Sí, porque, durante unos días, "quedo fuera de servicio". El caso es que me he encontrado este dibujito de uno de los "héroes" de nuestro tiempo y yo, que soy uno de sus fieles admiradores, les dejo con el cabeza de familia de los Simpsons. Disfruten no importa en qué lugar del planeta estén y a pesar de lo que hagan... O gracias a ello.
Prometo regresar.
lunes, julio 31, 2006
domingo, julio 30, 2006
DURO DESTINO
La pieza elegida para el día de hoy es una visión alternativa a lo tratado por el autor, periodista, seleccionado...
Duro destino
Por Juan José Millás
EL PAÍS - Cultura - 26-07-2006
Como la situación es un poco difícil de entender, el comunicado del museo la aclara asegurando que se ha llegado al acuerdo de llevar a cabo "la reposición de las piezas de acero que conforman la escultura Equal-Parallel / Guernica-Bengasi, que se encuentra en paradero desconocido". La verdad es que debería decir: Nos han robado una escultura de 38.000 kilos cuya búsqueda está resultando más complicada que la de una aguja en un pajar, por lo que hemos decidido realizar una copia exacta, una réplica idéntica, un facsímil análogo. Nada de eso. Vamos a reponer las piezas de acero que forman la escultura etcétera, etcétera, que se encuentra en paradero desconocido, etcétera. Pero a continuación, ladinamente, añade: "La escultura resultante tendrá a todos los efectos la consideración de original". Pura magia. Nada por aquí, nada por allá. ¿Sería usted capaz de adivinar en qué momento la expresión "reposición de piezas" se ha convertido en "la escultura resultante"? Alguien con esa capacidad para ocultar un hecho evidente -que se va a proceder a la copia de una escultura- puede esconder 38.000 kilos delante de sus narices. O sea, que yo investigaría entre los miembros del patronato (es broma, no se envisquen).Con todo, lo mejor es que ahora vamos a tener dos esculturas, una falsa, pero legal, y otra auténtica, pero ilegal. La escultura falsa, pese a su legitimidad, vivirá el resto de sus días amenazada por la existencia invisible de su hermana gemela. Duro destino saber que eres original porque lo dice un papel, un acuerdo, un decreto y no porque lo seas de verdad. La escultura robada no tiene papeles, es cierto, pero todo el mundo sabe -quizá ella misma también- que es la verdadera. Fantástica metáfora en un mundo amenazado por oleadas de sin papeles a los que llamamos ilegales, cuando quizá seamos una copia de ellos.
Duro destino
Por Juan José Millás
EL PAÍS - Cultura - 26-07-2006
Como la situación es un poco difícil de entender, el comunicado del museo la aclara asegurando que se ha llegado al acuerdo de llevar a cabo "la reposición de las piezas de acero que conforman la escultura Equal-Parallel / Guernica-Bengasi, que se encuentra en paradero desconocido". La verdad es que debería decir: Nos han robado una escultura de 38.000 kilos cuya búsqueda está resultando más complicada que la de una aguja en un pajar, por lo que hemos decidido realizar una copia exacta, una réplica idéntica, un facsímil análogo. Nada de eso. Vamos a reponer las piezas de acero que forman la escultura etcétera, etcétera, que se encuentra en paradero desconocido, etcétera. Pero a continuación, ladinamente, añade: "La escultura resultante tendrá a todos los efectos la consideración de original". Pura magia. Nada por aquí, nada por allá. ¿Sería usted capaz de adivinar en qué momento la expresión "reposición de piezas" se ha convertido en "la escultura resultante"? Alguien con esa capacidad para ocultar un hecho evidente -que se va a proceder a la copia de una escultura- puede esconder 38.000 kilos delante de sus narices. O sea, que yo investigaría entre los miembros del patronato (es broma, no se envisquen).Con todo, lo mejor es que ahora vamos a tener dos esculturas, una falsa, pero legal, y otra auténtica, pero ilegal. La escultura falsa, pese a su legitimidad, vivirá el resto de sus días amenazada por la existencia invisible de su hermana gemela. Duro destino saber que eres original porque lo dice un papel, un acuerdo, un decreto y no porque lo seas de verdad. La escultura robada no tiene papeles, es cierto, pero todo el mundo sabe -quizá ella misma también- que es la verdadera. Fantástica metáfora en un mundo amenazado por oleadas de sin papeles a los que llamamos ilegales, cuando quizá seamos una copia de ellos.
sábado, julio 29, 2006
PERFORMANCE
Esto se leía hace muy poco en el diario ABC: prueba de que la realidad supera en truculencia y sucesos inverosímiles a la más descollante fantasía...
Performance
Por IGNACIO CAMACHO
CONOCÍ a un escultor granadino que realizó una estructura de metal para una plaza, y un día vio cómo los empleados de la limpieza pública se la llevaban para entregarla al chatarrero. El artista se cabreó y puso el grito en el cielo ignorando que aquellos trabajadores eran con toda probabilidad expertos en arte deconstructivo, y practicaban a rajatabla el principio de que la materia no se crea ni se destruye, sino que simplemente se transforma. Tampoco tenía en cuenta al airado escultor que, si uno pretende que una obra de arte se distinga de un trozo de chatarra, conviene procurar que a simple vista queden claras las diferencias.A Richard Serra, gurú internacional de la escultura metálica abstracta, le practicaron en el Museo Reina Sofía una performance de abstracción pura: simplemente le hicieron desaparecer una obra en el más absoluto vacío. Los periodistas, que no entendemos de arte moderno, dijimos que la habían perdido, incapaces de asimilar los conceptos más avanzados de la vanguardia y aferrados a la más rancia lógica tradicional de los espacios y las formas. En realidad se trataba de un prodigioso ejercicio de conceptualismo para demostrar la condición metafísicamente fronteriza entre la materia y la nada. Y la cosa tenía mucho mérito porque la escultura en cuestión era una estructura de acero con un peso de 38 toneladas.Como el arte contemporáneo está condenado a la incomprensión de las masas, prevaleció la idea de la desaparición, y el museo, incapaz después de tanto tiempo de devolver la pieza a su estado corpóreo -la Policía, tan prosaica, ha llegado a excavar en un almacén-, se ha visto obligado a reponerla mediante el vulgar expediente de una copia. Generoso y espiritualista, Serra ha rechazado cobrar de nuevo sus cotizadísimos honorarios con tal de que su creación resplandezca otra vez en su prístina condición material, pero el sector metalúrgico no trabaja gratis, y menos después de la reconversión de la siderurgia. De modo que el proceso de rematerialización de la obra va a costar 83.500 euros, casi quince millones de pesetas, que naturalmente aportarán a escote los contribuyentes, aunque no sean aficionados al vanguardismo expresivo. Por ese precio se habría podido contratar una sesión prestidigitadora de David Copperfield, mago de nombre dickensiano experto en desapariciones de grandes objetos, que tiempo atrás alcanzó fama por esparcir sus polvos mágicos sobre la laureada piel de Claudia Schiffer.Reunidos solemnemente el Patronato del Museo y la Junta de Calificación del Ministerio de Cultura, los expertos han dado en concluir que, si eventualmente apareciese la pieza volatilizada, se consultaría con el autor cuál de las dos debe ser destruida para que se mantenga la condición original que requiere la singularidad del arte. Menos mal que esta gente tan sabia está en todo. Y se conoce que, en su alta dedicación al sofisticado universo del arte moderno, frecuentan poco el utilitarista y herrumbroso ámbito de las chatarrerías de la Corte
Performance
Por IGNACIO CAMACHO
CONOCÍ a un escultor granadino que realizó una estructura de metal para una plaza, y un día vio cómo los empleados de la limpieza pública se la llevaban para entregarla al chatarrero. El artista se cabreó y puso el grito en el cielo ignorando que aquellos trabajadores eran con toda probabilidad expertos en arte deconstructivo, y practicaban a rajatabla el principio de que la materia no se crea ni se destruye, sino que simplemente se transforma. Tampoco tenía en cuenta al airado escultor que, si uno pretende que una obra de arte se distinga de un trozo de chatarra, conviene procurar que a simple vista queden claras las diferencias.A Richard Serra, gurú internacional de la escultura metálica abstracta, le practicaron en el Museo Reina Sofía una performance de abstracción pura: simplemente le hicieron desaparecer una obra en el más absoluto vacío. Los periodistas, que no entendemos de arte moderno, dijimos que la habían perdido, incapaces de asimilar los conceptos más avanzados de la vanguardia y aferrados a la más rancia lógica tradicional de los espacios y las formas. En realidad se trataba de un prodigioso ejercicio de conceptualismo para demostrar la condición metafísicamente fronteriza entre la materia y la nada. Y la cosa tenía mucho mérito porque la escultura en cuestión era una estructura de acero con un peso de 38 toneladas.Como el arte contemporáneo está condenado a la incomprensión de las masas, prevaleció la idea de la desaparición, y el museo, incapaz después de tanto tiempo de devolver la pieza a su estado corpóreo -la Policía, tan prosaica, ha llegado a excavar en un almacén-, se ha visto obligado a reponerla mediante el vulgar expediente de una copia. Generoso y espiritualista, Serra ha rechazado cobrar de nuevo sus cotizadísimos honorarios con tal de que su creación resplandezca otra vez en su prístina condición material, pero el sector metalúrgico no trabaja gratis, y menos después de la reconversión de la siderurgia. De modo que el proceso de rematerialización de la obra va a costar 83.500 euros, casi quince millones de pesetas, que naturalmente aportarán a escote los contribuyentes, aunque no sean aficionados al vanguardismo expresivo. Por ese precio se habría podido contratar una sesión prestidigitadora de David Copperfield, mago de nombre dickensiano experto en desapariciones de grandes objetos, que tiempo atrás alcanzó fama por esparcir sus polvos mágicos sobre la laureada piel de Claudia Schiffer.Reunidos solemnemente el Patronato del Museo y la Junta de Calificación del Ministerio de Cultura, los expertos han dado en concluir que, si eventualmente apareciese la pieza volatilizada, se consultaría con el autor cuál de las dos debe ser destruida para que se mantenga la condición original que requiere la singularidad del arte. Menos mal que esta gente tan sabia está en todo. Y se conoce que, en su alta dedicación al sofisticado universo del arte moderno, frecuentan poco el utilitarista y herrumbroso ámbito de las chatarrerías de la Corte
viernes, julio 28, 2006
REFRIEGA DEL MAL AMOR
De regreso al albergue lo vio. El fenómeno no le llegaba a sorprender del todo pues, el ímpetu colérico que ella debía estar experimentando, conociéndola como la conocía, pudiera ser solo comparable con el avance arrasador de una montaña de agua. La cabaña de madera se agitaba como un electrodoméstico de lavado a la hora de centrifugar. Diríase celda de un ser monstruoso que pugnara por derribar paredes y techo. Sin embargo, entre el estruendo demoníaco que se deducía razón sonora de tanta perturbación, la melodía de un conocido éxito musical daba fe de la llamada telefónica que se estaba produciendo en esos mismos instantes: era su móvil, hasta ese momento depositado en una mesa y, ahora, con toda esa bronca y hasta que la palabra se sosegara, apéndice de la ira atribuible a la que le amó. Al poco tiempo de salir para recoger una ropa de abrigo que guardaba en el maletero del coche debieron producirse algunos intentos de comunicación que concluyeron con el envío de un mensaje, causa del desastre a ojos vista aún sin término: toda vez que la furia se alimenta de una pasión cuyo fin abrupto defrauda las expectativas de una de las partes, las palabras quedan investidas de una fuerza sobrenatural muchas veces causante de sucesos parecidos a los que con el vidrio y la voz de una cantante de ópera se conocen.
Poco a poco el latente fragor de lo escrito fue cediendo y la escombrera en la que se había convertido aquel paraje cercano a un río, todavía humeante porque los verbos, adjetivos, interjecciones y pronombres explosionaron como cargas preparadas para una demolición, puesto que un meandro de sangre fluía desde sus adentros, le pareció manantial en un catafalco. Probablemente esa lenta humedad encarnada era el flujo del final de la vida de ella, consumida en el postrer arrebato, y pensó que lo sucedido correspondía a esa necia pulsión que en tantas ocasiones le había llevado a amenazarla con evitar que fuera de nadie si no era de él... Ojo por ojo y diente por diente, salvo porque el azar evitó lo que en su desesperación urdiera la mujer abandonada para despojarle de la vida a la vez que la perdía ella.
Nunca habían sabido amar
Nunca habían sabido amarse.
Uno de los dos quedaba en pie y ninguno se lo hubo merecido.
Así también es la vida.
Poco a poco el latente fragor de lo escrito fue cediendo y la escombrera en la que se había convertido aquel paraje cercano a un río, todavía humeante porque los verbos, adjetivos, interjecciones y pronombres explosionaron como cargas preparadas para una demolición, puesto que un meandro de sangre fluía desde sus adentros, le pareció manantial en un catafalco. Probablemente esa lenta humedad encarnada era el flujo del final de la vida de ella, consumida en el postrer arrebato, y pensó que lo sucedido correspondía a esa necia pulsión que en tantas ocasiones le había llevado a amenazarla con evitar que fuera de nadie si no era de él... Ojo por ojo y diente por diente, salvo porque el azar evitó lo que en su desesperación urdiera la mujer abandonada para despojarle de la vida a la vez que la perdía ella.
Nunca habían sabido amar
Nunca habían sabido amarse.
Uno de los dos quedaba en pie y ninguno se lo hubo merecido.
Así también es la vida.
jueves, julio 27, 2006
Y LOS SUEÑOS...
... sueños son, como bien se dice en LA VIDA ES SUEÑO, aserto recurrente el de apelar a Calderón cuando se quiere hablar de esa vida fuera de la realidad o esa realidad fuera de la vida que muchos cultivan y de la que se conversó en la tertulia de NO ES UN DÍA CUALQUERA el pasado domingo día 23 de julio. Cierto, pero se me excusará mientras reflexiono acerca de la ocasión en que Pepa Fernández y sus invitados intentaron dilucidar si conviene hacer del sueño una cuestión de deseo conforme a consecuciones razonablemente posibles o promover la costumbre de protagonizar supuestos que no corresponden a la realidad, improbables, más cercanos a lo que uno hubiera querido que fuera razón de sus años. Naturalmente hubo opiniones dispares aunque no enfrentadas. Todo era admisible según los casos y con un cierto control. Y si se apuntó que soñar era establecer una meta respecto a los anhelos personales que tuvieran que ver con cuestiones profesionales, sentimentales o de ocio, y cumplir ese sueño lograr el objetivo premeditado- posición de la que me siento más cercano- cabía también la evasión de tal manera que figurarse otra existencia propicie, sino una esperanza efectiva, un estado de ánimo mejor. Así, pensar en una mejora, en prosperar, más allá de aquellos sucesos cuya reparación tiene que ver con un derecho, es deseable e incluso necesario. Uno puede imaginarse el día de mañana y realizar un itinerario que le conduzca a dar por ciertas tales aspiraciones. Y también “jugar” a ser quien no se es en unas circunstancias distintas de las vividas, lejos de obsesiones, a fin de distraer un periodo vital aciago o como acto creativo: fabular entre la realidad y la fantasía es propio de artistas y gracias a ello tenemos la literatura y todas las demás formas expresivas que tan preciadas nos parecen. Otra cosa es creerse los milagros, convencerse que, a fuerza de soñar y soñar, no importa cuan infundadas sean las premisas de la materia soñada, la vida terminará siendo como así se percibe... Ya se sabe que Ícaro cedió a la desmesura de la ambición trastocando fatalmente su sueño de volar. Por lo tanto, excederse en los objetivos reales, como sustituir la vida propia por otra ensoñada, solo puede conducir al desastre. De modo que cada cual obre como desee, que todos somos mayorcitos, pero, claro, a todo atisbo de levitación incontrolable, lo mejor es arrojar lastre y regresar a tierra: no sea que se nos pinche el globo y vengan las lamentaciones. No diré que volar es solo para los pájaros, igual que me parece una exageración tildar de locos a todos los poetas, pero si hemos de hacer CASTILLOS EN EL ÁIRE, como canta Alberto Cortez, mejor que sea sin dar lugar a la especulación inmobiliaria.
miércoles, julio 26, 2006
NUBE VACÍA
El concepto “nube vacía” puede llegar a constituir la voz coloquial que faltaba para departir como corresponde, mientras se aguarda en la parada del autobús, esperando turno para comprar el pan, a la vez que se saluda al quiosquero o durante la cerveza del aperitivo en la taberna. Es una expresión escuchada en la radio y original de Félix García Pérez, reconocido periodista que realiza su labor informando en Onda Cero Guadalajara desde hace ya bastantes años. Ha sucedido que, al notificar la predicción meteorológica para el día de hoy en la capital y provincia castellano manchega, explicó la ausencia de precipitaciones a pesar de la posible aparición de frentes tormentosos al final de la jornada. La metáfora es elocuente y disuade de toda esperanza en lo que respecta a la recompensa- transitoria porque nadie desea un verano “pasado por agua”- que todos creen merecida luego de semanas ardientes propias de la estación que precede al otoño. Las altas temperaturas, la ola de calor, el sofoco, y ahora, junto con los demás términos que se relacionan con el “estío: manual de instrucciones, usos y costumbres”, la nube vacía, que es como la vista general de un poblado en las películas del oeste americano: un escenario en el que todo es pura fachada como bien se advierte al cruzar, por ejemplo, el umbral de entrada al SALOON... Porque “nube vacía” puede ser la apelación lírica a una necesidad, la expresión alegórica de un deseo que se manifiesta considerando su reverso. Porque lo que la gente quiere durante estos tres meses de verano es el oportuno chubasco que de lugar a un ambiente algo más fresco, lo que pudiera ser una NUBE PREÑADA- no más de una criatura porque no es época de familia numerosa- que lleve en la barriga lo que a la “manga- riega” se le censura dado el decreciente nivel de reservas en los embalses. Y es así que se vive soñando con el paraguas siquiera por una tarde, pero confiados en la nube vacía como elemento reafirmante de lo que debe ser el imperio del sol. La nube vacía indica el triunfo de un periodo que, si se viera trastocado, como sucedió en ocasiones, a causa de la repetida aparición de tormentas, suscitaría el descontento general ya que prescindir de la “chamuscante” cita con el astro rey supone para muchos una imposibilidad vacacional, tal vez origen de muy inquietantes y nuevas patologías. Se pretende la graduación de los humores solares a conveniencia, igual que se regula la temperatura en muchas casas de hijos de vecino- sea mediante aparatos eléctricos, con el abanico o con el botijo- o la sensación térmica, pero el verano es lo que es y a nadie debería sorprender por estas latitudes. De modo que la NUBE VACÍA tranquiliza, su presencia obra a favor de la comunicación al permitir especulaciones sobre su verdadera naturaleza y, por oposición, estimula los sueños con un aguacero reconfortante. Para que luego digan que la fantasía, la creatividad informativa, es causante de interesado desconcierto.
martes, julio 25, 2006
EL ROTO
Estuve a punto de ilustrar estas palabras con un dibujo de Juan Ballesta en el que se ve a una "dama" colgada de una soga amarrada al techo de una estancia, sobre un hombre que está presto a dibujar o escribir. Se supone que es la musa a la que, en ese día, como reza la voz que se ha de atribuir al así guardado, no se le ocurre nada, y a la que se ordena descender de su "vuelo".... Pues eso, ausencia de todo impulso creativo, incomunicación- la que demuestra un servidor- a estas horas solo paliable con el regalo de EL ROTO. Feliz día.
lunes, julio 24, 2006
EL CONDE LUCANOR
Y hoy, para que no se diga que el verano es incapaz de vestirse de gala considerando el calor, los sudores y otras desgracias corporales, un clásico:
EL CONDE LUCANOR
Juan Manuel
Cuento "L"
Lo que sucedió a Saladino con la mujer de un vasallo suyo
Hablaba otra vez el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:
-Patronio, bien sé yo que sois tan inteligente que nadie de esta tierra podría responder mejor que vos a lo que se le preguntase. Por ello os ruego que me digáis cuál es la mejor cualidad que puede tener el hombre. Os lo pregunto porque comprendo que son necesarias muchas virtudes para elegir lo mejor y hacerlo, pues, si solamente vemos lo que debe hacerse, pero no sabemos poner los medios para ejecutarlo, no aumentaremos mucho nuestra fama o prestigio. Como las cualidades son tantas, querría saber cuál es la principal, para tenerla siempre presente en mis decisiones.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, vos, por vuestra bondad, me elogiáis mucho y me decís siempre que soy muy inteligente. Pero, señor conde, creo que estáis confundido o equivocado. Pues sabed que no existe nada en el mundo en que tan fácilmente nos engañemos como en el conocimiento de las personas y de su inteligencia, ya que son dos cosas distintas, una, saber cómo es el hombre, y otra, ponderar su inteligencia. Para conocer cómo es la persona, hemos de observar cómo son las obras que cada uno hace para Dios y para el mundo, pues muchos parecen realizar buenas obras que no lo son, ya que su objeto es ganar la alabanza de las gentes. Tened por cierto que su falsa virtud les costará muy cara, pues se trata de algo que apenas dura un día y, sin embargo, los llevará al castigo eterno. Hay otros que hacen buenas obras en servicio y honra de Dios, sin preocuparse de vanidades mundanas, y aunque estos eligen la mejor parte, que nunca podrán perder, ni los unos ni los otros atienden los caminos de Dios y del mundo, por los que es necesario transitar.
