sábado, octubre 03, 2009

TRENES


Los trenes, las estaciones, el olor a carbón, a gasoil impregnando la grava del balasto, los viajeros, los bancos de madera donde sentarse y los grandes vestíbulos en las capitales, esa ciudad dentro de la ciudad donde unos entraban y otros salían a la orden del magnético requerimiento de la prisa, hoy razón de enloquecida velocidad, mientras algunos más contemplaban esa latencia humana a mordiscos devorando un bocadillo de mortadela. Los trenes lentos, sucios, abarrotados sí, y, sin embargo, umbral indiscutible de la aventura… Fíjense que, de niño, hice de las estaciones el parque temático donde pasaba las horas feliz, bien abastecido de pipas y atento al anuncio de la llegada de tal o cual correspondencia. Tengo, incluso, un recuerdo romántico, agradable y triste, luego de muchos años de apearme y pasear por los andenes de la estación de Medina del Campo, en Valladolid. Hasta resuena en mis oídos la voz del empleado que se encargaba de la locución dando aviso y detalle de todas las circulaciones. Sin embargo- de ahí el poso de contrariedad al que aludo- la tecnología y el comercio, las necesidades y exigencias de una sociedad que demanda nuevas red es de transportes, las estrategias y prioridades de cada administración, han relegado a este antiguo e importante enclave para la distribución de viajeros y mercancías entre el norte, el centro y sur de España a la categoría de desolado y nostálgico mundo perdido…. Conocía los nombres, los colores, la composición de cada convoy, el sonido de las locomotoras y sus sirenas. Me imponían las grandes máquinas de tracción diesel, como las del Expreso Costa Brava con destino Zaragoza, Lleida, Tarragona, Barcelona, Girona y Port Bou, sobre todo al estacionarse en el anden primero de la estación de Guadalajara, ciudad en la que residí. Un punto o parada comercial dentro de la línea Madrid Barcelona que recuerdo con simpatía, sobre todo antes de su reforma: la sala de espera, con acceso posterior al puesto de venta de tabaco, revistas y periódicos, era un lugar prácticamente inhóspito y sin otro atractivo que los libros allí visibles, en el expositor del quiosco. Tras la vidriera todo el glamur de la novela negra europea volúmenes de Simenón y Ágata Christie. Pero nada más. Aunque busqué otros títulos y autores, nada. Nunca pude dar noticias de variedad sobre aquellas estanterías… El caso es que puedo contar batallitas de viajes, adioses, recibimientos, y narraría en tiempo y hora las vicisitudes de la modernización de los coches y servicios, durante mi adolescencia y juventud. Proceso cuyos resultados son la eficiencia y corrección actual, la excelencia de horarios bien cumplidos, distancias que se cubren en mucho menos tiempo con mejores condiciones de destino que las del avión e intenciones ecologistas. Hoy tomar un tren es desplazarse cómodamente sin otro horizonte de incertidumbre que el derivado de apostar por un minuto de anticipación o demora hasta llegar a destino. Es verdad que los operarios de la Renfe siguen siendo tan ineptos como de costumbre, incapaces de dar una información- ni correcta ni incorrecta- cuando las contingencias de la vida o el azar sumen en la perplejidad al pasaje, por no decir evidente perjuicio. Pero los trenes son limpios- menos los lavabos porque son muchos los marranos y marranas con plaza y asiento en cada coche-cómodos y rentables. Nada que ver por tanto con esa gozosa efervescencia que provocaba viajar en aquellos tiempos: aún contando con las evidentes penalidades experimentadas. Y con esto no quiero decir que cambiaría las tropelías de un tiempo pasado por la asepsia actual. El misterio y la emoción que tuvieron los trenes era un añadido compensatorio estimable y, como a la fuerza ahorcan, obligados al contrato de las tartanas dichas, un momento de humanidad,-para bien o para no tan mal, pero sin duda memorable- obraba como lenitivo. Así es que me atengo a lo que hay, ya que no puede ser de otro modo, sin menoscabo de decir lo que parece obvio: no todo paso hacia delante es el de un camino que nos permita continuar indemnes. Algo se ha de pagar a cambio, lo sé, de modo que, por lo menos, nos queda la constancia de reconocernos en esa parte del espejo de nuestra propia vida. Lo único que lamento es haber tenido que prescindir de una tarde de ferrocarril. Ya no te dejan pasar a los andenes y si lo hacen avistas los convoyes allá a lo lejos salvo que seas uno de los oportunos usuarios. En fin, ver, apreciar poner los propios sentidos en juego para conocer, quietos o en marcha, mirar como se empequeñecían hasta desaparecer conforme la guillotina del suelo cercenaba topando con los cielos toda visión o acto final de un ciclo. Trance siempre originado en el anuncio de la llegada de ese mismo tren- ¿acaso no son los mismos trenes si se van cuando regresan?- la proximidad de un Tren Tranvía, de un ELECTROTRÉN, de un TER, de un TALGO o de un EXPRESO: verles entrando en agujas, comprobar que el carril, la vía donde acababan estacionándose era la que uno previó- en caso de desconocer antes esa particularidad- el fin de la marcha para que los viajeros que lo dejan y los que lo toman puedan hacerlo con tranquilidad y diligencia. Y, como plato definitivo la orden de salida dada por el factor conforme al protocolo previsto, el arrebato de sirena o despedida y el "entortugado" inicio y abandono de ese guarecido lugar bajo la marquesina ferroviaria que había ocupado el tren hasta ese momento. .. En fin, cosas de aficionado, pero, ¿no relataría con igual pasión un acontecimiento vivido, por ejemplo, el amigo del balompié de los Gento, Kubala, Di Estéfano o Lapetra?

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