domingo, julio 16, 2006

Y AL TERCER CANTO FUE CABALLO

Hasta llegar a los corrales que para los encierros se disponían en la capital navarra, ni siquiera se supo toro. Luego, justo antes del “chupinazo”, entre los cabestros que, por experiencia, conocían todo lo que iba a acontecer, durante el tercer canto de los mozos a San Fermín, empezó a tomar conciencia de su identidad. El morlaco, tal vez más atento que sus compañeros a la puesta en escena del momento, incluso a pesar suyo, quiso destacar, mostrar a todos unas capacidades que descubría a la misma velocidad que se desplazaba por el asfalto. Y, en un principio, eligió su trote como exponente de esa pulsión a la que respondía cada vez más emocionado. Pensó, acto al que se estaba acostumbrando con facilidad, en esos animales que llevaban sobre sí a individuos como los que ahora corrían a su vera. Aquellos a los que tantas veces contempló deslizarse como centellas por los campos de su infancia y a los que ahora no dudaría en llamar caballos. Y ese galope eficaz, la mayoría de las veces armonioso y elegante, solo podía conseguirse adoptando las posturas y modos de un caballo. Debió ser a tales efectos que se elevó sobre sus patas y estiró su cuello tanto que la metamorfosis sucedió antes de que se cumplieran los dos minutos treinta y cinco segundos que tardó la manada en llegar a la plaza de toros de Pamplona: por suerte para los humanos solo un herido, uno que sufrió un puntazo en el glúteo, administrado por cualquiera de los de la compaña, visiblemente molesto a causa del indiscriminado palmeo que le daban en el lomo algunos de los más envalentonados y temerarios atletas del encierro. El caso es que, bastante retrasado respecto a la marcha de los demás porque decidió entrar al trote, compareció ante los aficionados presentes en el coso y ante las cámaras de televisión, lozano y albino con el mismo aspecto hermoso de esos caballos árabes que algunos rejoneadores emplean para la lidia.

De toro a caballo, de antagonista del arte a protagonista del mismo. Algo en lo que nunca había pensado simplemente porque no es propia de las reses la facultad de la razón. Lo demás, ya se sabe: querer es poder y a partir de esa transformación, olvidados sus pitones en la carrera para llegar al centro del ruedo, era turno de los de la tele, que son los que otorgan carta de naturaleza a todo lo que en el mundo pretende ser cierto, decidir si ese prodigio había sucedido o no. La gente terminaría por admitir que lo que vio jamás había sucedido si para los próximos telediarios se trataba la imagen de tal forma que la realidad correspondiera a los intereses del poder. Si convenía, todos las grabaciones caseras testigo del milagro se presentarían como parte de un complot político para acabar con la Fiesta o parte de un entramado comercial que habría de soportar el colectivo más enconado con las autoridades.

Pero el toro solo quería ser caballo y como caballo se comportó hasta su retorno a los toriles. Aquella tarde fue ajusticiado por la espada de Enrique Ponce, el corcel ya de nuevo toro toro por razones inversas a las que le hicieron manifestarse espléndido y distinto, y lo acaecido se olvidó quedando como leyenda urbana para futuras generaciones.

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