»Para no descuidar ninguno de estos dos caminos, se necesitan muy buenas obras y sutil inteligencia, lo que es tan difícil de aunar como meter la mano en el fuego y sacarla sin quemaduras; pero, si el hombre cuenta con la ayuda de Dios y sabe, además, ayudarse a sí mismo, todo puede conseguirse, pues ha habido muchos buenos reyes y hombres santos que fueron justos ante Dios y ante el mundo. También os digo que, para saber quién es inteligente, hay que mirar bien las cosas, pues muchos dicen muy buenas palabras y hermosas sentencias, pero no llevan sus asuntos tan bien como les sería conveniente; otros, por el contrario, los gestionan de modo excelente, pero no quieren o no pueden decir tres palabras acertadas. Los hay también que hablan con mucha elegancia y saben desenvolverse, pero, como tienen mala intención, aunque encuentran siempre beneficio para ellos, sus obras perjudican a los demás. Sabed que de estos dicen las Escrituras que son como el loco que lleva una espada en la mano o como un mal príncipe que tiene mucho poder.
»Mas, para que vos y todos los hombres podáis conocer quién es bueno para Dios y para el mundo, quién es el inteligente, quién el de palabra fácil, quién el de buen entender, y así podáis escogerlo, conviene que no juzguéis a nadie sino por las buenas obras que haga durante largo tiempo y no por las hechas en un corto periodo, así como por el aumento o disminución de sus bienes; que en estas dos cosas se puede comprobar cuanto os dije antes.
»Todas estas razones os he dicho porque con mucha frecuencia me alabáis y destacáis mi inteligencia, pero estoy seguro de que, si pensáis en todas estas cosas, no me elogiaríais tanto.
»Para responder a la pregunta de cuál es la mejor cualidad que puede tener el hombre, me gustaría contaros lo que sucedió a Saladino con una dama muy honrada, mujer de un caballero vasallo suyo, y así sabríais cuál es la mejor condición de una persona.
El conde le preguntó lo que había sucedido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, Saladino era sultán de Babilonia y siempre llevaba un cortejo muy numeroso. Como una vez no se pudieron aposentar todos en la misma casa, él se alojó en la de un caballero. Cuando este vio a su señor, que era tan honrado y poderoso, en su casa, hizo cuanto pudo por complacerlo y servirlo, y lo mismo hicieron su mujer, sus hijos y sus hijas. Pero el diablo, que siempre busca la manera de confundir y hacer pecar a los hombres, hizo que Saladino se olvidase del respeto que se debía a sí mismo y a su vasallo y que se enamorara de aquella dama apasionadamente.
»Tanto la deseaba que llegó a pedir ayuda a un mal consejero, para que le indicara el modo de conseguirla. Sabed, señor conde, que todos deben pedir a Dios que guarde a su señor de malos deseos, pues, si llega a concebirlos y desea realizarlos, nunca faltará alguien que le aconseje mal y le ayude a ponerlos en práctica.
»Así le ocurrió a Saladino, que en seguida encontró quien le dijera cómo llegar hasta aquella dama. El mal consejero le sugirió que hiciera llamar al marido, que le concediese muchas riquezas y que lo pusiera al frente de un numeroso ejército, con el cual debería partir a lejanas tierras, en cualquier empresa del sultán. Cuando el caballero se hubiera alejado, Saladino podría cumplir sus propósitos.
»El ardid satisfizo mucho al sultán, que así lo hizo. Cuando el caballero ya había partido en servicio de su señor, pensando que había tenido mucha suerte y que quedaba muy amigo del sultán, Saladino se dirigió a casa del caballero. Al saber la honrada dama que venía otra vez a su casa, como había otorgado tanto merecimiento a su marido, recibió muy bien al sultán, al que sirvió y complació en cuanto pudieron ella y sus criados. Después de comer, Saladino entró en su cámara y pidió que viniese ella. La señora, creyendo que necesitaba algo, fue a la habitación del sultán. Al verla, Saladino le dijo que la amaba mucho. Ella, sin embargo, aunque comprendió muy bien sus intenciones, al oírle decir esto hizo como si no lo hubiera entendido, respondiéndole que se lo agradecía y que pedía a Dios que le diera larga y buena vida, pues bien sabía Dios con qué frecuencia le pedía por él, para que nunca corriese ningún peligro, cosa que debía hacer por ser él su señor y, sobre todo, por las mercedes otorgadas a su marido y a ella.
»Saladino le replicó que, aparte de eso, la amaba más que a ninguna otra mujer del mundo. Ella volvió a darle las gracias, como si no hubiera comprendido sus intenciones. ¿Para qué alargarlo más? El sultán le dijo el alcance de sus pretensiones y la dama, al oírlo, como era muy honrada y muy inteligente, le contestó a Saladino:
»-Señor, aunque soy una humilde mujer, sé que el amor no está en manos del hombre, sino este en manos del amor. También se que, si vos decís que me amáis tanto, puede ser verdad, pero sé también que, cuando a los hombres, sobre todo a los señores, les gusta una mujer, prometen hacer cuanto ella quiera, mas cuando la ven sin honra y escarnecida, la estiman en poco y, como es natural, ella queda burlada y deshonrada. Yo, señor, sospecho que eso mismo me ocurrirá a mí.
»Saladino intentó convencerla, jurando que haría cuanto ella quisiese para que siempre viviera felizmente. Cuando oyó decir esto al sultán, la buena esposa le respondió que, si él le prometía hacer, antes de forzarla y deshonrarla, lo que le iba a pedir, ella haría todo lo que él quisiese, una vez cumplida su promesa.
»Le contestó Saladino diciendo que temía que le pidiera no tratar nunca más de este asunto, pero ella le respondió que no se trataría de eso ni de nada que no pudiera hacerse. Saladino, entonces, se lo prometió. La honrada dama le besó la mano y los pies, y le dijo que lo único que quería era que le dijese cuál era la mejor cualidad del hombre, la que era madre y cabeza de todas las demás virtudes.
»Cuando el sultán oyó esto, se puso a pensar la respuesta con mucho interés, pero no se le ocurría ninguna. Como le había prometido no tocarla hasta cumplir lo pactado, le pidió algún tiempo para pensar. Ella le respondió que haría todo lo que él mandase en el momento que le contestara a su pregunta, sin fijar un plazo para ello.
»Así ocurrió entre ellos. Saladino se volvió con los suyos y, como si fuera por otro motivo, preguntó a todos sus sabios. Unos le contestaron que la mejor cualidad del hombre era un alma buena. Otros afamaban que eso podía ser verdad para el otro mundo, pero que sólo la bondad de corazón no era lo mejor para este. Otros sabios opinaban que lo mejor era la lealtad, aunque había quienes opinaban que, siendo la lealtad muy buena, se podía ser al mismo tiempo fiel y cobarde, o mezquino, o lascivo, o de malas costumbres, por lo que se necesitaba ser algo más que simplemente fiel. Esto mismo ocurría con todas las buenas cualidades, sin poder encontrar respuesta a la pregunta de Saladino.
»Al ver el sultán que no encontraba en su tierra quien pudiera responderle, llamó a dos juglares para irse con ellos por el mundo sin que nadie lo reconociese. Y así, en secreto, cruzó el mar, dirigiéndose a Roma, que es donde se reúnen todos los cristianos. Por mucho que preguntó, nadie supo responderle. Después pasó a la corte del rey de Francia y a las de otros reyes, pero no encontró la respuesta. Así fue transcurriendo tanto tiempo, que hasta llegó a arrepentirse de su empresa.
»Si hubiera sido sólo por conseguir a aquella dama, ya lo habría dejado, pero, como era tan poderoso, pensaba que sería una deshonra abandonar lo que ya había empezado, pues sin duda es grave humillación para un gran hombre dejar lo que se ha iniciado, con tal de que no sea pecado; pero, si abandona por miedo o por el trabajo que cuesta, le resultará vergonzoso. Por eso Saladino no cejaba en aquel empeño, que lo había llevado fuera de su reino.
»Sucedió que un día, andando por un camino con los dos juglares, se encontraron con un escudero que volvía de cazar y que había matado un ciervo. Este escudero se había casado poco tiempo atrás y su padre, que ya era muy anciano, había sido el mejor caballero de aquellos contornos. Por la vejez no podía salir de casa, pero, aunque había perdido la vista, tenía una inteligencia tan experimentada y profunda que su ancianidad no era una carga para él. El escudero, que venía muy alegre, les preguntó de dónde venían y quiénes eran. Ellos dijeron que eran juglares.
»Al oír esto, se alegró mucho y les dijo que, como volvía tan contento de cazar, quería hacer una fiesta; les pidió que, pues tan buenos juglares parecían, le acompañasen aquella noche. Le contestaron los tres que no podían detenerse, porque hacía mucho tiempo que habían partido de su tierra para resolver un enigma y que, como no lo conseguían, querían regresar cuanto antes, por lo cual no podían quedarse con él aquella noche.
»Tantas veces les preguntó el escudero cuál era la pregunta, que tuvieron que decírsela. Cuando el escudero la supo, les dijo que, si su padre no podía darles la respuesta, nadie podría hacerlo. Luego les contó quién y cómo era su padre.
»Cuando Saladino, a quien el escudero tenía por un juglar, escuchó sus palabras, se puso muy contento y se fueron los tres con él. Al llegar a su casa, el escudero dijo a su padre que venía tan contento por haber cazado mucho y por haberse encontrado con aquellos tres juglares. También le dijo lo que andaban preguntando y le pidió que hiciera el favor de contestárselo, pues les había dicho que, si él no era capaz de responderles, nadie podría hacerlo.
»Cuando el anciano caballero lo oyó, supo que quien hacía esa pregunta no podía ser un juglar, y contestó a su hijo que les diría la respuesta después de comer. Así se lo dijo el escudero a Saladino, a quien tenía por un juglar, que se alegró mucho, aunque se impacientó bastante pues tenía que esperar, para conocer la respuesta, a que terminaran la comida.
»Cuando retiraron los manteles y los juglares hicieron cuanto sabían, el anciano caballero se dirigió a ellos, diciéndoles cómo su hijo le había contado que iban buscando la respuesta a una pregunta, sin que nadie hasta el momento hubiese podido dársela. Luego les pidió que le dijesen la pregunta, que él contestaría hasta donde pudiese.
»Entonces Saladino, vestido de juglar, le replicó que la pregunta era esta: cuál es la mejor cualidad que puede tener el hombre, y que es madre y cabeza de todas las demás virtudes.
»Al oír la pregunta, el anciano caballero comprendió en seguida de qué se trataba; también reconoció por la voz a Saladino, pues él había vivido mucho tiempo en su casa y había recibido de él muchas gracias y mercedes. Así, le contestó:
»-Amigo, lo primero que os diré es que jamás han entrado en mi casa juglares como vos. Sabed también que, hablando con justicia, debo agradeceros cuantos bienes he recibido de vos, aunque de esto no os diré más por el momento, hasta que pueda hablar con vos a solas, para que ninguno sepa nada de vuestra secreta intención. Pero, volviendo a vuestra pregunta, os digo que la mejor cualidad del hombre, que es madre y cabeza de todas las demás, es la vergüenza; pues por vergüenza sufre el hombre la muerte, que es lo peor que existe, y por vergüenza dejamos de hacer las cosas que no parecen buenas, aunque hubiéramos deseado muchísimo hacerlas. Por ello, en la vergüenza están el comienzo y el fin de todas las buenas cualidades, y por vergüenza nos alejamos de los vicios.
»Cuando Saladino oyó esto, comprendió que el anciano caballero tenía razón. Al ver que ya había encontrado respuesta para su pregunta, se puso muy alegre y se despidió de él y de su hijo, de los cuales habían sido huéspedes. Pero, antes de abandonar la casa, habló con el sultán el anciano caballero y le contó cómo sabía que era Saladino, recordándole y agradeciéndole las mercedes que de él había recibido. Padre e hijo le sirvieron en cuanto les fue posible, pero sin descubrir a los otros su personalidad.
»Ocurridas todas estas cosas, decidió Saladino volver a su tierra lo más pronto posible. Cuando llegó a su reino, fue muy bien recibido por todos, que le hicieron grandes agasajos y celebraron muchas fiestas por su venida.
»Terminadas las celebraciones, se encaminó Saladino a la casa de aquella honrada señora que le había formulado la pregunta. Al saber ella que el sultán se acercaba, lo recibió con muchos honores y le atendió muy bien en todo lo que pudo.
»Después de haber comido, Saladino entró en su habitación y mandó venir a la buena señora. Ella fue a él, Saladino le contó los trabajos que había pasado para encontrar respuesta a su pregunta, diciéndole que ya la había encontrado, y como él ya podía responderle, cumpliendo así lo que había prometido, debía ella cumplir también su parte. Le contestó ella que le rogaba que siguiera siendo fiel a su promesa y que contestara primero a su pregunta, pues si la respuesta convencía al propio Saladino, ella cumpliría todo lo prometido.
»Entonces Saladino le contestó que aceptaba esta última condición y le dijo que la respuesta a su anterior pregunta, de cuál era la mejor cualidad que podía tener el hombre, era esta: la mejor cualidad del hombre, y que es madre y cabeza de todas las virtudes, es la vergüenza.
»Cuando la honrada esposa oyó esto, se alegró mucho y dijo a Saladino:
»-Señor, ahora sé que decís la verdad y que habéis cumplido cuanto me prometisteis. Os ruego que me digáis, pues el rey siempre debe decir la verdad, si creéis que existe en el mundo alguien más justo que vos.
»Saladino le contestó que, aunque le daba vergüenza reconocerlo, como tenía que decir la verdad por ser rey, creía que era el más honrado y justo, no habiendo otro mejor que él.
»La honrada señora, al oír sus palabras, hincó sus rodillas en tierra y, postrada a sus pies, le dijo así, llorando amargamente:
»-Señor, vos me acabáis de decir dos grandes verdades: la primera, que sois el hombre más honrado y justo del mundo; la segunda, que la vergüenza es la prenda más excelsa que puede tener el hombre. Pues, señor, a vos, que sabéis todo esto y que sois el mejor y más bondadoso del mundo, os pido que queráis para vos la mejor de las cualidades, que es la vergüenza, y que, así, os dé rubor lo que me pedís.
»Al oír Saladino tales razones, comprendió cómo aquella esposa, por su bondad y su inteligencia, había sabido evitar que cometiera una grave falta, y dio gracias a Dios. Aunque el sultán la quería apasionadamente, desde aquel momento la quiso mucho más, pero con cariño leal y verdadero, como debe ser el que profese un señor virtuoso para con sus vasallos. Movido por las virtudes de aquella dama, mandó volver a su marido y les otorgó a ambos tantos honores y riquezas que todos sus descendientes vivieron muy felices.
»Sucedió todo esto por la honradez de aquella señora y porque gracias a ella todos supieron que la vergüenza es la mejor cualidad del hombre y, al mismo tiempo, madre y cabeza de todas las buenas cualidades.
»Pues vos, señor conde, me habéis preguntado cuál es la mejor cualidad del hombre, os respondo que es la vergüenza, pues por vergüenza el hombre es franco, esforzado y de buenas costumbres: por ella hace toda buena acción. Y tened por cierto que todas las cosas se hacen más por vergüenza que por desearlas. También por vergüenza deja el hombre de hacer todas las cosas malas que su voluntad le propone. Por ello, así como es muy bueno que el hombre sienta vergüenza si hace lo que no debe y deja de hacer lo que es debido, es muy malo y muy dañoso perderla. Debéis saber también cuánto yerra el que, habiendo hecho algo vergonzoso, no se sonroja por ello, al creer que nadie lo sabe. Estad seguro de que no hay nada que, por muy encubierto que parezca, no sea sabido tarde o temprano. Aunque, cuando haga un hombre algo vergonzoso, no sienta ningún rubor, debería pensar ese mismo hombre la vergüenza que pasará cuando se sepa. Y si de esto no siente vergüenza, deberá sentirla por él mismo, que sabe cuán vergonzosas son sus acciones. Si ni siquiera esto le preocupa, deberá pensar cuán desdichado es, pues sabe que, si un muchacho viera lo que hace, dejaría de hacerlo por vergüenza, aunque no sienta miedo ni vergüenza ante Dios, que todo lo sabe y todo lo ve, y que le dará el castigo que merezca por sus innobles acciones.
»Señor Conde Lucanor, ya os he respondido a la pregunta que me hicisteis, y con esta respuesta os he contestado a las cincuenta preguntas que me habéis hecho anteriormente. Tanto tiempo hemos pasado en ello que seguramente muchos de los vuestros estarán muy aburridos, sobre todo los que no sientan ningún placer en escucharme ni en aprender algo que pueda resultar provechoso para su alma o para el cuerpo. A estos les ocurre como a las bestias que van cargadas de oro, que sienten el peso que llevan encima y no sacan ningún provecho de su valor. Así, a ellos les aburre lo que oyen, sin aprovechar las enseñanzas que encierra. Por lo cual os digo que, en parte por esto y en parte también por el cansancio que me han producido las cincuenta respuestas que os he dado, no deseo que me hagáis más preguntas, pues con esta historia y con la siguiente quisiera poner fin a este libro.
Al conde le pareció esta historia muy buena. Sobre lo que Patronio dijo respecto a que no quería responder a más preguntas, contestó que buscaría algún medio para que fuera así.
