De regreso al albergue lo vio. El fenómeno no le llegaba a sorprender del todo pues, el ímpetu colérico que ella debía estar experimentando, conociéndola como la conocía, pudiera ser solo comparable con el avance arrasador de una montaña de agua. La cabaña de madera se agitaba como un electrodoméstico de lavado a la hora de centrifugar. Diríase celda de un ser monstruoso que pugnara por derribar paredes y techo. Sin embargo, entre el estruendo demoníaco que se deducía razón sonora de tanta perturbación, la melodía de un conocido éxito musical daba fe de la llamada telefónica que se estaba produciendo en esos mismos instantes: era su móvil, hasta ese momento depositado en una mesa y, ahora, con toda esa bronca y hasta que la palabra se sosegara, apéndice de la ira atribuible a la que le amó. Al poco tiempo de salir para recoger una ropa de abrigo que guardaba en el maletero del coche debieron producirse algunos intentos de comunicación que concluyeron con el envío de un mensaje, causa del desastre a ojos vista aún sin término: toda vez que la furia se alimenta de una pasión cuyo fin abrupto defrauda las expectativas de una de las partes, las palabras quedan investidas de una fuerza sobrenatural muchas veces causante de sucesos parecidos a los que con el vidrio y la voz de una cantante de ópera se conocen.
Poco a poco el latente fragor de lo escrito fue cediendo y la escombrera en la que se había convertido aquel paraje cercano a un río, todavía humeante porque los verbos, adjetivos, interjecciones y pronombres explosionaron como cargas preparadas para una demolición, puesto que un meandro de sangre fluía desde sus adentros, le pareció manantial en un catafalco. Probablemente esa lenta humedad encarnada era el flujo del final de la vida de ella, consumida en el postrer arrebato, y pensó que lo sucedido correspondía a esa necia pulsión que en tantas ocasiones le había llevado a amenazarla con evitar que fuera de nadie si no era de él... Ojo por ojo y diente por diente, salvo porque el azar evitó lo que en su desesperación urdiera la mujer abandonada para despojarle de la vida a la vez que la perdía ella.
Nunca habían sabido amar
Nunca habían sabido amarse.
Uno de los dos quedaba en pie y ninguno se lo hubo merecido.
Así también es la vida.
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