UN ACONTECIMIENTO DIARIO.
Sudorosa y atenta a su labor, la empleada del hogar, muchacha recién llegada de Rumania, obra sin percatarse de lo que está a punto de suceder. El primogénito y único hijo de la familia, harto de sus artefactos electrónicos de juego, está, como casi siempre, solo. Sin abuelos que lo amparen, enterado de las diferencias insalvables que separan a sus padres y rumiando toda esa felicidad de pago que ponen a su disposición para hacer aquiescente la luz de su mirada. Un acontecimiento diario… Pero, sí: tiene una idea. Y esa idea se convierte en furiosa vibración que brota de su garganta. Sólo en su cuarto emite incomprensibles sonidos, gárgaras de rodamiento y engranajes que simulan un motor. Enseguida, sin cesar en su capricho, da pataditas contra el suelo. Pataditas o “patadotas”, cada vez más fuertes, en sintonía con el volumen de las onomatopeyas dichas. La velocidad de las voces aumenta y los golpes de las extremidades inferiores hubieran acabado en trueno divino de no ser por el imperio electrodoméstico de la máquina de aspirar en todo el resto de la casa. Entonces, puesto que nada retiene ya los ímpetus infantiles, cual si unas amarras invisibles finalizaran su tracción sujetándole, arranca el chaval y parte a la carrera levantando todo el embaldosado de la habitación hasta desaparecer por la ventana de aquel octavo piso. Ni las más gruesas cadenas, ni el muro mejor armado habrían logrado retener a un huracán así.
Hubo quien aseguró su muerte al caer contra el asfalto.
Quien le diera por desaparecido y supo de los angustiados padres cuando aparecieron en la tele.
La trabajadora tuvo que regresar a su país.
Se especuló, incluso con un rapto a manos de extraterrestres.
Tiempo después, en la tele, como aquel día, se ofrece la retrasmisión de una competición deportiva motociclista.
A él, si está, esté donde esté, ¿Cuánta gasolina le quedará? ¿Acaso no es aquel que deja rastros de caucho recortándose contra la línea del horizonte?
Sudorosa y atenta a su labor, la empleada del hogar, muchacha recién llegada de Rumania, obra sin percatarse de lo que está a punto de suceder. El primogénito y único hijo de la familia, harto de sus artefactos electrónicos de juego, está, como casi siempre, solo. Sin abuelos que lo amparen, enterado de las diferencias insalvables que separan a sus padres y rumiando toda esa felicidad de pago que ponen a su disposición para hacer aquiescente la luz de su mirada. Un acontecimiento diario… Pero, sí: tiene una idea. Y esa idea se convierte en furiosa vibración que brota de su garganta. Sólo en su cuarto emite incomprensibles sonidos, gárgaras de rodamiento y engranajes que simulan un motor. Enseguida, sin cesar en su capricho, da pataditas contra el suelo. Pataditas o “patadotas”, cada vez más fuertes, en sintonía con el volumen de las onomatopeyas dichas. La velocidad de las voces aumenta y los golpes de las extremidades inferiores hubieran acabado en trueno divino de no ser por el imperio electrodoméstico de la máquina de aspirar en todo el resto de la casa. Entonces, puesto que nada retiene ya los ímpetus infantiles, cual si unas amarras invisibles finalizaran su tracción sujetándole, arranca el chaval y parte a la carrera levantando todo el embaldosado de la habitación hasta desaparecer por la ventana de aquel octavo piso. Ni las más gruesas cadenas, ni el muro mejor armado habrían logrado retener a un huracán así.
Hubo quien aseguró su muerte al caer contra el asfalto.
Quien le diera por desaparecido y supo de los angustiados padres cuando aparecieron en la tele.
La trabajadora tuvo que regresar a su país.
Se especuló, incluso con un rapto a manos de extraterrestres.
Tiempo después, en la tele, como aquel día, se ofrece la retrasmisión de una competición deportiva motociclista.
A él, si está, esté donde esté, ¿Cuánta gasolina le quedará? ¿Acaso no es aquel que deja rastros de caucho recortándose contra la línea del horizonte?
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