Y como don Juan vio que esta historia era muy buena, la mandó escribir en este libro y compuso unos versos que dicen así:
Obra bien por vergüenza si quieres bien cumplir, que es la vergüenza madre de todo buen vivir.
FIN
EL CONDE LUCANOR
Juan Manuel
Cuento "L"
Lo que sucedió a Saladino con la mujer de un vasallo suyo
Hablaba otra vez el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:
-Patronio, bien sé yo que sois tan inteligente que nadie de esta tierra podría responder mejor que vos a lo que se le preguntase. Por ello os ruego que me digáis cuál es la mejor cualidad que puede tener el hombre. Os lo pregunto porque comprendo que son necesarias muchas virtudes para elegir lo mejor y hacerlo, pues, si solamente vemos lo que debe hacerse, pero no sabemos poner los medios para ejecutarlo, no aumentaremos mucho nuestra fama o prestigio. Como las cualidades son tantas, querría saber cuál es la principal, para tenerla siempre presente en mis decisiones.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, vos, por vuestra bondad, me elogiáis mucho y me decís siempre que soy muy inteligente. Pero, señor conde, creo que estáis confundido o equivocado. Pues sabed que no existe nada en el mundo en que tan fácilmente nos engañemos como en el conocimiento de las personas y de su inteligencia, ya que son dos cosas distintas, una, saber cómo es el hombre, y otra, ponderar su inteligencia. Para conocer cómo es la persona, hemos de observar cómo son las obras que cada uno hace para Dios y para el mundo, pues muchos parecen realizar buenas obras que no lo son, ya que su objeto es ganar la alabanza de las gentes. Tened por cierto que su falsa virtud les costará muy cara, pues se trata de algo que apenas dura un día y, sin embargo, los llevará al castigo eterno. Hay otros que hacen buenas obras en servicio y honra de Dios, sin preocuparse de vanidades mundanas, y aunque estos eligen la mejor parte, que nunca podrán perder, ni los unos ni los otros atienden los caminos de Dios y del mundo, por los que es necesario transitar.
»Para no descuidar ninguno de estos dos caminos, se necesitan muy buenas obras y sutil inteligencia, lo que es tan difícil de aunar como meter la mano en el fuego y sacarla sin quemaduras; pero, si el hombre cuenta con la ayuda de Dios y sabe, además, ayudarse a sí mismo, todo puede conseguirse, pues ha habido muchos buenos reyes y hombres santos que fueron justos ante Dios y ante el mundo. También os digo que, para saber quién es inteligente, hay que mirar bien las cosas, pues muchos dicen muy buenas palabras y hermosas sentencias, pero no llevan sus asuntos tan bien como les sería conveniente; otros, por el contrario, los gestionan de modo excelente, pero no quieren o no pueden decir tres palabras acertadas. Los hay también que hablan con mucha elegancia y saben desenvolverse, pero, como tienen mala intención, aunque encuentran siempre beneficio para ellos, sus obras perjudican a los demás. Sabed que de estos dicen las Escrituras que son como el loco que lleva una espada en la mano o como un mal príncipe que tiene mucho poder.
»Mas, para que vos y todos los hombres podáis conocer quién es bueno para Dios y para el mundo, quién es el inteligente, quién el de palabra fácil, quién el de buen entender, y así podáis escogerlo, conviene que no juzguéis a nadie sino por las buenas obras que haga durante largo tiempo y no por las hechas en un corto periodo, así como por el aumento o disminución de sus bienes; que en estas dos cosas se puede comprobar cuanto os dije antes.
»Todas estas razones os he dicho porque con mucha frecuencia me alabáis y destacáis mi inteligencia, pero estoy seguro de que, si pensáis en todas estas cosas, no me elogiaríais tanto.
»Para responder a la pregunta de cuál es la mejor cualidad que puede tener el hombre, me gustaría contaros lo que sucedió a Saladino con una dama muy honrada, mujer de un caballero vasallo suyo, y así sabríais cuál es la mejor condición de una persona.
El conde le preguntó lo que había sucedido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, Saladino era sultán de Babilonia y siempre llevaba un cortejo muy numeroso. Como una vez no se pudieron aposentar todos en la misma casa, él se alojó en la de un caballero. Cuando este vio a su señor, que era tan honrado y poderoso, en su casa, hizo cuanto pudo por complacerlo y servirlo, y lo mismo hicieron su mujer, sus hijos y sus hijas. Pero el diablo, que siempre busca la manera de confundir y hacer pecar a los hombres, hizo que Saladino se olvidase del respeto que se debía a sí mismo y a su vasallo y que se enamorara de aquella dama apasionadamente.
»Tanto la deseaba que llegó a pedir ayuda a un mal consejero, para que le indicara el modo de conseguirla. Sabed, señor conde, que todos deben pedir a Dios que guarde a su señor de malos deseos, pues, si llega a concebirlos y desea realizarlos, nunca faltará alguien que le aconseje mal y le ayude a ponerlos en práctica.
»Así le ocurrió a Saladino, que en seguida encontró quien le dijera cómo llegar hasta aquella dama. El mal consejero le sugirió que hiciera llamar al marido, que le concediese muchas riquezas y que lo pusiera al frente de un numeroso ejército, con el cual debería partir a lejanas tierras, en cualquier empresa del sultán. Cuando el caballero se hubiera alejado, Saladino podría cumplir sus propósitos.
»El ardid satisfizo mucho al sultán, que así lo hizo. Cuando el caballero ya había partido en servicio de su señor, pensando que había tenido mucha suerte y que quedaba muy amigo del sultán, Saladino se dirigió a casa del caballero. Al saber la honrada dama que venía otra vez a su casa, como había otorgado tanto merecimiento a su marido, recibió muy bien al sultán, al que sirvió y complació en cuanto pudieron ella y sus criados. Después de comer, Saladino entró en su cámara y pidió que viniese ella. La señora, creyendo que necesitaba algo, fue a la habitación del sultán. Al verla, Saladino le dijo que la amaba mucho. Ella, sin embargo, aunque comprendió muy bien sus intenciones, al oírle decir esto hizo como si no lo hubiera entendido, respondiéndole que se lo agradecía y que pedía a Dios que le diera larga y buena vida, pues bien sabía Dios con qué frecuencia le pedía por él, para que nunca corriese ningún peligro, cosa que debía hacer por ser él su señor y, sobre todo, por las mercedes otorgadas a su marido y a ella.
»Saladino le replicó que, aparte de eso, la amaba más que a ninguna otra mujer del mundo. Ella volvió a darle las gracias, como si no hubiera comprendido sus intenciones. ¿Para qué alargarlo más? El sultán le dijo el alcance de sus pretensiones y la dama, al oírlo, como era muy honrada y muy inteligente, le contestó a Saladino:
»-Señor, aunque soy una humilde mujer, sé que el amor no está en manos del hombre, sino este en manos del amor. También se que, si vos decís que me amáis tanto, puede ser verdad, pero sé también que, cuando a los hombres, sobre todo a los señores, les gusta una mujer, prometen hacer cuanto ella quiera, mas cuando la ven sin honra y escarnecida, la estiman en poco y, como es natural, ella queda burlada y deshonrada. Yo, señor, sospecho que eso mismo me ocurrirá a mí.
»Saladino intentó convencerla, jurando que haría cuanto ella quisiese para que siempre viviera felizmente. Cuando oyó decir esto al sultán, la buena esposa le respondió que, si él le prometía hacer, antes de forzarla y deshonrarla, lo que le iba a pedir, ella haría todo lo que él quisiese, una vez cumplida su promesa.
»Le contestó Saladino diciendo que temía que le pidiera no tratar nunca más de este asunto, pero ella le respondió que no se trataría de eso ni de nada que no pudiera hacerse. Saladino, entonces, se lo prometió. La honrada dama le besó la mano y los pies, y le dijo que lo único que quería era que le dijese cuál era la mejor cualidad del hombre, la que era madre y cabeza de todas las demás virtudes.
»Cuando el sultán oyó esto, se puso a pensar la respuesta con mucho interés, pero no se le ocurría ninguna. Como le había prometido no tocarla hasta cumplir lo pactado, le pidió algún tiempo para pensar. Ella le respondió que haría todo lo que él mandase en el momento que le contestara a su pregunta, sin fijar un plazo para ello.
»Así ocurrió entre ellos. Saladino se volvió con los suyos y, como si fuera por otro motivo, preguntó a todos sus sabios. Unos le contestaron que la mejor cualidad del hombre era un alma buena. Otros afamaban que eso podía ser verdad para el otro mundo, pero que sólo la bondad de corazón no era lo mejor para este. Otros sabios opinaban que lo mejor era la lealtad, aunque había quienes opinaban que, siendo la lealtad muy buena, se podía ser al mismo tiempo fiel y cobarde, o mezquino, o lascivo, o de malas costumbres, por lo que se necesitaba ser algo más que simplemente fiel. Esto mismo ocurría con todas las buenas cualidades, sin poder encontrar respuesta a la pregunta de Saladino.
»Al ver el sultán que no encontraba en su tierra quien pudiera responderle, llamó a dos juglares para irse con ellos por el mundo sin que nadie lo reconociese. Y así, en secreto, cruzó el mar, dirigiéndose a Roma, que es donde se reúnen todos los cristianos. Por mucho que preguntó, nadie supo responderle. Después pasó a la corte del rey de Francia y a las de otros reyes, pero no encontró la respuesta. Así fue transcurriendo tanto tiempo, que hasta llegó a arrepentirse de su empresa.
»Si hubiera sido sólo por conseguir a aquella dama, ya lo habría dejado, pero, como era tan poderoso, pensaba que sería una deshonra abandonar lo que ya había empezado, pues sin duda es grave humillación para un gran hombre dejar lo que se ha iniciado, con tal de que no sea pecado; pero, si abandona por miedo o por el trabajo que cuesta, le resultará vergonzoso. Por eso Saladino no cejaba en aquel empeño, que lo había llevado fuera de su reino.
»Sucedió que un día, andando por un camino con los dos juglares, se encontraron con un escudero que volvía de cazar y que había matado un ciervo. Este escudero se había casado poco tiempo atrás y su padre, que ya era muy anciano, había sido el mejor caballero de aquellos contornos. Por la vejez no podía salir de casa, pero, aunque había perdido la vista, tenía una inteligencia tan experimentada y profunda que su ancianidad no era una carga para él. El escudero, que venía muy alegre, les preguntó de dónde venían y quiénes eran. Ellos dijeron que eran juglares.
»Al oír esto, se alegró mucho y les dijo que, como volvía tan contento de cazar, quería hacer una fiesta; les pidió que, pues tan buenos juglares parecían, le acompañasen aquella noche. Le contestaron los tres que no podían detenerse, porque hacía mucho tiempo que habían partido de su tierra para resolver un enigma y que, como no lo conseguían, querían regresar cuanto antes, por lo cual no podían quedarse con él aquella noche.
»Tantas veces les preguntó el escudero cuál era la pregunta, que tuvieron que decírsela. Cuando el escudero la supo, les dijo que, si su padre no podía darles la respuesta, nadie podría hacerlo. Luego les contó quién y cómo era su padre.
»Cuando Saladino, a quien el escudero tenía por un juglar, escuchó sus palabras, se puso muy contento y se fueron los tres con él. Al llegar a su casa, el escudero dijo a su padre que venía tan contento por haber cazado mucho y por haberse encontrado con aquellos tres juglares. También le dijo lo que andaban preguntando y le pidió que hiciera el favor de contestárselo, pues les había dicho que, si él no era capaz de responderles, nadie podría hacerlo.
»Cuando el anciano caballero lo oyó, supo que quien hacía esa pregunta no podía ser un juglar, y contestó a su hijo que les diría la respuesta después de comer. Así se lo dijo el escudero a Saladino, a quien tenía por un juglar, que se alegró mucho, aunque se impacientó bastante pues tenía que esperar, para conocer la respuesta, a que terminaran la comida.
»Cuando retiraron los manteles y los juglares hicieron cuanto sabían, el anciano caballero se dirigió a ellos, diciéndoles cómo su hijo le había contado que iban buscando la respuesta a una pregunta, sin que nadie hasta el momento hubiese podido dársela. Luego les pidió que le dijesen la pregunta, que él contestaría hasta donde pudiese.
»Entonces Saladino, vestido de juglar, le replicó que la pregunta era esta: cuál es la mejor cualidad que puede tener el hombre, y que es madre y cabeza de todas las demás virtudes.
»Al oír la pregunta, el anciano caballero comprendió en seguida de qué se trataba; también reconoció por la voz a Saladino, pues él había vivido mucho tiempo en su casa y había recibido de él muchas gracias y mercedes. Así, le contestó:
»-Amigo, lo primero que os diré es que jamás han entrado en mi casa juglares como vos. Sabed también que, hablando con justicia, debo agradeceros cuantos bienes he recibido de vos, aunque de esto no os diré más por el momento, hasta que pueda hablar con vos a solas, para que ninguno sepa nada de vuestra secreta intención. Pero, volviendo a vuestra pregunta, os digo que la mejor cualidad del hombre, que es madre y cabeza de todas las demás, es la vergüenza; pues por vergüenza sufre el hombre la muerte, que es lo peor que existe, y por vergüenza dejamos de hacer las cosas que no parecen buenas, aunque hubiéramos deseado muchísimo hacerlas. Por ello, en la vergüenza están el comienzo y el fin de todas las buenas cualidades, y por vergüenza nos alejamos de los vicios.
»Cuando Saladino oyó esto, comprendió que el anciano caballero tenía razón. Al ver que ya había encontrado respuesta para su pregunta, se puso muy alegre y se despidió de él y de su hijo, de los cuales habían sido huéspedes. Pero, antes de abandonar la casa, habló con el sultán el anciano caballero y le contó cómo sabía que era Saladino, recordándole y agradeciéndole las mercedes que de él había recibido. Padre e hijo le sirvieron en cuanto les fue posible, pero sin descubrir a los otros su personalidad.
»Ocurridas todas estas cosas, decidió Saladino volver a su tierra lo más pronto posible. Cuando llegó a su reino, fue muy bien recibido por todos, que le hicieron grandes agasajos y celebraron muchas fiestas por su venida.
»Terminadas las celebraciones, se encaminó Saladino a la casa de aquella honrada señora que le había formulado la pregunta. Al saber ella que el sultán se acercaba, lo recibió con muchos honores y le atendió muy bien en todo lo que pudo.
»Después de haber comido, Saladino entró en su habitación y mandó venir a la buena señora. Ella fue a él, Saladino le contó los trabajos que había pasado para encontrar respuesta a su pregunta, diciéndole que ya la había encontrado, y como él ya podía responderle, cumpliendo así lo que había prometido, debía ella cumplir también su parte. Le contestó ella que le rogaba que siguiera siendo fiel a su promesa y que contestara primero a su pregunta, pues si la respuesta convencía al propio Saladino, ella cumpliría todo lo prometido.
»Entonces Saladino le contestó que aceptaba esta última condición y le dijo que la respuesta a su anterior pregunta, de cuál era la mejor cualidad que podía tener el hombre, era esta: la mejor cualidad del hombre, y que es madre y cabeza de todas las virtudes, es la vergüenza.
»Cuando la honrada esposa oyó esto, se alegró mucho y dijo a Saladino:
»-Señor, ahora sé que decís la verdad y que habéis cumplido cuanto me prometisteis. Os ruego que me digáis, pues el rey siempre debe decir la verdad, si creéis que existe en el mundo alguien más justo que vos.
»Saladino le contestó que, aunque le daba vergüenza reconocerlo, como tenía que decir la verdad por ser rey, creía que era el más honrado y justo, no habiendo otro mejor que él.
»La honrada señora, al oír sus palabras, hincó sus rodillas en tierra y, postrada a sus pies, le dijo así, llorando amargamente:
»-Señor, vos me acabáis de decir dos grandes verdades: la primera, que sois el hombre más honrado y justo del mundo; la segunda, que la vergüenza es la prenda más excelsa que puede tener el hombre. Pues, señor, a vos, que sabéis todo esto y que sois el mejor y más bondadoso del mundo, os pido que queráis para vos la mejor de las cualidades, que es la vergüenza, y que, así, os dé rubor lo que me pedís.
»Al oír Saladino tales razones, comprendió cómo aquella esposa, por su bondad y su inteligencia, había sabido evitar que cometiera una grave falta, y dio gracias a Dios. Aunque el sultán la quería apasionadamente, desde aquel momento la quiso mucho más, pero con cariño leal y verdadero, como debe ser el que profese un señor virtuoso para con sus vasallos. Movido por las virtudes de aquella dama, mandó volver a su marido y les otorgó a ambos tantos honores y riquezas que todos sus descendientes vivieron muy felices.
»Sucedió todo esto por la honradez de aquella señora y porque gracias a ella todos supieron que la vergüenza es la mejor cualidad del hombre y, al mismo tiempo, madre y cabeza de todas las buenas cualidades.
»Pues vos, señor conde, me habéis preguntado cuál es la mejor cualidad del hombre, os respondo que es la vergüenza, pues por vergüenza el hombre es franco, esforzado y de buenas costumbres: por ella hace toda buena acción. Y tened por cierto que todas las cosas se hacen más por vergüenza que por desearlas. También por vergüenza deja el hombre de hacer todas las cosas malas que su voluntad le propone. Por ello, así como es muy bueno que el hombre sienta vergüenza si hace lo que no debe y deja de hacer lo que es debido, es muy malo y muy dañoso perderla. Debéis saber también cuánto yerra el que, habiendo hecho algo vergonzoso, no se sonroja por ello, al creer que nadie lo sabe. Estad seguro de que no hay nada que, por muy encubierto que parezca, no sea sabido tarde o temprano. Aunque, cuando haga un hombre algo vergonzoso, no sienta ningún rubor, debería pensar ese mismo hombre la vergüenza que pasará cuando se sepa. Y si de esto no siente vergüenza, deberá sentirla por él mismo, que sabe cuán vergonzosas son sus acciones. Si ni siquiera esto le preocupa, deberá pensar cuán desdichado es, pues sabe que, si un muchacho viera lo que hace, dejaría de hacerlo por vergüenza, aunque no sienta miedo ni vergüenza ante Dios, que todo lo sabe y todo lo ve, y que le dará el castigo que merezca por sus innobles acciones.
»Señor Conde Lucanor, ya os he respondido a la pregunta que me hicisteis, y con esta respuesta os he contestado a las cincuenta preguntas que me habéis hecho anteriormente. Tanto tiempo hemos pasado en ello que seguramente muchos de los vuestros estarán muy aburridos, sobre todo los que no sientan ningún placer en escucharme ni en aprender algo que pueda resultar provechoso para su alma o para el cuerpo. A estos les ocurre como a las bestias que van cargadas de oro, que sienten el peso que llevan encima y no sacan ningún provecho de su valor. Así, a ellos les aburre lo que oyen, sin aprovechar las enseñanzas que encierra. Por lo cual os digo que, en parte por esto y en parte también por el cansancio que me han producido las cincuenta respuestas que os he dado, no deseo que me hagáis más preguntas, pues con esta historia y con la siguiente quisiera poner fin a este libro.
Al conde le pareció esta historia muy buena. Sobre lo que Patronio dijo respecto a que no quería responder a más preguntas, contestó que buscaría algún medio para que fuera así.
Y como don Juan vio que esta historia era muy buena, la mandó escribir en este libro y compuso unos versos que dicen así:
Obra bien por vergüenza si quieres bien cumplir, que es la vergüenza madre de todo buen vivir.
