martes, febrero 05, 2008

EL SECRETO DEL SILENCIO


EL SECRETO DEL SILENCIO


Por María Regla Villa Gámez



Lorena recorría nerviosa de un lado a otro el pequeño camerino. Más de una década entre esas paredes húmedas, despintadas y malolientes a flores secas. De los bombillos que rodeaban el espejo, media docena habían colapsado. "Última función", susurraba como para creérselo ella misma. Se sentó en la butaca forrada en lamé marrón del tocador para calcar su imagen en el espejo opaco. En él todos sus encantos pudieron antes remozarse, pero esa noche los años parecían implacables. La cara era un derroche de arrugas inocultables y sus manos, temblorosas, llevando sobre los dedos uñas con el mismo color de siempre: rojo fuego, como fuego era su cintura cuando se dejaba poseer por algun ritmo tropical y contagioso. Desesperada, se dibujaba cada rasgo para aparentar una belleza que ya no existía. Intentó entonces prolongar la línea negra sobre sus ojos para que parecieran menos caídos y pintó sus labios de un rojo intenso, resaltándolos con un lápiz negro que destacaba los bordes, como cuando se arreglaba para conquistar a Esteban, el hombre que la quiso sacar de ese mundo del que ahora tenía que fugar incluso contra su voluntad. Esteban, el mismo que le dio un hijo para que cambiara de vida. Pero todo fue en vano. Esteban desapareció y ella tuvo que aprender a convivir con el niño y con las luces de los reflectores.Tantos años en los night-clubs de La Colmena no se podían acabar de un solo golpe. La última noche parecía que se iba más rápida que las anteriores. Las horas avanzaban, los números sucediéndose en el escenario y el animador a punto de llamarla a escena. Lorena seguía maquillándose sola. Juliane, el homosexual que la había acompañado en las buenas y en las malas, no quiso presenciar esta despedida y no asistió esa noche al "Paraíso". Solo Juliane y ella sabían del final. Lo habían mantenido en silencio, no querían decírselo a nadie. No le darían gusto al patrón ni a "esas" que con carnes más duras y nalgas firmes se regalaban al primero que quisiera tocarlas con tal de cosechar aplausos. Pero ella, con el profesionalismo de siempre, saldría a escena para dejarlo todo. Le daría a su público el último aliento. Su público: tres borrachos apestosos que confundían su aliento con el olor a orines y kreso que siempre había en el salón. Y esa sombra que la seguía por más de una década. Una mole negra que se sentaba en la mesa oculta detrás de la luz. No se distinguía más que una silueta empañada del humo que desprendía el tabaquillo que consumía. Una incógnita para ella. En medio de reflectores rojos, verdes y naranjas y globos casi desinflados por los días, aparecía ese sujeto que siempre la había seguido. Desde los mejores tiempos, cuando prestigiosos cabarets la contrataban y el champán era su bebida preferida, cuando los diarios amanecían luciendo las formas de Lorena en primera plana y ramos de flores adornaban su camerino. Ahora, en el apestoso y deprimente night club de La Colmena, estaba como si voluntariamente hubiera descendido en la escala social de la mano con ella. Como si ambos se hubieran deteriorado al mismo compás en que se envilecían el centro de Lima, La Colmena y sus lupanares. Sin embargo, no se atrevieron a algo más que cruzar miradas, nunca una palabra.-Y ahora, estimado público -dijo el animador somnoliento- para ustedes, Lorena, con la belleza de siempre. Adelante Lorena... -y dejando caer el brazo con desgano, se perdió entre cortinas acribilladas por polillas.Entonces fue cuando ante la euforia de los tres borrachos y la parsimonia de la sombra de siempre, comenzó su show. La música -una salsa con aires de bachata- y ella, como antaño, inició su actuación dejando que el misterio de los tambores la poseyeran. Pero no era el mambo de Pérez Prado, ni el paso aprendido a Anacaona, ni el meneo que le costó copiar de la Tongolele y de las Dolly Sisters. La magia no era igual, aunque el talento disimulara los estragos del tiempo.Adentro en los camerinos, las nuevas que Lorena llamaba "esas" comenzaban a pasarse la voz y a sacar las narices por las rendijas para burlarse. "La tía da pena", comentaban. Ella, con su cuerpo ajado por la ruindad de los años, se sentía la misma reina de siempre. Despeinaba su larga cabellera recién teñida de negro y su cuerpo iba moviéndose al compás de la música. Comenzó a acariciarse los senos apagados y sus ojos se cerraban de placer, como si en ese instante recordara las noches con Esteban o con todos los Estébanes que se evaporaban en su memoria. Se pasaba la lengua por los labios y entrecerrando los ojos con malicia, hacía muecas sugerentes a los tres borrachos. Ellos no se percataban de las arrugas del cuerpo, solamente en la penumbra veían una silueta de mujer que hervía de placer. Era la noche de despedida y quería retirarse con la satisfacción de que su público la recordara siempre. Fue entonces que bajó del escenario, para asombro del patrón y de las nuevas. Caminó cimbreándose como en una pasarela y quitándose el sostén se sentó en las piernas del más viejo. Cogiéndole las manos callosas e inútiles se las llevó a sus senos mientras se dejaba caer hacia atrás descansando el cuerpo en las piernas del otro. El tercero, para no ser menos, le metió un dedo húmedo de cerveza en la boca y con la otra mano le bajó el calzón. Esa sombra de oscura y discreta presencia, intentó pararse lentamente tratando de entender qué sucedía con Lorena. Nunca la había visto así, y eso que la siguió noche tras noche.Fue tal el escándalo que hicieron los ebrios tocándola, que el patrón mandó a sus guardaespaldas a que la sacaran de escena y la devolvieran al camerino. Lorena no opuso resistencia. Adentro, las más jovenes se miraban con asombro. "La tía se ha pasado", comentaban. Entonces, sollozando, con el tacón rompió el espejo que siempre la había acompañado y dando gritos destrozó todo lo que le traía recuerdos. Se vistió rápidamente y sin quitarse el maquillaje, salió. Dándole un empellón al patrón que intentó atajarla, subió las escaleras que llevaban a la calle.Afuera otros aires la despejaron. Lejos de los reflectores nadie la reconocía. Entonces, en busca de ómnibus, caminó por el centro de Lima sin saber qué le esperaría al amanecer. Cualquier ruta, cualquier letrero, no importaba su rumbo: únicamente ansias de dejarlo todo atrás. Quería viajar sola, sin nada que le recordara el pasado. Por fin vino. Subió al vehículo casi vacío y tomó uno de los asientos finales. Cuando volteó inesperadamente la sombra estaba a su lado. El le tendió una mano y Lorena, como queriendo barruntar el último secreto de la noche, sonrió. Partieron juntos, antes que la contaminación ahogara la ciudad.

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