los Dire Straits, MONEY FOR NOTHING, dinero por nada: todo por nada. Todo para que no molesten. Todo para que se entretengan y no den la lata. Todo para que los tengan guardados en el colegio, en las academias, en las escuelas deportivas o en cualquier lugar habilitado donde los reciban mientras estorban o llega la hora en la que puedan ser atendidos. Y sí, son los agentes del caos. Porque padres y maestros se sienten antagonistas e incapaces de dialogar: los profesores hartos de batallar contra molinos que son gigantes, lo que les lleva a la desidia, y los padres ausentes de toda otra preocupación que no rime con apariencia. ¿Para cuando la noticia de un colapso tutorial provocado por la afluencia general de padres, semana tras semana, interesados de verdad en la suerte escolar de sus hijos?… No, que nadie me venga con pamplinas del tipo, “pues mis padres me quieren mucho y mis maestros son los mejores”. Hay lo que hay, y esto es un mundo de cabestros. Un mundo donde la diversión es el cotilleo y la estancia en un gran centro comercial… Ay don Juan, menos mal que no ha llegado usted a ver esto, menos mal. Se hubiera muerto igual, pero de asco al enterarse. Yo le debo los cimientos de mi vida, y aquella bofetada, querido maestro, no fue más que un desesperado sopapo: luego, sí que ha dado cornadas la vida.

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