FIN
domingo, julio 23, 2006
MINGOTE
sábado, julio 22, 2006
EL RUIDO DE UN TRUENO
Decir que Ray Bradbury es un escritor de ciencia ficción y fantasía es demasiado simple. Como muestra he aquí un trueno, uno que podría ser de los que desearíamos en este caluroso verano, como todos los veranos, pero de otra índole...
El ruido de un trueno
Ray Bradbury
El anuncio en la pared parecía temblar bajo una móvil película de agua caliente. Eckels sintió que parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad: SAFARI EN EL TIEMPO S.A. SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO. USTED ELIGE EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLÍ, USTED LO MATA.
Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras alzaba lentamente la mano, y la mano se movió con un cheque de diez mil dólares ante el hombre del escritorio.
-¿Este safari garantiza que yo regrese vivo?
-No garantizamos nada -dijo el oficial-, excepto los dinosaurios. -Se volvió-. Este es el señor Travis, su guía safari en el pasado. Él le dirá a qué debe disparar y en qué momento. Si usted desobedece sus instrucciones, hay una multa de otros diez mil dólares, además de una posible acción del gobierno, a la vuelta.
Eckels miró en el otro extremo de la vasta oficina la confusa maraña zumbante de cables y cajas de acero, y el aura ya anaranjada, ya plateada, ya azul. Era como el sonido de una gigantesca hoguera donde ardía el tiempo, todos los años y todos los calendarios de pergamino, todas las horas apiladas en llamas. El roce de una mano, y este fuego se volvería maravillosamente, y en un instante, sobre sí mismo. Eckels recordó las palabras de los anuncios en la carta. De las brasas y cenizas, del polvo y los carbones, como doradas salamandras, saltarán los viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el aire, las canas se volverán negro ébano, las arrugas desaparecerán. Todo regresará volando a la semilla, huirá de la muerte, retornará a sus principios; los soles se elevarán en los cielos occidentales y se pondrán en orientes gloriosos, las lunas se devorarán al revés a sí mismas, todas las cosas se meterán unas en otras como cajas chinas, los conejos entrarán en los sombreros, todo volverá a la fresca muerte, la muerte en la semilla, la muerte verde, al tiempo anterior al comienzo. Bastará el roce de una mano, el más leve roce de una mano.
-¡Infierno y condenación! -murmuró Eckels con la luz de la máquina en el rostro delgado-. Una verdadera máquina del tiempo. -Sacudió la cabeza-. Lo hace pensar a uno. Si la elección hubiera ido mal ayer, yo quizá estaría aquí huyendo de los resultados. Gracias a Dios ganó Keith. Será un buen presidente.
-Sí -dijo el hombre detrás del escritorio-. Tenemos suerte. Si Deutscher hubiese ganado, tendríamos la peor de las dictaduras. Es el antitodo, militarista, anticristo, antihumano, antintelectual. La gente nos llamó, ya sabe usted, bromeando, pero no enteramente. Decían que si Deutscher era presidente, querían ir a vivir a 1492. Por supuesto, no nos ocupamos de organizar evasiones, sino safaris. De todos modos, el presidente es Keith. Ahora su única preocupación es...
Eckels terminó la frase:
-Matar mi dinosaurio.
-Un Tyrannosaurus rex. El lagarto del Trueno, el más terrible monstruo de la historia. Firme este permiso. Si le pasa algo, no somos responsables. Estos dinosaurios son voraces.
Eckels enrojeció, enojado.
-¿Trata de asustarme?
-Francamente, sí. No queremos que vaya nadie que sienta pánico al primer tiro. El año pasado murieron seis jefes de safari y una docena de cazadores. Vamos a darle a usted la más extraordinaria emoción que un cazador pueda pretender. Lo enviaremos sesenta millones de años atrás para que disfrute de la mayor y más emocionante cacería de todos los tiempos. Su cheque está todavía aquí. Rómpalo.
El señor Eckels miró el cheque largo rato. Se le retorcían los dedos.
-Buena suerte -dijo el hombre detrás del mostrador-. El señor Travis está a su disposición.
Cruzaron el salón silenciosamente, llevando los fusiles, hacia la Máquina, hacia el metal plateado y la luz rugiente.
Primero un día y luego una noche y luego un día y luego una noche, y luego día-noche-día-noche-día. Una semana, un mes, un año, ¡una década! 2055, 2019, ¡1999! ¡1957! ¡Desaparecieron! La Máquina rugió. Se pusieron los cascos de oxígeno y probaron los intercomunicadores. Eckels se balanceaba en el asiento almohadillado, con el rostro pálido y duro. Sintió un temblor en los brazos y bajó los ojos y vio que sus manos apretaban el fusil. Había otros cuatro hombres en esa máquina. Travis, el jefe del safari, su asistente, Lesperance, y dos otros cazadores, Billings y Kramer. Se miraron unos a otros y los años llamearon alrededor.
-¿Estos fusiles pueden matar a un dinosaurio de un tiro? -se oyó decir a Eckels.
-Si da usted en el sitio preciso -dijo Travis por la radio del casco-. Algunos dinosaurios tienen dos cerebros, uno en la cabeza, otro en la columna espinal. No les tiraremos a éstos, y tendremos más probabilidades. Aciérteles con los dos primeros tiros a los ojos, si puede, cegándolo, y luego dispare al cerebro.
La máquina aulló. El tiempo era una película que corría hacia atrás. Pasaron soles, y luego diez millones de lunas.
-Dios santo -dijo Eckels-. Los cazadores de todos los tiempos nos envidiarían hoy. África al lado de esto parece Illinois.
El sol se detuvo en el cielo.
La niebla que había envuelto la Máquina se desvaneció. Se encontraban en los viejos tiempos, tiempos muy viejos en verdad, tres cazadores y dos jefes de safari con sus metálicos rifles azules en las rodillas.
-Cristo no ha nacido aún -dijo Travis-. Moisés no ha subido a la montaña a hablar con Dios. Las pirámides están todavía en la tierra, esperando. Recuerde que Alejandro, Julio César, Napoleón, Hitler... no han existido.
Los hombres asintieron con movimientos de cabeza.
-Eso -señaló el señor Travis- es la jungla de sesenta millones dos mil cincuenta y cinco años antes del presidente Keith.
Mostró un sendero de metal que se perdía en la vegetación salvaje, sobre pantanos humeantes, entre palmeras y helechos gigantescos.
-Y eso -dijo- es el Sendero, instalado por Safari en el Tiempo para su provecho. Flota a diez centímetros del suelo. No toca ni siquiera una brizna, una flor o un árbol. Es de un metal antigravitatorio. El propósito del Sendero es impedir que toque usted este mundo del pasado de algún modo. No se salga del Sendero. Repito. No se salga de él. ¡Por ningún motivo! Si se cae del Sendero hay una multa. Y no tire contra ningún animal que nosotros no aprobemos.
-¿Por qué? -preguntó Eckels. Estaban en la antigua selva. Unos pájaros lejanos gritaban en el viento, y había un olor de alquitrán y viejo mar salado, hierbas húmedas y flores de color de sangre.
-No queremos cambiar el futuro. Este mundo del pasado no es el nuestro. Al gobierno no le gusta que estemos aquí. Tenemos que dar mucho dinero para conservar nuestras franquicias. Una máquina del tiempo es un asunto delicado. Podemos matar inadvertidamente un animal importante, un pajarito, un coleóptero, aun una flor, destruyendo así un eslabón importante en la evolución de las especies.
-No me parece muy claro -dijo Eckels.
-Muy bien -continuó Travis-, digamos que accidentalmente matamos aquí un ratón. Eso significa destruir las futuras familias de este individuo, ¿entiende?
-Entiendo.
-¡Y todas las familias de las familias de ese individuo! Con sólo un pisotón aniquila usted primero uno, luego una docena, luego mil, un millón, ¡un billón de posibles ratones!
-Bueno, ¿y eso qué? -inquirió Eckels.
-¿Eso qué? -gruñó suavemente Travis-. ¿Qué pasa con los zorros que necesitan esos ratones para sobrevivir? Por falta de diez ratones muere un zorro. Por falta de diez zorros, un león muere de hambre. Por falta de un león, especies enteras de insectos, buitres, infinitos billones de formas de vida son arrojadas al caos y la destrucción. Al final todo se reduce a esto: cincuenta y nueve millones de años más tarde, un hombre de las cavernas, uno de la única docena que hay en todo el mundo, sale a cazar un jabalí o un tigre para alimentarse. Pero usted, amigo, ha aplastado con el pie a todos los tigres de esa zona al haber pisado un ratón. Así que el hombre de las cavernas se muere de hambre. Y el hombre de las cavernas, no lo olvide, no es un hombre que pueda desperdiciarse, ¡no! Es toda una futura nación. De él nacerán diez hijos. De ellos nacerán cien hijos, y así hasta llegar a nuestros días. Destruya usted a este hombre, y destruye usted una raza, un pueblo, toda una historia viviente. Es como asesinar a uno de los nietos de Adán. El pie que ha puesto usted sobre el ratón desencadenará así un terremoto, y sus efectos sacudirán nuestra tierra y nuestros destinos a través del tiempo, hasta sus raíces. Con la muerte de ese hombre de las cavernas, un billón de otros hombres no saldrán nunca de la matriz. Quizás Roma no se alce nunca sobre las siete colinas. Quizá Europa sea para siempre un bosque oscuro, y sólo crezca Asia saludable y prolífica. Pise usted un ratón y aplastará las pirámides. Pise un ratón y dejará su huella, como un abismo en la eternidad. La reina Isabel no nacerá nunca, Washington no cruzará el Delaware, nunca habrá un país llamado Estados Unidos. Tenga cuidado. No se salga del Sendero. ¡Nunca pise afuera!
-Ya veo -dijo Eckels-. Ni siquiera debemos pisar la hierba.
-Correcto. Al aplastar ciertas plantas quizá sólo sumemos factores infinitesimales. Pero un pequeño error aquí se multiplicará en sesenta millones de años hasta alcanzar proporciones extraordinarias. Por supuesto, quizá nuestra teoría esté equivocada. Quizá nosotros no podamos cambiar el tiempo. O tal vez sólo pueda cambiarse de modos muy sutiles. Quizá un ratón muerto aquí provoque un desequilibrio entre los insectos de allá, una desproporción en la población más tarde, una mala cosecha luego, una depresión, hambres colectivas, y, finalmente, un cambio en la conducta social de alejados países. O aun algo mucho más sutil. Quizá sólo un suave aliento, un murmullo, un cabello, polen en el aire, un cambio tan, tan leve que uno podría notarlo sólo mirando de muy cerca. ¿Quién lo sabe? ¿Quién puede decir realmente que lo sabe? No nosotros. Nuestra teoría no es más que una hipótesis. Pero mientras no sepamos con seguridad si nuestros viajes por el tiempo pueden terminar en un gran estruendo o en un imperceptible crujido, tenemos que tener mucho cuidado. Esta máquina, este sendero, nuestros cuerpos y nuestras ropas han sido esterilizados, como usted sabe, antes del viaje. Llevamos estos cascos de oxígeno para no introducir nuestras bacterias en una antigua atmósfera.
-¿Cómo sabemos qué animales podemos matar?
-Están marcados con pintura roja -dijo Travis-. Hoy, antes de nuestro viaje, enviamos aquí a Lesperance con la Máquina. Vino a esta Era particular y siguió a ciertos animales.
-¿Para estudiarlos?
-Exactamente -dijo Travis-. Los rastreó a lo largo de toda su existencia, observando cuáles vivían mucho tiempo. Muy pocos. Cuántas veces se acoplaban. Pocas. La vida es breve. Cuando encontraba alguno que iba a morir aplastado por un árbol u otro que se ahogaba en un pozo de alquitrán, anotaba la hora exacta, el minuto y el segundo, y le arrojaba una bomba de pintura que le manchaba de rojo el costado. No podemos equivocarnos. Luego midió nuestra llegada al pasado de modo que no nos encontremos con el monstruo más de dos minutos antes de aquella muerte. De este modo, sólo matamos animales sin futuro, que nunca volverán a acoplarse. ¿Comprende qué cuidadosos somos?
-Pero si ustedes vinieron esta mañana -dijo Eckels ansiosamente-, debían haberse encontrado con nosotros, nuestro safari. ¿Qué ocurrió? ¿Tuvimos éxito? ¿Salimos todos... vivos?
Travis y Lesperance se miraron.
-Eso hubiese sido una paradoja -habló Lesperance-. El tiempo no permite esas confusiones..., un hombre que se encuentra consigo mismo. Cuando va a ocurrir algo parecido, el tiempo se hace a un lado. Como un avión que cae en un pozo de aire. ¿Sintió usted ese salto de la Máquina, poco antes de nuestra llegada? Estábamos cruzándonos con nosotros mismos que volvíamos al futuro. No vimos nada. No hay modo de saber si esta expedición fue un éxito, si cazamos nuestro monstruo, o si todos nosotros, y usted, señor Eckels, salimos con vida.
Eckels sonrió débilmente.
-Dejemos esto -dijo Travis con brusquedad-. ¡Todos de pie! Se prepararon a dejar la Máquina. La jungla era alta y la jungla era ancha y la jungla era todo el mundo para siempre y para siempre. Sonidos como música y sonidos como lonas voladoras llenaban el aire: los pterodáctilos que volaban con cavernosas alas grises, murciélagos gigantescos nacidos del delirio de una noche febril. Eckels, guardando el equilibrio en el estrecho sendero, apuntó con su rifle, bromeando.
-¡No haga eso! -dijo Travis.- ¡No apunte ni siquiera en broma, maldita sea! Si se le dispara el arma...
Eckels enrojeció.
- ¿Dónde está nuestro Tyrannosaurus?
- Lesperance miró su reloj de pulsera.
-Adelante. Nos cruzaremos con él dentro de sesenta segundos. Busque la pintura roja, por Cristo. No dispare hasta que se lo digamos. Quédese en el Sendero. ¡Quédese en el Sendero!
Se adelantaron en el viento de la mañana.
-Qué raro -murmuró Eckels-. Allá delante, a sesenta millones de años, ha pasado el día de elección. Keith es presidente. Todos celebran. Y aquí, ellos no existen aún. Las cosas que nos preocuparon durante meses, toda una vida, no nacieron ni fueron pensadas aún.
-¡Levanten el seguro, todos! -ordenó Travis-. Usted dispare primero, Eckels. Luego, Billings. Luego, Kramer.
-He cazado tigres, jabalíes, búfalos, elefantes, pero esto, Jesús, esto es caza -comentó Eckels -. Tiemblo como un niño.
- Ah -dijo Travis.
-Todos se detuvieron.
Travis alzó una mano.
-Ahí adelante -susurró-. En la niebla. Ahí está Su Alteza Real.
La jungla era ancha y llena de gorjeos, crujidos, murmullos y suspiros. De pronto todo cesó, como si alguien hubiese cerrado una puerta.
Silencio.
El ruido de un trueno.
De la niebla, a cien metros de distancia, salió el Tyrannosaurus rex.
-Jesucristo -murmuró Eckels.
-¡Chist!
Venía a grandes trancos, sobre patas aceitadas y elásticas. Se alzaba diez metros por encima de la mitad de los árboles, un gran dios del mal, apretando las delicadas garras de relojero contra el oleoso pecho de reptil. Cada pata inferior era un pistón, quinientos kilos de huesos blancos, hundidos en gruesas cuerdas de músculos, encerrados en una vaina de piel centelleante y áspera, como la cota de malla de un guerrero terrible. Cada muslo era una tonelada de carne, marfil y acero. Y de la gran caja de aire del torso colgaban los dos brazos delicados, brazos con manos que podían alzar y examinar a los hombres como juguetes, mientras el cuello de serpiente se retorcía sobre sí mismo. Y la cabeza, una tonelada de piedra esculpida que se alzaba fácilmente hacia el cielo, En la boca entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas. Los ojos giraban en las órbitas, ojos vacíos, que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la boca en una mueca de muerte. Corría, y los huesos de la pelvis hacían a un lado árboles y arbustos, y los pies se hundían en la tierra dejando huellas de quince centímetros de profundidad. Corría como si diese unos deslizantes pasos de baile, demasiado erecto y en equilibrio para sus diez toneladas. Entró fatigadamente en el área de sol, y sus hermosas manos de reptil tantearon el aire.
-¡Dios mío! -Eckels torció la boca-. Puede incorporarse y alcanzar la luna.
-¡Chist! -Travis sacudió bruscamente la cabeza-. Todavía no nos vio.
-No es posible matarlo. -Eckels emitió con serenidad este veredicto, como si fuese indiscutible. Había visto la evidencia y ésta era su razonada opinión. El arma en sus manos parecía un rifle de aire comprimido-. Hemos sido unos locos. Esto es imposible.
-¡Cállese! -siseó Travis.
-Una pesadilla.
-Dé media vuelta -ordenó Travis-. Vaya tranquilamente hasta la máquina. Le devolveremos la mitad del dinero.
-No imaginé que sería tan grande -dijo Eckels-. Calculé mal. Eso es todo. Y ahora quiero irme.
-¡Nos vio!
-¡Ahí está la pintura roja en el pecho!
El Lagarto del Trueno se incorporó. Su armadura brilló como mil monedas verdes. Las monedas, embarradas, humeaban. En el barro se movían diminutos insectos, de modo que todo el cuerpo parecía retorcerse y ondular, aun cuando el monstruo mismo no se moviera. El monstruo resopló. Un hedor de carne cruda cruzó la jungla.
-Sáquenme de aquí -pidió Eckels-. Nunca fue como esta vez. Siempre supe que saldría vivo. Tuve buenos guías, buenos safaris, y protección. Esta vez me he equivocado. Me he encontrado con la horma de mi zapato, y lo admito. Esto es demasiado para mí.
-No corra -dijo Lesperance-. Vuélvase. Ocúltese en la Máquina. -Sí.
Eckels parecía aturdido. Se miró los pies como si tratara de moverlos. Lanzó un gruñido de desesperanza.
-¡Eckels!
Eckels dio unos pocos pasos, parpadeando, arrastrando los pies. -¡Por ahí no!
El monstruo, al advertir un movimiento, se lanzó hacia adelante con un grito terrible. En cuatro segundos cubrió cien metros. Los rifles se alzaron y llamearon. De la boca del monstruo salió un torbellino que los envolvió con un olor de barro y sangre vieja. El monstruo rugió con los dientes brillantes al sol.
Eckels, sin mirar atrás, caminó ciegamente hasta el borde del Sendero, con el rifle que le colgaba de los brazos. Salió del Sendero, y caminó, y caminó por la jungla. Los pies se le hundieron en un musgo verde. Lo llevaban las piernas, y se sintió solo y alejado de lo que ocurría atrás.
Los rifles dispararon otra vez. El ruido se perdió en chillidos y truenos. La gran palanca de la cola del reptil se alzó sacudiéndose. Los árboles estallaron en nubes de hojas y ramas. El monstruo retorció sus manos de joyero y las bajó como para acariciar a los hombres, para partirlos en dos, aplastarlos como cerezas, meterlos entre los dientes y en la rugiente garganta. Sus ojos de canto rodado bajaron a la altura de los hombres, que vieron sus propias imágenes. Dispararon sus armas contra las pestañas metálicas y los brillantes iris negros.
Como un ídolo de piedra, como el desprendimiento de una montaña, el Tyrannosaurus cayó. Con un trueno, se abrazó a unos árboles, los arrastró en su caída. Torció y quebró el Sendero de Metal. Los hombres retrocedieron alejándose. El cuerpo golpeó el suelo, diez toneladas de carne fría y piedra. Los rifles dispararon. El monstruo azotó el aire con su cola acorazada, retorció sus mandíbulas de serpiente, y ya no se movió. Una fuente de sangre le brotó de la garganta. En alguna parte, adentro, estalló un saco de fluidos. Unas bocanadas nauseabundas empaparon a los cazadores. Los hombres se quedaron mirándolo, rojos y resplandecientes.
El trueno se apagó.
La jungla estaba en silencio. Luego de la tormenta, una gran paz. Luego de la pesadilla, la mañana.
Billings y Kramer se sentaron en el sendero y vomitaron. Travis y Lesperance, de pie, sosteniendo aún los rifles humeantes, juraban continuamente.
En la Máquina del Tiempo, cara abajo, yacía Eckels, estremeciéndose. Había encontrado el camino de vuelta al Sendero y había subido a la Máquina. Travis se acercó, lanzó una ojeada a Eckels, sacó unos trozos de algodón de una caja metálica y volvió junto a los otros, sentados en el Sendero.
-Límpiense.
Limpiaron la sangre de los cascos. El monstruo yacía como una loma de carne sólida. En su interior uno podía oír los suspiros y murmullos a medida que morían las más lejanas de las cámaras, y los órganos dejaban de funcionar, y los líquidos corrían un último instante de un receptáculo a una cavidad, a una glándula, y todo se cerraba para siempre. Era como estar junto a una locomotora estropeada o una excavadora de vapor en el momento en que se abren las válvulas o se las cierra herméticamente. Los huesos crujían. La propia carne, perdido el equilibrio, cayó como peso muerto sobre los delicados antebrazos, quebrándolos.
Otro crujido. Allá arriba, la gigantesca rama de un árbol se rompió y cayó. Golpeó a la bestia muerta como algo final.
-Ahí está- Lesperance miró su reloj-. Justo a tiempo. Ese es el árbol gigantesco que originalmente debía caer y matar al animal.
Miró a los dos cazadores: ¿Quieren la fotografía trofeo?
-¿Qué?
-No podemos llevar un trofeo al futuro. El cuerpo tiene que quedarse aquí donde hubiese muerto originalmente, de modo que los insectos, los pájaros y las bacterias puedan vivir de él, como estaba previsto. Todo debe mantener su equilibrio. Dejamos el cuerpo. Pero podemos llevar una foto con ustedes al lado.
Los dos hombres trataron de pensar, pero al fin sacudieron la cabeza. Caminaron a lo largo del Sendero de metal. Se dejaron caer de modo cansino en los almohadones de la Máquina. Miraron otra vez el monstruo caído, el monte paralizado, donde unos raros pájaros reptiles y unos insectos dorados trabajaban ya en la humeante armadura.
Un sonido en el piso de la Máquina del Tiempo los endureció. Eckels estaba allí, temblando.
-Lo siento -dijo al fin.
-¡Levántese! -gritó Travis.
Eckels se levantó.
-¡Vaya por ese sendero, solo! -agregó Travis, apuntando con el rifle-. Usted no volverá a la Máquina. ¡Lo dejaremos aquí!
Lesperance tomó a Travis por el brazo. -Espera...
-¡No te metas en esto! -Travis se sacudió apartando la mano-. Este hijo de perra casi nos mata. Pero eso no es bastante. Diablo, no. ¡Sus zapatos! ¡Míralos! Salió del Sendero. ¡Dios mío, estamos arruinados Cristo sabe qué multa nos pondrán. ¡Decenas de miles de dólares! Garantizamos que nadie dejaría el Sendero. Y él lo dejó. ¡Oh, condenado tonto! Tendré que informar al gobierno. Pueden hasta quitarnos la licencia. ¡Dios sabe lo que le ha hecho al tiempo, a la Historia!
-Cálmate. Sólo pisó un poco de barro.
-¿Cómo podemos saberlo? -gritó Travis-. ¡No sabemos nada! ¡Es un condenado misterio! ¡Fuera de aquí, Eckels!
Eckels buscó en su chaqueta.
-Pagaré cualquier cosa. ¡Cien mil dólares!
Travis miró enojado la libreta de cheques de Eckels y escupió.
-Vaya allí. El monstruo está junto al Sendero. Métale los brazos hasta los codos en la boca, y vuelva.
-¡Eso no tiene sentido!
-El monstruo está muerto, cobarde bastardo. ¡Las balas! No podemos dejar aquí las balas. No pertenecen al pasado, pueden cambiar algo. Tome mi cuchillo. ¡Extráigalas!
La jungla estaba viva otra vez, con los viejos temblores y los gritos de los pájaros. Eckels se volvió lentamente a mirar al primitivo vaciadero de basura, la montaña de pesadillas y terror. Luego de un rato, como un sonámbulo, se fue, arrastrando los pies.
Regresó temblando cinco minutos más tarde, con los brazos empapados y rojos hasta los codos. Extendió las manos. En cada una había un montón de balas. Luego cayó. Se quedó allí, en el suelo, sin moverse.
-No había por qué obligarlo a eso - dijo Lesperance.
-¿No? Es demasiado pronto para saberlo. -Travis tocó con el pie el cuerpo inmóvil.
-Vivirá. La próxima vez no buscará cazas como ésta. Muy bien. -Le hizo una fatigada seña con el pulgar a Lesperance-. Enciende. Volvamos a casa. 1492. 1776. 1812.
Se limpiaron las caras y manos. Se cambiaron las camisas y pantalones. Eckels se había incorporado y se paseaba sin hablar. Travis lo miró furiosamente durante diez minutos.
-No me mire -gritó Eckels-. No hice nada.
-¿Quién puede decirlo?
-Salí del sendero, eso es todo; traje un poco de barro en los zapatos. ¿Qué quiere que haga? ¿Que me arrodille y rece?
-Quizá lo necesitemos. Se lo advierto, Eckels. Todavía puedo matarlo. Tengo listo el fusil.
-Soy inocente. ¡No he hecho nada!
1999, 2000, 2055.
La máquina se detuvo.
-Afuera -dijo Travis.
El cuarto estaba como lo habían dejado. Pero no de modo tan preciso. El mismo hombre estaba sentado detrás del mismo escritorio. Pero no exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio.
Travis miró alrededor con rapidez.
-¿Todo bien aquí? -estalló.
-Muy bien. ¡Bienvenidos!
Travis no se sintió tranquilo. Parecía estudiar hasta los átomos del aire, el modo como entraba la luz del sol por la única ventana alta.
-Muy bien, Eckels, puede salir. No vuelva nunca.
Eckels no se movió.
-¿No me ha oído? -dijo Travis-. ¿Qué mira?
Eckels olía el aire, y había algo en el aire, una sustancia química tan sutil, tan leve, que sólo el débil grito de sus sentidos subliminales le advertía que estaba allí. Los colores blanco, gris, azul, anaranjado, de las paredes, del mobiliario, del cielo más allá de la ventana, eran... eran... Y había una sensación. Se estremeció. Le temblaron las manos. Se quedó oliendo aquel elemento raro con todos los poros del cuerpo. En alguna parte alguien debía de estar tocando uno de esos silbatos que sólo pueden oír los perros. Su cuerpo respondió con un grito silencioso. Más allá de este cuarto, más allá de esta pared, más allá de este hombre que no era exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio..., se extendía todo un mundo de calles y gente. Qué suerte de mundo era ahora, no se podía saber. Podía sentirlos cómo se movían, más allá de los muros, casi, como piezas de ajedrez que arrastraban un viento seco...
Pero había algo más inmediato. El anuncio pintado en la pared de la oficina, el mismo anuncio que había leído aquel mismo día al entrar allí por vez primera.
De algún modo el anuncio había cambiado.
SEFARI EN EL TIEMPO. S. A. SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO USTE NOMBRA EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEBAMOS AYI. USTE LO MATA.
Eckels sintió que caía en una silla. Tanteó insensatamente el grueso barro de sus botas. Sacó un trozo, temblando.
-No, no puede ser. Algo tan pequeño. No puede ser. ¡No!
Hundida en el barro, brillante, verde, y dorada, y negra, había una mariposa, muy hermosa y muy muerta.
-¡No algo tan pequeño! ¡No una mariposa! -gritó Eckels.
Cayó al suelo una cosa exquisita, una cosa pequeña que podía destruir todos los equilibrios, derribando primero la línea de un pequeño dominó, y luego de un gran dominó, y luego de un gigantesco dominó, a lo largo de los años, a través del tiempo. La mente de Eckels giró sobre si misma. La mariposa no podía cambiar las cosas. Matar una mariposa no podía ser tan importante. ¿Podía?
Tenía el rostro helado. Preguntó, temblándole la boca:
- ¿Quién... quién ganó la elección presidencial ayer?
El hombre detrás del mostrador se rió.
-¿Se burla de mí? Lo sabe muy bien. ¡Deutscher, por supuesto! No ese condenado debilucho de Keith. Tenemos un hombre fuerte ahora, un hombre de agallas. ¡Sí, señor! -El oficial calló-. ¿Qué pasa?
Eckels gimió. Cayó de rodillas. Recogió la mariposa dorada con dedos temblorosos.
-¿No podríamos -se preguntó a sí mismo, le preguntó al mundo, a los oficiales, a la Máquina,- no podríamos llevarla allá, no podríamos hacerla vivir otra vez? ¿No podríamos empezar de nuevo? ¿No podríamos...?
No se movió. Con los ojos cerrados, esperó estremeciéndose. Oyó que Travis gritaba; oyó que Travis preparaba el rifle, alzaba el seguro, y apuntaba.
El ruido de un trueno.
El ruido de un trueno
Ray Bradbury
El anuncio en la pared parecía temblar bajo una móvil película de agua caliente. Eckels sintió que parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad: SAFARI EN EL TIEMPO S.A. SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO. USTED ELIGE EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLÍ, USTED LO MATA.
Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras alzaba lentamente la mano, y la mano se movió con un cheque de diez mil dólares ante el hombre del escritorio.
-¿Este safari garantiza que yo regrese vivo?
-No garantizamos nada -dijo el oficial-, excepto los dinosaurios. -Se volvió-. Este es el señor Travis, su guía safari en el pasado. Él le dirá a qué debe disparar y en qué momento. Si usted desobedece sus instrucciones, hay una multa de otros diez mil dólares, además de una posible acción del gobierno, a la vuelta.
Eckels miró en el otro extremo de la vasta oficina la confusa maraña zumbante de cables y cajas de acero, y el aura ya anaranjada, ya plateada, ya azul. Era como el sonido de una gigantesca hoguera donde ardía el tiempo, todos los años y todos los calendarios de pergamino, todas las horas apiladas en llamas. El roce de una mano, y este fuego se volvería maravillosamente, y en un instante, sobre sí mismo. Eckels recordó las palabras de los anuncios en la carta. De las brasas y cenizas, del polvo y los carbones, como doradas salamandras, saltarán los viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el aire, las canas se volverán negro ébano, las arrugas desaparecerán. Todo regresará volando a la semilla, huirá de la muerte, retornará a sus principios; los soles se elevarán en los cielos occidentales y se pondrán en orientes gloriosos, las lunas se devorarán al revés a sí mismas, todas las cosas se meterán unas en otras como cajas chinas, los conejos entrarán en los sombreros, todo volverá a la fresca muerte, la muerte en la semilla, la muerte verde, al tiempo anterior al comienzo. Bastará el roce de una mano, el más leve roce de una mano.
-¡Infierno y condenación! -murmuró Eckels con la luz de la máquina en el rostro delgado-. Una verdadera máquina del tiempo. -Sacudió la cabeza-. Lo hace pensar a uno. Si la elección hubiera ido mal ayer, yo quizá estaría aquí huyendo de los resultados. Gracias a Dios ganó Keith. Será un buen presidente.
-Sí -dijo el hombre detrás del escritorio-. Tenemos suerte. Si Deutscher hubiese ganado, tendríamos la peor de las dictaduras. Es el antitodo, militarista, anticristo, antihumano, antintelectual. La gente nos llamó, ya sabe usted, bromeando, pero no enteramente. Decían que si Deutscher era presidente, querían ir a vivir a 1492. Por supuesto, no nos ocupamos de organizar evasiones, sino safaris. De todos modos, el presidente es Keith. Ahora su única preocupación es...
Eckels terminó la frase:
-Matar mi dinosaurio.
-Un Tyrannosaurus rex. El lagarto del Trueno, el más terrible monstruo de la historia. Firme este permiso. Si le pasa algo, no somos responsables. Estos dinosaurios son voraces.
Eckels enrojeció, enojado.
-¿Trata de asustarme?
-Francamente, sí. No queremos que vaya nadie que sienta pánico al primer tiro. El año pasado murieron seis jefes de safari y una docena de cazadores. Vamos a darle a usted la más extraordinaria emoción que un cazador pueda pretender. Lo enviaremos sesenta millones de años atrás para que disfrute de la mayor y más emocionante cacería de todos los tiempos. Su cheque está todavía aquí. Rómpalo.
El señor Eckels miró el cheque largo rato. Se le retorcían los dedos.
-Buena suerte -dijo el hombre detrás del mostrador-. El señor Travis está a su disposición.
Cruzaron el salón silenciosamente, llevando los fusiles, hacia la Máquina, hacia el metal plateado y la luz rugiente.
Primero un día y luego una noche y luego un día y luego una noche, y luego día-noche-día-noche-día. Una semana, un mes, un año, ¡una década! 2055, 2019, ¡1999! ¡1957! ¡Desaparecieron! La Máquina rugió. Se pusieron los cascos de oxígeno y probaron los intercomunicadores. Eckels se balanceaba en el asiento almohadillado, con el rostro pálido y duro. Sintió un temblor en los brazos y bajó los ojos y vio que sus manos apretaban el fusil. Había otros cuatro hombres en esa máquina. Travis, el jefe del safari, su asistente, Lesperance, y dos otros cazadores, Billings y Kramer. Se miraron unos a otros y los años llamearon alrededor.
-¿Estos fusiles pueden matar a un dinosaurio de un tiro? -se oyó decir a Eckels.
-Si da usted en el sitio preciso -dijo Travis por la radio del casco-. Algunos dinosaurios tienen dos cerebros, uno en la cabeza, otro en la columna espinal. No les tiraremos a éstos, y tendremos más probabilidades. Aciérteles con los dos primeros tiros a los ojos, si puede, cegándolo, y luego dispare al cerebro.
La máquina aulló. El tiempo era una película que corría hacia atrás. Pasaron soles, y luego diez millones de lunas.
-Dios santo -dijo Eckels-. Los cazadores de todos los tiempos nos envidiarían hoy. África al lado de esto parece Illinois.
El sol se detuvo en el cielo.
La niebla que había envuelto la Máquina se desvaneció. Se encontraban en los viejos tiempos, tiempos muy viejos en verdad, tres cazadores y dos jefes de safari con sus metálicos rifles azules en las rodillas.
-Cristo no ha nacido aún -dijo Travis-. Moisés no ha subido a la montaña a hablar con Dios. Las pirámides están todavía en la tierra, esperando. Recuerde que Alejandro, Julio César, Napoleón, Hitler... no han existido.
Los hombres asintieron con movimientos de cabeza.
-Eso -señaló el señor Travis- es la jungla de sesenta millones dos mil cincuenta y cinco años antes del presidente Keith.
Mostró un sendero de metal que se perdía en la vegetación salvaje, sobre pantanos humeantes, entre palmeras y helechos gigantescos.
-Y eso -dijo- es el Sendero, instalado por Safari en el Tiempo para su provecho. Flota a diez centímetros del suelo. No toca ni siquiera una brizna, una flor o un árbol. Es de un metal antigravitatorio. El propósito del Sendero es impedir que toque usted este mundo del pasado de algún modo. No se salga del Sendero. Repito. No se salga de él. ¡Por ningún motivo! Si se cae del Sendero hay una multa. Y no tire contra ningún animal que nosotros no aprobemos.
-¿Por qué? -preguntó Eckels. Estaban en la antigua selva. Unos pájaros lejanos gritaban en el viento, y había un olor de alquitrán y viejo mar salado, hierbas húmedas y flores de color de sangre.
-No queremos cambiar el futuro. Este mundo del pasado no es el nuestro. Al gobierno no le gusta que estemos aquí. Tenemos que dar mucho dinero para conservar nuestras franquicias. Una máquina del tiempo es un asunto delicado. Podemos matar inadvertidamente un animal importante, un pajarito, un coleóptero, aun una flor, destruyendo así un eslabón importante en la evolución de las especies.
-No me parece muy claro -dijo Eckels.
-Muy bien -continuó Travis-, digamos que accidentalmente matamos aquí un ratón. Eso significa destruir las futuras familias de este individuo, ¿entiende?
-Entiendo.
-¡Y todas las familias de las familias de ese individuo! Con sólo un pisotón aniquila usted primero uno, luego una docena, luego mil, un millón, ¡un billón de posibles ratones!
-Bueno, ¿y eso qué? -inquirió Eckels.
-¿Eso qué? -gruñó suavemente Travis-. ¿Qué pasa con los zorros que necesitan esos ratones para sobrevivir? Por falta de diez ratones muere un zorro. Por falta de diez zorros, un león muere de hambre. Por falta de un león, especies enteras de insectos, buitres, infinitos billones de formas de vida son arrojadas al caos y la destrucción. Al final todo se reduce a esto: cincuenta y nueve millones de años más tarde, un hombre de las cavernas, uno de la única docena que hay en todo el mundo, sale a cazar un jabalí o un tigre para alimentarse. Pero usted, amigo, ha aplastado con el pie a todos los tigres de esa zona al haber pisado un ratón. Así que el hombre de las cavernas se muere de hambre. Y el hombre de las cavernas, no lo olvide, no es un hombre que pueda desperdiciarse, ¡no! Es toda una futura nación. De él nacerán diez hijos. De ellos nacerán cien hijos, y así hasta llegar a nuestros días. Destruya usted a este hombre, y destruye usted una raza, un pueblo, toda una historia viviente. Es como asesinar a uno de los nietos de Adán. El pie que ha puesto usted sobre el ratón desencadenará así un terremoto, y sus efectos sacudirán nuestra tierra y nuestros destinos a través del tiempo, hasta sus raíces. Con la muerte de ese hombre de las cavernas, un billón de otros hombres no saldrán nunca de la matriz. Quizás Roma no se alce nunca sobre las siete colinas. Quizá Europa sea para siempre un bosque oscuro, y sólo crezca Asia saludable y prolífica. Pise usted un ratón y aplastará las pirámides. Pise un ratón y dejará su huella, como un abismo en la eternidad. La reina Isabel no nacerá nunca, Washington no cruzará el Delaware, nunca habrá un país llamado Estados Unidos. Tenga cuidado. No se salga del Sendero. ¡Nunca pise afuera!
-Ya veo -dijo Eckels-. Ni siquiera debemos pisar la hierba.
-Correcto. Al aplastar ciertas plantas quizá sólo sumemos factores infinitesimales. Pero un pequeño error aquí se multiplicará en sesenta millones de años hasta alcanzar proporciones extraordinarias. Por supuesto, quizá nuestra teoría esté equivocada. Quizá nosotros no podamos cambiar el tiempo. O tal vez sólo pueda cambiarse de modos muy sutiles. Quizá un ratón muerto aquí provoque un desequilibrio entre los insectos de allá, una desproporción en la población más tarde, una mala cosecha luego, una depresión, hambres colectivas, y, finalmente, un cambio en la conducta social de alejados países. O aun algo mucho más sutil. Quizá sólo un suave aliento, un murmullo, un cabello, polen en el aire, un cambio tan, tan leve que uno podría notarlo sólo mirando de muy cerca. ¿Quién lo sabe? ¿Quién puede decir realmente que lo sabe? No nosotros. Nuestra teoría no es más que una hipótesis. Pero mientras no sepamos con seguridad si nuestros viajes por el tiempo pueden terminar en un gran estruendo o en un imperceptible crujido, tenemos que tener mucho cuidado. Esta máquina, este sendero, nuestros cuerpos y nuestras ropas han sido esterilizados, como usted sabe, antes del viaje. Llevamos estos cascos de oxígeno para no introducir nuestras bacterias en una antigua atmósfera.
-¿Cómo sabemos qué animales podemos matar?
-Están marcados con pintura roja -dijo Travis-. Hoy, antes de nuestro viaje, enviamos aquí a Lesperance con la Máquina. Vino a esta Era particular y siguió a ciertos animales.
-¿Para estudiarlos?
-Exactamente -dijo Travis-. Los rastreó a lo largo de toda su existencia, observando cuáles vivían mucho tiempo. Muy pocos. Cuántas veces se acoplaban. Pocas. La vida es breve. Cuando encontraba alguno que iba a morir aplastado por un árbol u otro que se ahogaba en un pozo de alquitrán, anotaba la hora exacta, el minuto y el segundo, y le arrojaba una bomba de pintura que le manchaba de rojo el costado. No podemos equivocarnos. Luego midió nuestra llegada al pasado de modo que no nos encontremos con el monstruo más de dos minutos antes de aquella muerte. De este modo, sólo matamos animales sin futuro, que nunca volverán a acoplarse. ¿Comprende qué cuidadosos somos?
-Pero si ustedes vinieron esta mañana -dijo Eckels ansiosamente-, debían haberse encontrado con nosotros, nuestro safari. ¿Qué ocurrió? ¿Tuvimos éxito? ¿Salimos todos... vivos?
Travis y Lesperance se miraron.
-Eso hubiese sido una paradoja -habló Lesperance-. El tiempo no permite esas confusiones..., un hombre que se encuentra consigo mismo. Cuando va a ocurrir algo parecido, el tiempo se hace a un lado. Como un avión que cae en un pozo de aire. ¿Sintió usted ese salto de la Máquina, poco antes de nuestra llegada? Estábamos cruzándonos con nosotros mismos que volvíamos al futuro. No vimos nada. No hay modo de saber si esta expedición fue un éxito, si cazamos nuestro monstruo, o si todos nosotros, y usted, señor Eckels, salimos con vida.
Eckels sonrió débilmente.
-Dejemos esto -dijo Travis con brusquedad-. ¡Todos de pie! Se prepararon a dejar la Máquina. La jungla era alta y la jungla era ancha y la jungla era todo el mundo para siempre y para siempre. Sonidos como música y sonidos como lonas voladoras llenaban el aire: los pterodáctilos que volaban con cavernosas alas grises, murciélagos gigantescos nacidos del delirio de una noche febril. Eckels, guardando el equilibrio en el estrecho sendero, apuntó con su rifle, bromeando.
-¡No haga eso! -dijo Travis.- ¡No apunte ni siquiera en broma, maldita sea! Si se le dispara el arma...
Eckels enrojeció.
- ¿Dónde está nuestro Tyrannosaurus?
- Lesperance miró su reloj de pulsera.
-Adelante. Nos cruzaremos con él dentro de sesenta segundos. Busque la pintura roja, por Cristo. No dispare hasta que se lo digamos. Quédese en el Sendero. ¡Quédese en el Sendero!
Se adelantaron en el viento de la mañana.
-Qué raro -murmuró Eckels-. Allá delante, a sesenta millones de años, ha pasado el día de elección. Keith es presidente. Todos celebran. Y aquí, ellos no existen aún. Las cosas que nos preocuparon durante meses, toda una vida, no nacieron ni fueron pensadas aún.
-¡Levanten el seguro, todos! -ordenó Travis-. Usted dispare primero, Eckels. Luego, Billings. Luego, Kramer.
-He cazado tigres, jabalíes, búfalos, elefantes, pero esto, Jesús, esto es caza -comentó Eckels -. Tiemblo como un niño.
- Ah -dijo Travis.
-Todos se detuvieron.
Travis alzó una mano.
-Ahí adelante -susurró-. En la niebla. Ahí está Su Alteza Real.
La jungla era ancha y llena de gorjeos, crujidos, murmullos y suspiros. De pronto todo cesó, como si alguien hubiese cerrado una puerta.
Silencio.
El ruido de un trueno.
De la niebla, a cien metros de distancia, salió el Tyrannosaurus rex.
-Jesucristo -murmuró Eckels.
-¡Chist!
Venía a grandes trancos, sobre patas aceitadas y elásticas. Se alzaba diez metros por encima de la mitad de los árboles, un gran dios del mal, apretando las delicadas garras de relojero contra el oleoso pecho de reptil. Cada pata inferior era un pistón, quinientos kilos de huesos blancos, hundidos en gruesas cuerdas de músculos, encerrados en una vaina de piel centelleante y áspera, como la cota de malla de un guerrero terrible. Cada muslo era una tonelada de carne, marfil y acero. Y de la gran caja de aire del torso colgaban los dos brazos delicados, brazos con manos que podían alzar y examinar a los hombres como juguetes, mientras el cuello de serpiente se retorcía sobre sí mismo. Y la cabeza, una tonelada de piedra esculpida que se alzaba fácilmente hacia el cielo, En la boca entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas. Los ojos giraban en las órbitas, ojos vacíos, que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la boca en una mueca de muerte. Corría, y los huesos de la pelvis hacían a un lado árboles y arbustos, y los pies se hundían en la tierra dejando huellas de quince centímetros de profundidad. Corría como si diese unos deslizantes pasos de baile, demasiado erecto y en equilibrio para sus diez toneladas. Entró fatigadamente en el área de sol, y sus hermosas manos de reptil tantearon el aire.
-¡Dios mío! -Eckels torció la boca-. Puede incorporarse y alcanzar la luna.
-¡Chist! -Travis sacudió bruscamente la cabeza-. Todavía no nos vio.
-No es posible matarlo. -Eckels emitió con serenidad este veredicto, como si fuese indiscutible. Había visto la evidencia y ésta era su razonada opinión. El arma en sus manos parecía un rifle de aire comprimido-. Hemos sido unos locos. Esto es imposible.
-¡Cállese! -siseó Travis.
-Una pesadilla.
-Dé media vuelta -ordenó Travis-. Vaya tranquilamente hasta la máquina. Le devolveremos la mitad del dinero.
-No imaginé que sería tan grande -dijo Eckels-. Calculé mal. Eso es todo. Y ahora quiero irme.
-¡Nos vio!
-¡Ahí está la pintura roja en el pecho!
El Lagarto del Trueno se incorporó. Su armadura brilló como mil monedas verdes. Las monedas, embarradas, humeaban. En el barro se movían diminutos insectos, de modo que todo el cuerpo parecía retorcerse y ondular, aun cuando el monstruo mismo no se moviera. El monstruo resopló. Un hedor de carne cruda cruzó la jungla.
-Sáquenme de aquí -pidió Eckels-. Nunca fue como esta vez. Siempre supe que saldría vivo. Tuve buenos guías, buenos safaris, y protección. Esta vez me he equivocado. Me he encontrado con la horma de mi zapato, y lo admito. Esto es demasiado para mí.
-No corra -dijo Lesperance-. Vuélvase. Ocúltese en la Máquina. -Sí.
Eckels parecía aturdido. Se miró los pies como si tratara de moverlos. Lanzó un gruñido de desesperanza.
-¡Eckels!
Eckels dio unos pocos pasos, parpadeando, arrastrando los pies. -¡Por ahí no!
El monstruo, al advertir un movimiento, se lanzó hacia adelante con un grito terrible. En cuatro segundos cubrió cien metros. Los rifles se alzaron y llamearon. De la boca del monstruo salió un torbellino que los envolvió con un olor de barro y sangre vieja. El monstruo rugió con los dientes brillantes al sol.
Eckels, sin mirar atrás, caminó ciegamente hasta el borde del Sendero, con el rifle que le colgaba de los brazos. Salió del Sendero, y caminó, y caminó por la jungla. Los pies se le hundieron en un musgo verde. Lo llevaban las piernas, y se sintió solo y alejado de lo que ocurría atrás.
Los rifles dispararon otra vez. El ruido se perdió en chillidos y truenos. La gran palanca de la cola del reptil se alzó sacudiéndose. Los árboles estallaron en nubes de hojas y ramas. El monstruo retorció sus manos de joyero y las bajó como para acariciar a los hombres, para partirlos en dos, aplastarlos como cerezas, meterlos entre los dientes y en la rugiente garganta. Sus ojos de canto rodado bajaron a la altura de los hombres, que vieron sus propias imágenes. Dispararon sus armas contra las pestañas metálicas y los brillantes iris negros.
Como un ídolo de piedra, como el desprendimiento de una montaña, el Tyrannosaurus cayó. Con un trueno, se abrazó a unos árboles, los arrastró en su caída. Torció y quebró el Sendero de Metal. Los hombres retrocedieron alejándose. El cuerpo golpeó el suelo, diez toneladas de carne fría y piedra. Los rifles dispararon. El monstruo azotó el aire con su cola acorazada, retorció sus mandíbulas de serpiente, y ya no se movió. Una fuente de sangre le brotó de la garganta. En alguna parte, adentro, estalló un saco de fluidos. Unas bocanadas nauseabundas empaparon a los cazadores. Los hombres se quedaron mirándolo, rojos y resplandecientes.
El trueno se apagó.
La jungla estaba en silencio. Luego de la tormenta, una gran paz. Luego de la pesadilla, la mañana.
Billings y Kramer se sentaron en el sendero y vomitaron. Travis y Lesperance, de pie, sosteniendo aún los rifles humeantes, juraban continuamente.
En la Máquina del Tiempo, cara abajo, yacía Eckels, estremeciéndose. Había encontrado el camino de vuelta al Sendero y había subido a la Máquina. Travis se acercó, lanzó una ojeada a Eckels, sacó unos trozos de algodón de una caja metálica y volvió junto a los otros, sentados en el Sendero.
-Límpiense.
Limpiaron la sangre de los cascos. El monstruo yacía como una loma de carne sólida. En su interior uno podía oír los suspiros y murmullos a medida que morían las más lejanas de las cámaras, y los órganos dejaban de funcionar, y los líquidos corrían un último instante de un receptáculo a una cavidad, a una glándula, y todo se cerraba para siempre. Era como estar junto a una locomotora estropeada o una excavadora de vapor en el momento en que se abren las válvulas o se las cierra herméticamente. Los huesos crujían. La propia carne, perdido el equilibrio, cayó como peso muerto sobre los delicados antebrazos, quebrándolos.
Otro crujido. Allá arriba, la gigantesca rama de un árbol se rompió y cayó. Golpeó a la bestia muerta como algo final.
-Ahí está- Lesperance miró su reloj-. Justo a tiempo. Ese es el árbol gigantesco que originalmente debía caer y matar al animal.
Miró a los dos cazadores: ¿Quieren la fotografía trofeo?
-¿Qué?
-No podemos llevar un trofeo al futuro. El cuerpo tiene que quedarse aquí donde hubiese muerto originalmente, de modo que los insectos, los pájaros y las bacterias puedan vivir de él, como estaba previsto. Todo debe mantener su equilibrio. Dejamos el cuerpo. Pero podemos llevar una foto con ustedes al lado.
Los dos hombres trataron de pensar, pero al fin sacudieron la cabeza. Caminaron a lo largo del Sendero de metal. Se dejaron caer de modo cansino en los almohadones de la Máquina. Miraron otra vez el monstruo caído, el monte paralizado, donde unos raros pájaros reptiles y unos insectos dorados trabajaban ya en la humeante armadura.
Un sonido en el piso de la Máquina del Tiempo los endureció. Eckels estaba allí, temblando.
-Lo siento -dijo al fin.
-¡Levántese! -gritó Travis.
Eckels se levantó.
-¡Vaya por ese sendero, solo! -agregó Travis, apuntando con el rifle-. Usted no volverá a la Máquina. ¡Lo dejaremos aquí!
Lesperance tomó a Travis por el brazo. -Espera...
-¡No te metas en esto! -Travis se sacudió apartando la mano-. Este hijo de perra casi nos mata. Pero eso no es bastante. Diablo, no. ¡Sus zapatos! ¡Míralos! Salió del Sendero. ¡Dios mío, estamos arruinados Cristo sabe qué multa nos pondrán. ¡Decenas de miles de dólares! Garantizamos que nadie dejaría el Sendero. Y él lo dejó. ¡Oh, condenado tonto! Tendré que informar al gobierno. Pueden hasta quitarnos la licencia. ¡Dios sabe lo que le ha hecho al tiempo, a la Historia!
-Cálmate. Sólo pisó un poco de barro.
-¿Cómo podemos saberlo? -gritó Travis-. ¡No sabemos nada! ¡Es un condenado misterio! ¡Fuera de aquí, Eckels!
Eckels buscó en su chaqueta.
-Pagaré cualquier cosa. ¡Cien mil dólares!
Travis miró enojado la libreta de cheques de Eckels y escupió.
-Vaya allí. El monstruo está junto al Sendero. Métale los brazos hasta los codos en la boca, y vuelva.
-¡Eso no tiene sentido!
-El monstruo está muerto, cobarde bastardo. ¡Las balas! No podemos dejar aquí las balas. No pertenecen al pasado, pueden cambiar algo. Tome mi cuchillo. ¡Extráigalas!
La jungla estaba viva otra vez, con los viejos temblores y los gritos de los pájaros. Eckels se volvió lentamente a mirar al primitivo vaciadero de basura, la montaña de pesadillas y terror. Luego de un rato, como un sonámbulo, se fue, arrastrando los pies.
Regresó temblando cinco minutos más tarde, con los brazos empapados y rojos hasta los codos. Extendió las manos. En cada una había un montón de balas. Luego cayó. Se quedó allí, en el suelo, sin moverse.
-No había por qué obligarlo a eso - dijo Lesperance.
-¿No? Es demasiado pronto para saberlo. -Travis tocó con el pie el cuerpo inmóvil.
-Vivirá. La próxima vez no buscará cazas como ésta. Muy bien. -Le hizo una fatigada seña con el pulgar a Lesperance-. Enciende. Volvamos a casa. 1492. 1776. 1812.
Se limpiaron las caras y manos. Se cambiaron las camisas y pantalones. Eckels se había incorporado y se paseaba sin hablar. Travis lo miró furiosamente durante diez minutos.
-No me mire -gritó Eckels-. No hice nada.
-¿Quién puede decirlo?
-Salí del sendero, eso es todo; traje un poco de barro en los zapatos. ¿Qué quiere que haga? ¿Que me arrodille y rece?
-Quizá lo necesitemos. Se lo advierto, Eckels. Todavía puedo matarlo. Tengo listo el fusil.
-Soy inocente. ¡No he hecho nada!
1999, 2000, 2055.
La máquina se detuvo.
-Afuera -dijo Travis.
El cuarto estaba como lo habían dejado. Pero no de modo tan preciso. El mismo hombre estaba sentado detrás del mismo escritorio. Pero no exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio.
Travis miró alrededor con rapidez.
-¿Todo bien aquí? -estalló.
-Muy bien. ¡Bienvenidos!
Travis no se sintió tranquilo. Parecía estudiar hasta los átomos del aire, el modo como entraba la luz del sol por la única ventana alta.
-Muy bien, Eckels, puede salir. No vuelva nunca.
Eckels no se movió.
-¿No me ha oído? -dijo Travis-. ¿Qué mira?
Eckels olía el aire, y había algo en el aire, una sustancia química tan sutil, tan leve, que sólo el débil grito de sus sentidos subliminales le advertía que estaba allí. Los colores blanco, gris, azul, anaranjado, de las paredes, del mobiliario, del cielo más allá de la ventana, eran... eran... Y había una sensación. Se estremeció. Le temblaron las manos. Se quedó oliendo aquel elemento raro con todos los poros del cuerpo. En alguna parte alguien debía de estar tocando uno de esos silbatos que sólo pueden oír los perros. Su cuerpo respondió con un grito silencioso. Más allá de este cuarto, más allá de esta pared, más allá de este hombre que no era exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio..., se extendía todo un mundo de calles y gente. Qué suerte de mundo era ahora, no se podía saber. Podía sentirlos cómo se movían, más allá de los muros, casi, como piezas de ajedrez que arrastraban un viento seco...
Pero había algo más inmediato. El anuncio pintado en la pared de la oficina, el mismo anuncio que había leído aquel mismo día al entrar allí por vez primera.
De algún modo el anuncio había cambiado.
SEFARI EN EL TIEMPO. S. A. SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO USTE NOMBRA EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEBAMOS AYI. USTE LO MATA.
Eckels sintió que caía en una silla. Tanteó insensatamente el grueso barro de sus botas. Sacó un trozo, temblando.
-No, no puede ser. Algo tan pequeño. No puede ser. ¡No!
Hundida en el barro, brillante, verde, y dorada, y negra, había una mariposa, muy hermosa y muy muerta.
-¡No algo tan pequeño! ¡No una mariposa! -gritó Eckels.
Cayó al suelo una cosa exquisita, una cosa pequeña que podía destruir todos los equilibrios, derribando primero la línea de un pequeño dominó, y luego de un gran dominó, y luego de un gigantesco dominó, a lo largo de los años, a través del tiempo. La mente de Eckels giró sobre si misma. La mariposa no podía cambiar las cosas. Matar una mariposa no podía ser tan importante. ¿Podía?
Tenía el rostro helado. Preguntó, temblándole la boca:
- ¿Quién... quién ganó la elección presidencial ayer?
El hombre detrás del mostrador se rió.
-¿Se burla de mí? Lo sabe muy bien. ¡Deutscher, por supuesto! No ese condenado debilucho de Keith. Tenemos un hombre fuerte ahora, un hombre de agallas. ¡Sí, señor! -El oficial calló-. ¿Qué pasa?
Eckels gimió. Cayó de rodillas. Recogió la mariposa dorada con dedos temblorosos.
-¿No podríamos -se preguntó a sí mismo, le preguntó al mundo, a los oficiales, a la Máquina,- no podríamos llevarla allá, no podríamos hacerla vivir otra vez? ¿No podríamos empezar de nuevo? ¿No podríamos...?
No se movió. Con los ojos cerrados, esperó estremeciéndose. Oyó que Travis gritaba; oyó que Travis preparaba el rifle, alzaba el seguro, y apuntaba.
El ruido de un trueno.
viernes, julio 21, 2006
GEOGRAFÍA
Julio acaba o está acabándose. Malas noticias para los que empezaron a disfrutar vacaciones en este mes. No obstante, por gentiliza de nuestro muy preferido viñetista y eminencia del humor, Antonio Fraguas, El Forges, una lección de geografía que pudiera muy bien venir de perlas a los afectados por tanto bochorno...
miércoles, julio 19, 2006
CON FORGES TRAS LA VICTORIA
lunes, julio 17, 2006
RUMI ÑAHUI Y LA ACHIRANA DE ICA
Hace unos día incluí un fragmento de la Cantata del Adelantado don Rodrigo Díaz de Carreras de LES LUTHIERS a fin de ilustrar algo que deseaba decir. Y hoy, como pretexto para ofrecer a la parroquia lectora una leyenda que tiene que ver con los Incas, también como ración doble de literatura puesto que faltaré del sitio tres días de pecosa y levantina ociosidad, he aquí otro pasaje de la citada obra...
ERNESTO ACHER: Con mis fuerzas casi extintas a vasto imperio llegué. Puse pie en tierra de incas, o sea, hice hincapié.
MARCOS MUNDSTOCK: Y llega Rodrigo en día de fiesta. Ve galas, pendones, banderas, y cintas. Y una muchedumbre que hasta pavor da que colma el camino real de los incas que los nativos llamaban Avenida ...de los de acá.
Ernesto Acher: Y vi de pompa y boato como no vi en cortes nuestras. Sacerdotes, oficiantes, nobles, jefes, consejeros, y vi de tres mil guerreros que de poder daban muestras. Esclavos y servidores.. y unos diez mil extras.
Coro: Somos los incas
Carlos Núñez Cortés: Somos los incas un pueblo inca-nsable/ Nuestras riquezas son inca-lculables/ Abominamos de inca-utos e incapaces/ Pero nuestras canciones son todas inca-ntables...
Marcos Mundstock: La gala imponente del fastuo aborigen recuerda a Rodrigo su sino glorioso, el noble designio que al viaje dio origen. Y encarando al inca anuncia gozoso:
Ernesto Acher: ¡Artesanías, vasijas de barro, ponchos, mates, boleadores, todo a mitad de precio debería usted comprar...!
Marcos Mundstock: Rodrigo es prendido por doce nativos mas lucha, se zafa y proclama altivo:
Ernesto Acher: ¡Deteneos, ignorantes, atrasados! Desde hoy quedáis todos conquistados. ¡Mi honra está en juego y de aquí no me muevo!
Marcos Mundstock: Quinientas leguas al norte Rodrigo un tanto agitado, triste nota que los incas del cofre se han inca-utado. El cofre que fue en la huída olvidado, descuidado, digamos que fue en verdad tontamente abandonado...
Ernesto Acher: ¡Hombre habrase visto tamaña insolencia, tamaña desvergüenza!
Marcos Mundstock: Rodrigo vehemente injuria a los incas pues le han privado de sus propiedades.
Ernesto Acher: No hablo de los incas, me refiero a algunos que gozan contando mis intimidades y encima me insultan.
Marcos Mundstock: Pues no, yo no he sido.
Ernesto Acher: Sí, sí, yo le he oído. Usted dijo tonto...
Marcos Mundstock: ¡Dije tontamente!
Ernesto Acher: Bueno, parecido
Marcos Mundstock: Parecido no es lo mismo, caballero.
Ernesto Acher: Es que usted está diciendo falsedades.
Marcos Mundstock: Usted exagera.
Ernesto Acher: ¡Reclamo mis fueros!
Marcos Mundstock: ¡Me atengo a la historia!
Ernesto Acher: ¡Mentiras!
Marcos Mundstock: ¡Verdades! Y yo no discuto con aventureros.
Ernesto Acher: Y yo no discuto con aficionades.
Marcos Mundstock: Dirá usted aficionados.
Ernesto Acher: La rima es lo que me inspira. Yo he dicho aficionades en lugar de aficionados porque usted dijo verdades.
Marcos Mundstock: ¡Con que yo dije verdades! ¡Luego usted dijo mentiras!
Ernesto Acher: ¡Terco y duro como una pared!
Marcos Mundstock: ¿Y eso con qué rima?
Ernesto Acher: ¡Con usted, hombre, con usted!
Lo mejor, por supuesto, es escucharles y si hay ocasión acudir a uno de sus recitales. Mientras, no obstante y conforme a lo prometido, la leyenda...
RUMI ÑAHUI Y LA ACHIRANA DE ICA
Esta muy popular historia sucedió en el año 1412, cuando él poderoso Inca Pachacutec - con un magnifico sequito y un numeroso ejercito - llega al fértil valle de Ica con el propósito de anexarlo al imperio del Tawantinsuyo, por la razón o la fuerza.
No hubo ninguna resistencia, por que los inteligentes, pacíficos y laboriosos habitantes de la región decidieron que era inútil enfrentarse a 40,000 hombres perfectamente entrenados para la guerra.
En la ceremonia de celebración de la paz, sucedió “el encuentro” eje principal de esta historia, el maduro y poderoso Inca diviso a una hermosísima doncella, muy joven, cuya principal característica era una abundante y larga cabellera que lucia suelta al viento, el inca demando de inmediato su presencia.
Como era la costumbre, Pachacutec pensó que la doncella se rendiría presta y feliz a sus requerimientos amorosos, el sabía por larga experiencia que no existía ninguna gloria tan especial para una mujer, soltera o casada, que él haber recibido los favores del Inca.
Cuando la joven campesina entró en la habitación del monarca, había sido preparada especialmente para la ocasión, vestía una hermosa y transparente túnica roja y lucia en su impresionante cabellera una diadema de flores de mil colores diferentes, estaba realmente diáfana y espléndida.
El Inca notó de inmediato un relámpago en los ojos de la hermosa Rumi Ñahui, quien desafiante pero con respeto, le dijo: “Poderoso señor, te agradezco el favor que le haces a mi familia y a mí, al haberme elegido para amarte y te corresponderé como es debido... Pero... mi corazón no puede latir por ti, por que no lo tengo, hace algún tiempo un joven campesino me lo robó y mientras miraba fijamente al soberano fue soltando lentamente las amarras que tenia la túnica en los hombros, gruesas lagrimas rodaban por sus mejillas, no solo había quedado desnudo su cuerpo sino también su alma.
Pachacutec, quedo impresionado con la sinceridad y ternura de ese hermoso rostro, tomando entre sus manos las de la joven le dijo: “Queda en paz, princesa de este lugar y que nunca la niebla del dolor tienda su velo sobre el cielo de tu alma, pídeme alguna merced que, a ti y a los tuyos, haga recordar siempre la admiración que me inspirarte”.
Señor, le respondió la joven mientras se vestía, nada debo pedirte, que quien favores personales recibe obligada queda, al respetarme me has hecho enteramente feliz, no quiero nada más...
Pero si te satisface la gratitud de mi pueblo, ruégote que des agua a este valle, siembra beneficios y tendrás cosecha de bendiciones. Reina, señor, sobre corazones agradecidos mas que sobre hombres que, temerosos, se inclinan ante ti, deslumbrados por tu esplendor y poder.
Inteligente y bella eres, doncella de la negra cabellera, y así me cautivas con tu palabra como con el fuego de tu mirada, solo espera unos días, y verás realizado lo que pides y por supuesto nunca te olvides de tu rey y depositó un suave y paternal beso en la frente de la muchacha.
Solo unos días después de este incidente, estaba listo el canal de regadío más importante del tiempo de los Incas y por expresa indicación del Inca debía llamarse Achirana, que significa... “lo que corre limpiamente hacia lo que es hermoso”.
Cuando Rumi Ñahui, fue en busca de su amado para transmitirle la buena nueva, le informaron en el pueblo, que esa misma noche se había marchado sin decir donde y sin llevarse absolutamente nada. La joven doncella pensó... ¡ya regresara y sabrá que mi corazón nunca será de otro hombre sino de él,... y simplemente se sentó a esperar su retorno, al comienzo del canal en el pago de Tate.
Pasaron los días, los meses y los años y el útil canal transporto las aguas del progreso y de la vida a la agricultura de la región, cuenta la historia que la joven doncella espero por veinte años el regreso de su amado, que nunca supo del real sacrificio de la joven doncella.
A su muerte y como un monumental tributo de agradecimiento a Rumi Ñahui los lugareños tallaron una enorme roca que colocaron al inicio de la Achirana del Inca, el tiempo completó su obra al hacer flamear, hasta nuestros días, su cabellera al viento. Cuando me contaron esta historia tuve una gran curiosidad por ver el monumento a esta muy especial mujer, en 1984 se presentó la oportunidad de ir a la zona del canal en Ica y desde un mirador natural pude divisar a la distancia en forma nítida la inconfundible y hermosa silueta de Rumi Ñahui y lo mejor de ese muy especial momento fue que la perfumada brisa de esa tarde de primavera me trajo desde el pasado una singular misiva de fortaleza y fe de un pueblo generoso que se quedo grabado en el centro mismo de mi corazón.
Recopilación e interpretación Ing. Jaime Ariansen Céspedes. Profesor de Historia de la Gastronomí´.
http://www.historiacocina.com/dietas/articulos/peru/rumi.html
ERNESTO ACHER: Con mis fuerzas casi extintas a vasto imperio llegué. Puse pie en tierra de incas, o sea, hice hincapié.
MARCOS MUNDSTOCK: Y llega Rodrigo en día de fiesta. Ve galas, pendones, banderas, y cintas. Y una muchedumbre que hasta pavor da que colma el camino real de los incas que los nativos llamaban Avenida ...de los de acá.
Ernesto Acher: Y vi de pompa y boato como no vi en cortes nuestras. Sacerdotes, oficiantes, nobles, jefes, consejeros, y vi de tres mil guerreros que de poder daban muestras. Esclavos y servidores.. y unos diez mil extras.
Coro: Somos los incas
Carlos Núñez Cortés: Somos los incas un pueblo inca-nsable/ Nuestras riquezas son inca-lculables/ Abominamos de inca-utos e incapaces/ Pero nuestras canciones son todas inca-ntables...
Marcos Mundstock: La gala imponente del fastuo aborigen recuerda a Rodrigo su sino glorioso, el noble designio que al viaje dio origen. Y encarando al inca anuncia gozoso:
Ernesto Acher: ¡Artesanías, vasijas de barro, ponchos, mates, boleadores, todo a mitad de precio debería usted comprar...!
Marcos Mundstock: Rodrigo es prendido por doce nativos mas lucha, se zafa y proclama altivo:
Ernesto Acher: ¡Deteneos, ignorantes, atrasados! Desde hoy quedáis todos conquistados. ¡Mi honra está en juego y de aquí no me muevo!
Marcos Mundstock: Quinientas leguas al norte Rodrigo un tanto agitado, triste nota que los incas del cofre se han inca-utado. El cofre que fue en la huída olvidado, descuidado, digamos que fue en verdad tontamente abandonado...
Ernesto Acher: ¡Hombre habrase visto tamaña insolencia, tamaña desvergüenza!
Marcos Mundstock: Rodrigo vehemente injuria a los incas pues le han privado de sus propiedades.
Ernesto Acher: No hablo de los incas, me refiero a algunos que gozan contando mis intimidades y encima me insultan.
Marcos Mundstock: Pues no, yo no he sido.
Ernesto Acher: Sí, sí, yo le he oído. Usted dijo tonto...
Marcos Mundstock: ¡Dije tontamente!
Ernesto Acher: Bueno, parecido
Marcos Mundstock: Parecido no es lo mismo, caballero.
Ernesto Acher: Es que usted está diciendo falsedades.
Marcos Mundstock: Usted exagera.
Ernesto Acher: ¡Reclamo mis fueros!
Marcos Mundstock: ¡Me atengo a la historia!
Ernesto Acher: ¡Mentiras!
Marcos Mundstock: ¡Verdades! Y yo no discuto con aventureros.
Ernesto Acher: Y yo no discuto con aficionades.
Marcos Mundstock: Dirá usted aficionados.
Ernesto Acher: La rima es lo que me inspira. Yo he dicho aficionades en lugar de aficionados porque usted dijo verdades.
Marcos Mundstock: ¡Con que yo dije verdades! ¡Luego usted dijo mentiras!
Ernesto Acher: ¡Terco y duro como una pared!
Marcos Mundstock: ¿Y eso con qué rima?
Ernesto Acher: ¡Con usted, hombre, con usted!
Lo mejor, por supuesto, es escucharles y si hay ocasión acudir a uno de sus recitales. Mientras, no obstante y conforme a lo prometido, la leyenda...
RUMI ÑAHUI Y LA ACHIRANA DE ICA
Esta muy popular historia sucedió en el año 1412, cuando él poderoso Inca Pachacutec - con un magnifico sequito y un numeroso ejercito - llega al fértil valle de Ica con el propósito de anexarlo al imperio del Tawantinsuyo, por la razón o la fuerza.
No hubo ninguna resistencia, por que los inteligentes, pacíficos y laboriosos habitantes de la región decidieron que era inútil enfrentarse a 40,000 hombres perfectamente entrenados para la guerra.
En la ceremonia de celebración de la paz, sucedió “el encuentro” eje principal de esta historia, el maduro y poderoso Inca diviso a una hermosísima doncella, muy joven, cuya principal característica era una abundante y larga cabellera que lucia suelta al viento, el inca demando de inmediato su presencia.
Como era la costumbre, Pachacutec pensó que la doncella se rendiría presta y feliz a sus requerimientos amorosos, el sabía por larga experiencia que no existía ninguna gloria tan especial para una mujer, soltera o casada, que él haber recibido los favores del Inca.
Cuando la joven campesina entró en la habitación del monarca, había sido preparada especialmente para la ocasión, vestía una hermosa y transparente túnica roja y lucia en su impresionante cabellera una diadema de flores de mil colores diferentes, estaba realmente diáfana y espléndida.
El Inca notó de inmediato un relámpago en los ojos de la hermosa Rumi Ñahui, quien desafiante pero con respeto, le dijo: “Poderoso señor, te agradezco el favor que le haces a mi familia y a mí, al haberme elegido para amarte y te corresponderé como es debido... Pero... mi corazón no puede latir por ti, por que no lo tengo, hace algún tiempo un joven campesino me lo robó y mientras miraba fijamente al soberano fue soltando lentamente las amarras que tenia la túnica en los hombros, gruesas lagrimas rodaban por sus mejillas, no solo había quedado desnudo su cuerpo sino también su alma.
Pachacutec, quedo impresionado con la sinceridad y ternura de ese hermoso rostro, tomando entre sus manos las de la joven le dijo: “Queda en paz, princesa de este lugar y que nunca la niebla del dolor tienda su velo sobre el cielo de tu alma, pídeme alguna merced que, a ti y a los tuyos, haga recordar siempre la admiración que me inspirarte”.
Señor, le respondió la joven mientras se vestía, nada debo pedirte, que quien favores personales recibe obligada queda, al respetarme me has hecho enteramente feliz, no quiero nada más...
Pero si te satisface la gratitud de mi pueblo, ruégote que des agua a este valle, siembra beneficios y tendrás cosecha de bendiciones. Reina, señor, sobre corazones agradecidos mas que sobre hombres que, temerosos, se inclinan ante ti, deslumbrados por tu esplendor y poder.
Inteligente y bella eres, doncella de la negra cabellera, y así me cautivas con tu palabra como con el fuego de tu mirada, solo espera unos días, y verás realizado lo que pides y por supuesto nunca te olvides de tu rey y depositó un suave y paternal beso en la frente de la muchacha.
Solo unos días después de este incidente, estaba listo el canal de regadío más importante del tiempo de los Incas y por expresa indicación del Inca debía llamarse Achirana, que significa... “lo que corre limpiamente hacia lo que es hermoso”.
Cuando Rumi Ñahui, fue en busca de su amado para transmitirle la buena nueva, le informaron en el pueblo, que esa misma noche se había marchado sin decir donde y sin llevarse absolutamente nada. La joven doncella pensó... ¡ya regresara y sabrá que mi corazón nunca será de otro hombre sino de él,... y simplemente se sentó a esperar su retorno, al comienzo del canal en el pago de Tate.
Pasaron los días, los meses y los años y el útil canal transporto las aguas del progreso y de la vida a la agricultura de la región, cuenta la historia que la joven doncella espero por veinte años el regreso de su amado, que nunca supo del real sacrificio de la joven doncella.
A su muerte y como un monumental tributo de agradecimiento a Rumi Ñahui los lugareños tallaron una enorme roca que colocaron al inicio de la Achirana del Inca, el tiempo completó su obra al hacer flamear, hasta nuestros días, su cabellera al viento. Cuando me contaron esta historia tuve una gran curiosidad por ver el monumento a esta muy especial mujer, en 1984 se presentó la oportunidad de ir a la zona del canal en Ica y desde un mirador natural pude divisar a la distancia en forma nítida la inconfundible y hermosa silueta de Rumi Ñahui y lo mejor de ese muy especial momento fue que la perfumada brisa de esa tarde de primavera me trajo desde el pasado una singular misiva de fortaleza y fe de un pueblo generoso que se quedo grabado en el centro mismo de mi corazón.
Recopilación e interpretación Ing. Jaime Ariansen Céspedes. Profesor de Historia de la Gastronomí´.
http://www.historiacocina.com/dietas/articulos/peru/rumi.html
domingo, julio 16, 2006
Y AL TERCER CANTO FUE CABALLO
Hasta llegar a los corrales que para los encierros se disponían en la capital navarra, ni siquiera se supo toro. Luego, justo antes del “chupinazo”, entre los cabestros que, por experiencia, conocían todo lo que iba a acontecer, durante el tercer canto de los mozos a San Fermín, empezó a tomar conciencia de su identidad. El morlaco, tal vez más atento que sus compañeros a la puesta en escena del momento, incluso a pesar suyo, quiso destacar, mostrar a todos unas capacidades que descubría a la misma velocidad que se desplazaba por el asfalto. Y, en un principio, eligió su trote como exponente de esa pulsión a la que respondía cada vez más emocionado. Pensó, acto al que se estaba acostumbrando con facilidad, en esos animales que llevaban sobre sí a individuos como los que ahora corrían a su vera. Aquellos a los que tantas veces contempló deslizarse como centellas por los campos de su infancia y a los que ahora no dudaría en llamar caballos. Y ese galope eficaz, la mayoría de las veces armonioso y elegante, solo podía conseguirse adoptando las posturas y modos de un caballo. Debió ser a tales efectos que se elevó sobre sus patas y estiró su cuello tanto que la metamorfosis sucedió antes de que se cumplieran los dos minutos treinta y cinco segundos que tardó la manada en llegar a la plaza de toros de Pamplona: por suerte para los humanos solo un herido, uno que sufrió un puntazo en el glúteo, administrado por cualquiera de los de la compaña, visiblemente molesto a causa del indiscriminado palmeo que le daban en el lomo algunos de los más envalentonados y temerarios atletas del encierro. El caso es que, bastante retrasado respecto a la marcha de los demás porque decidió entrar al trote, compareció ante los aficionados presentes en el coso y ante las cámaras de televisión, lozano y albino con el mismo aspecto hermoso de esos caballos árabes que algunos rejoneadores emplean para la lidia. De toro a caballo, de antagonista del arte a protagonista del mismo. Algo en lo que nunca había pensado simplemente porque no es propia de las reses la facultad de la razón. Lo demás, ya se sabe: querer es poder y a partir de esa transformación, olvidados sus pitones en la carrera para llegar al centro del ruedo, era turno de los de la tele, que son los que otorgan carta de naturaleza a todo lo que en el mundo pretende ser cierto, decidir si ese prodigio había sucedido o no. La gente terminaría por admitir que lo que vio jamás había sucedido si para los próximos telediarios se trataba la imagen de tal forma que la realidad correspondiera a los intereses del poder. Si convenía, todos las grabaciones caseras testigo del milagro se presentarían como parte de un complot político para acabar con la Fiesta o parte de un entramado comercial que habría de soportar el colectivo más enconado con las autoridades. Pero el toro solo quería ser caballo y como caballo se comportó hasta su retorno a los toriles. Aquella tarde fue ajusticiado por la espada de Enrique Ponce, el corcel ya de nuevo toro toro por razones inversas a las que le hicieron manifestarse espléndido y distinto, y lo acaecido se olvidó quedando como leyenda urbana para futuras generaciones. |
sábado, julio 15, 2006
CLASE DE GORDOS
Una de las características principales de las políticas de derechas es dejar al ciudadano a su libre albedrío y que progrese el mejor capacitado. Por desgracia, cuando este principio ideológico se extrema acontece el oprobio y la suma minoritaria de los que alcanzaron el éxito se nutre del esfuerzo colectivo. En el caso de la izquierda, todo conduce al equilibrio y la igualdad: reparto, redistribución y actos tendentes a regular la vida social para corregir desigualdades. Pero, también este presupuesto político tiene sus contras. Ocurre que los gobiernos se inclinan por ser tan protectores que intervienen en la vida de sus administrados hasta controlar todo lo que hacen dando lugar a otra tiranía. Pues bien, ahora que vivimos una legislatura de mayoría y legítimo gobierno socialista, radical para muchos, priman las iniciativas que obran a favor del bienestar común, pero con un claro signo de sesgo totalitario. ¿Por qué? Porque, como se puede ver, por ejemplo, en los textos correspondientes a los nuevos Estatutos Autonómicos aprobados o por aprobar- véase el de Cataluña- la existencia ciudadana sufre un encorsetamiento tal que acabaremos por aprender una serie de instrucciones de usos y costumbres fuera de las cuales todo será el caos. Se dirá que exagero, sin embargo, a las normativas contra el tabaco o el carnet por puntos llega ahora una posible ley que pretende que los niños rollizos asistan a CLASE DE GORDOS... Sí, sí, no es broma. El ministerio, ya casi sin función alguna a causa de las transferencias, probablemente con la mejor intención del mundo puesto que lo que se pretende es arbitrar soluciones que palien los grandes problemas de obesidad que hay en España, se equivoca en las formas y escenarios, y dispone o está dispuesto a disponer que los colegios sean lugar de reconducción y terapia para que los escolares sobrados de carnes mejoren su salud. A los niños gorditos objeto de burlas por parte de otros compañeros no les faltaba nada más que ser estabulados con etiqueta y todo para alcanzar el rechazo de los infectos. Por lo tanto, ni vale desentenderse de los problemas, en este caso de salud, de manera que el ciudadano solo pueda enfrentarlos con sus propios medios, ni es de recibo obligar a la gente a proceder como al gobernante le convenga. Hay que establecer, eso sí, medios, mecanismos, posibilidades informativas, pedagógicas y sanitarias inteligentes y prácticas que, en el principal ámbito de responsabilidad que es la familia, sea cual sea su forma ahora que vino el Papa a defender la forma que la Iglesia cree como única válida, los padres y tutores puedan, para su descendencia y para sí, contar con todo lo necesario si es que quieren ofrecerse oportunidades que contribuyan a estar más satisfechos consigo mismos. Si vivimos en una sociedad donde se puede ser flaco, no se olvide que hay una industria- la de la moda- que favorece tragedias como las de la anorexia y la bulimia, también hay que admitir que se puede ser gordo, calvo o contrahecho: los que quieren también pueden acudir al cirujano plástico para cambiar su aspecto. Cambiar, en todo caso, esa cultura occidental del exceso- que se da igual con gobiernos de derechas o de izquierdas- donde unos, nosotros, consumimos mucho más de lo que podemos hacer nuestro mientras la gran mayoría perece a diario sin otra pertenencia que la de los días que les quedan hasta su fin.
viernes, julio 14, 2006
CLARCK Y JESÚS CONVERSAN SOBRE LAS AGUAS A PESAR DE LA SEQUÍA.
Así que se encuentran SUPERMAN y JESUCRISTO, el segundo caminado sobre las aguas del Jordán y el primero igualmente sin posarse en lugar alguno. “Que nos equiparan, que dicen que, puesto que somos un poder superior, nuestra historia puede ser extrapolable”, dice el tipo de la capa encarnada. “¿Y quien dices que lo dicen”, responde el Nazareno. “Brandon Routh, el actor que encarna a Clark Kent en la película de SUPERMAN que se estrena. “Pero, ¿Brandon es un poder superior?”, replica Jesús. “Él no. Yo, yo si soy un poder superior”, asegura entonces el superhéroe. “Entonces, ¿tu reino, como el mío, no es de este mundo?”. “No, yo procedo de Kriptón. ¿Y tú?”. “Yo presido el Universo a la derecha de Dios Padre en el Cielo y no comprendo por qué ese Brandon habla en tu nombre”. “Es a causa de la doble personalidad: ha de asumir una identidad diferente a la mía durante la película, por seguridad, y ser otro lejos del alcance de las cámaras”. “Eso supone que sois tres, como nosotros: la Santísima Trinidad... Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo”.”... Bueno, más o menos. A veces fuimos otro, pero ya no”. “Eso no lo entiendo, pero no importa. Mira, apuesto a que se te ve como el inmigrante por antonomasia”. “Pues sí: ¿cómo lo sabes”. ”Yo lo sé todo: es uno de mis poderes, pero lo he leído en la entrevista que la hacen a tu tercera persona en el diario El Mundo de fecha diez de julio”. “Es cierto, aducen que, como vengo de otro planeta...”. “Ya. Yo también lo soy. Digo inmigrante. No en vano, cuando se hace algo a uno de los míos se me hace a mí. Y, así las cosas, cuando uno de los míos es rechazado en las fronteras o es presa de las mafias para cruzar ríos u océanos, soy yo mismo quien sufro y muero”. “A mí me mataron una vez en el tebeo... Bueno, cómic”. “¿Un libro sagrado?”. “Algo parecido, aunque para algunos es una verdadera Biblia. ¿Tú también actúas por tu cuenta?”. “Me respalda la Iglesia”. “A mí Hollywood. Por cierto, que lo de tu delegado en el Vaticano cuando la tropa familiar en Valencia ha sido todo un peliculón”. “¿Lo dices por la difusión mediática que se dice ahora?”. “Claro”. “Pues, la verdad, no te digo que no. Todo esto lo comenzó el anterior Papa, pero da la impresión que este no tiene tanto tirón taquillero. Me consta que no se ha enfadado porque ZP evitara la misa. Es más, lo prefiere: para no ser creyente que más da que esté o no. Además mandó a dos de sus ministros...”. “Entonces, ya que somos tan afines, ¿qué te parece si firmamos una alianza?”. “No sé, Alá y Buda ya están ciertamente molestos porque tus presidentes nos invocan cada vez que van a iniciar una guerra contra acólitos suyos y los rusos tampoco creo que lo aprueben”. “Bueno, pues nada, regreso a la ficción que esto de combinar el cine con la fe produce un vértigo... y que lo diga yo está muy mal. A... A Ti”. “A Mí”... Y las esferas en el universo siguieron girando, los cines llenándose de personas acaloradas que buscan en el aire acondicionado de las salas satisfacción casi mística, y los obispos aún sin aprobar en la Conferencia Episcopal un finiquito como el que se han dado los políticos parlamentarios: una pasta para la jubilación repitan o no en la siguiente legislatura.
jueves, julio 13, 2006
PEROGRULLADAS DE DISEÑO Y UNA CAJA DE CARTÓN
Ingeniosos, geniales y divertidísimos artistas, Les Luthiers son un conjunto músico vocal argentino que lleva muchísimos años paseando por el mundo la gracia y el sentido del humor elevado a la enésima potencia. Por lo tanto, recomendar la asistencia a cualquiera de sus espectáculos o la consecución de su obra sonora o filmada, es prédica ineludible. Precisamente, para ilustrar lo que a continuación va a leerse- una increíble noticia- de su CANTATA DEL ADELANTADO DON RODRIGO DÍAZ DE CARRERAS, DE SUS HAZAÑAS EN TIERRAS DE INDIAS, DE LOS SINGULARES ACONTECIMIENTOS EN QUE SE VIO ENVUELTO Y DE CÓMO SE DESENVOLVIÓ, viene muy a cuento el diálogo que, asumiendo los personajes de Don Rodrigo y el Relator, realizaran Ernesto Acher- actualmente fuera de la banda- y Marcos Mundstock...
RELATOR: Al ver don Rodrigo que nada consigue, con rumbo nordeste su viaje prosigue...
DON RODRIGO: Al llegar cerca del mar rogué que no se extinguieran mis fuerzas que entonces eran por demás flacas. Me inspiré tomando el nombre de los indios del lugar y en aquel hermoso la fundé, ¡Caracas! Fundé Caracas y acerté a fundarla en tan hermoso valle...
RELATOR: Fundó Caracas, dice..
DON RODRIGO: En tan hermoso valle...
RELATOR: “Acerté a fundarla”. Acertó a fundarla. Y tanto acertó que la fundó en pleno centro de Caracas que ya estaba fundada y el no la vio...
Claro, porque es que hay personas que consiguen y proclaman lo obvio cual si acabaran de emular a Armstrong dando un gran paso para la humanidad. Es el caso de J. M. Ferrero quien ha inventado la caja de cartón. Sí, como se lee, la caja de cartón. Se trata del proyecto POORHOUSE que se realiza gracias a la colaboración de una firma comercial y una ONG, mención de honor en el certamen Valencia Crea. La noticia apareció en las páginas de Los SÁBADOS del diario ABC de fecha nueve de este mes de julio. Es una caja, pongamos de dimensiones poco mayores que las que podrían corresponder al embalaje de un frigorífico, plegable, que está destinada a servir de habitáculo, solución habitacional, o casa de menesterosos o pobres de solemnidad. Éstos, los descamisados y a medio vestir de la urbe moderna, no suponían que esa combinación de cajas de cartón y bolsas de plástico tan vistas en épocas invernales por calles, portales y pasadizos, por ejemplo de Madrid, pudieran constituir, mediante el refinamiento y la publicidad, todo un invento. Y no lo pensaron porque este asunto es un chalaneo "politiquil", seudo solidario y financiero que explica el citado Ferrero así: “El proyecto Poorhouse se concibe en 2003 y se presenta por primera vez en el Festival del BABA en Barcelona, con motivo del Año del Diseño. Desde entonces estamos trabajando en él para su próxima comercialización por parte de una importante empresa asociada a una ONG cuyo nombre no podemos revelar, y que pretende involucrar a los servicios sociales de algunos ayuntamientos. Poorhouse se propone como un habitáculo destinado a los SIN TECHO, con todo el respeto para estas personas, víctimas de la mala suerte o de muchas y variadas circunstancias, nómadas por excelencia que han aprendido a vivir prescindiendo de lo superfluo con el fin de que sirva como lugar donde resguardarse durante la noche de frías heladas. “ Dice la información además que, “Para las casas de indigentes se ha pensado incluir la impresión- en las paredes de la caja- un buzón de correo o incluso un tablón de anuncios donde recoger ofertas de trabajo o proponer las suyas. También hay zonas destinadas a la publicidad, con lo que el proyecto se financiaría por sí solo en colaboración con el Ayuntamiento o cualquier otro organismo que lo gestione”... En fin, es una colección tal de majaderías que da vergüenza, tremendo sonrojo si llega a suceder, además, que, administraciones y organizaciones de esas que se dicen independientes y que se financian gracias a los gobiernos de los que dicen no depender, puedan sostener con dinero público el aplaudido capricho de ese genio apellidado Ferrero. No obstante: ¿podrán conseguirse las cajas- casa plegables pronto en EL CORTE INGLÉS mediante tarjeta de crédito o vale municipal? ¿A los desheredados verdaderamente nómadas se les proporcionará también una bicicleta, carrito de reparto o cualquier otro tipo de domicilio rodante?... Y, ¡anda!, que si esto lo llega a proponer la ministra...
miércoles, julio 12, 2006
QUINO
martes, julio 11, 2006
AÑORALGIAS
Hoy, continuando con la sana costumbre de poner un poquito de sal al condimento de lo trascendente, o de lo que lo parece ser, una pieza de LES LUTHIERS, conjunto musico- vocal argentino que casi no necesita presentación. No obstante basta incluir el nombre dicho en cualquier buscador de internet para averiguar lo necesario de estos inmejorables y legendarios artistas... Se trata de la intruducción y letra de la canción AÑORALGIAS: lo que sigue...
AÑORALGIAS
(Espectáculo "Luthierías")
Marcos Mundstock: A continuación escucharemos una canción típica del folclore argentino, recopilada por un gran investigador y antropólogo: el licenciado Gustavo Pérez y Alonso. Como buen científico, Pérez y Alonso cultivaba la duda filosófica, se cuestionaba todo constantemente, cultivaba la duda; sin ir más lejos, firmaba sus libros en vez de "Pérez y Alonso", "Pérez o Alonso". Leemos en uno de los ensayos de este autor: El estudioso debe dudar siempre. A veces, sin embargo, después de dudar demasiado ante algún detalle, me invade una sensación de inoperancia, de ineficacia... más bien de inoperancia... o de ineficacia. Y aquí, sigue diciendo Pérez y Alonso, formulo tres interrogantes; uno: "¿la duda significa un estímulo para la indagación, o un obstáculo inhibitorio?"; dos: "en tanto herramienta filosófica, ¿es epistemológicamente plausible, o implica un eufemismo agnóstico?" y tres: "perdón, ¿de qué estábamos hablando?". Los discípulos de Pérez y Alonso lo recordarán siempre anotando en su cuaderno la canción que entonaba esa anciana de 108 años, a quien él mismo había encontrado en una de sus tantas excavaciones arqueológicas. O también, en el ejercicio de la duda, al bautizar esa misma canción vacilando entre dos posibles títulos: "Añoranzas" y "Nostalgias". Les Luthiers interpretarán ahora esa misma canción; lleva por título "Añoralgias". Esta zamba es el reiterado lamento del que ha debido abandonar su terruño y lo evoca con la emoción de la distancia.
Carlos Núñez Cortés:
Yo canto porque me gusta
y soy hombre de valor.
A "naide" tengo temor
ni cosa alguna me asusta
porque ¡¡¡Aaaaahhhhh!!!
(Se asusta por la supuesta aparición de una araña)
Carlos Núñez Cortés:
¡Primera!
Coro:
Esta zamba canto a mi tierra distante
Cálido pueblito de nuestro interior
Tierra ardiente que inspira mi amor
Daniel Rabinovich:
Gredosa, reseca de sol calcinante
Coro:
Recordando esa tierra quemante
Resuena mi grito: ¡Qué calor!
Coro:
Cómo te recuerdo mi lindo pueblito
Con tu aire húmedo y denso de día
Noches cálidas de fantasía
Daniel Rabinovich:
Pobladas de magia, de encanto infinito
Coro:
Y el cantar de tu fresco arroyito
Salvo en los diez meses de la sequía.
Coro:
Siempre fue muy calmo mi pueblo adorado
Jorge Maronna:
Salvo aquella vez que pasó el huracán
Coro:
Viejos pagos, qué lejos están
Daniel Rabinovich:
Mi tierra querida, mi dulce poblado
Carlos Núñez Cortés:
¡Bueno!
Coro:
Tengo miedo de que hayas cambiado
Después de la última erupción del volcán.
Carlos Núñez Cortés:
¡Segunda!
Coro:
Tierra que hasta ayer mi niñez cobijabas
Siempre te recuerdo con el corazón
Aunque aquel arroyito dulzón
Daniel Rabinovich:
Hoy sea un hirviente torrente de lava
Coro:
Que por suerte a veces se apaga
Cuando llega el tiempo de la inundación.
Coro:
Los hambrientos lobos aullando estremecen
Cuando son mordidos por fieros mosquitos
No se puede dormir por los gritos
Daniel Rabinovich:
De miles de buitres que el cielo oscurecen
Coro:
Siempre algún terremoto aparece
Y al atardecer llueven meteoritos.
Coro:
Y si a mi pueblito volver yo pudiera
Jorge Maronna:
A mi viejo pueblo al que no he regresado
Coro:
Si pudiera volver al poblado
Daniel Rabinovich:
Que siempre me llama, que siempre me espera
Carlos Núñez Cortés:
¡Se acaba!
Coro:
Si a mi pueblo volver yo pudiera
¡No lo haría ni mamado!
AÑORALGIAS
(Espectáculo "Luthierías")
Marcos Mundstock: A continuación escucharemos una canción típica del folclore argentino, recopilada por un gran investigador y antropólogo: el licenciado Gustavo Pérez y Alonso. Como buen científico, Pérez y Alonso cultivaba la duda filosófica, se cuestionaba todo constantemente, cultivaba la duda; sin ir más lejos, firmaba sus libros en vez de "Pérez y Alonso", "Pérez o Alonso". Leemos en uno de los ensayos de este autor: El estudioso debe dudar siempre. A veces, sin embargo, después de dudar demasiado ante algún detalle, me invade una sensación de inoperancia, de ineficacia... más bien de inoperancia... o de ineficacia. Y aquí, sigue diciendo Pérez y Alonso, formulo tres interrogantes; uno: "¿la duda significa un estímulo para la indagación, o un obstáculo inhibitorio?"; dos: "en tanto herramienta filosófica, ¿es epistemológicamente plausible, o implica un eufemismo agnóstico?" y tres: "perdón, ¿de qué estábamos hablando?". Los discípulos de Pérez y Alonso lo recordarán siempre anotando en su cuaderno la canción que entonaba esa anciana de 108 años, a quien él mismo había encontrado en una de sus tantas excavaciones arqueológicas. O también, en el ejercicio de la duda, al bautizar esa misma canción vacilando entre dos posibles títulos: "Añoranzas" y "Nostalgias". Les Luthiers interpretarán ahora esa misma canción; lleva por título "Añoralgias". Esta zamba es el reiterado lamento del que ha debido abandonar su terruño y lo evoca con la emoción de la distancia.
Carlos Núñez Cortés:
Yo canto porque me gusta
y soy hombre de valor.
A "naide" tengo temor
ni cosa alguna me asusta
porque ¡¡¡Aaaaahhhhh!!!
(Se asusta por la supuesta aparición de una araña)
Carlos Núñez Cortés:
¡Primera!
Coro:
Esta zamba canto a mi tierra distante
Cálido pueblito de nuestro interior
Tierra ardiente que inspira mi amor
Daniel Rabinovich:
Gredosa, reseca de sol calcinante
Coro:
Recordando esa tierra quemante
Resuena mi grito: ¡Qué calor!
Coro:
Cómo te recuerdo mi lindo pueblito
Con tu aire húmedo y denso de día
Noches cálidas de fantasía
Daniel Rabinovich:
Pobladas de magia, de encanto infinito
Coro:
Y el cantar de tu fresco arroyito
Salvo en los diez meses de la sequía.
Coro:
Siempre fue muy calmo mi pueblo adorado
Jorge Maronna:
Salvo aquella vez que pasó el huracán
Coro:
Viejos pagos, qué lejos están
Daniel Rabinovich:
Mi tierra querida, mi dulce poblado
Carlos Núñez Cortés:
¡Bueno!
Coro:
Tengo miedo de que hayas cambiado
Después de la última erupción del volcán.
Carlos Núñez Cortés:
¡Segunda!
Coro:
Tierra que hasta ayer mi niñez cobijabas
Siempre te recuerdo con el corazón
Aunque aquel arroyito dulzón
Daniel Rabinovich:
Hoy sea un hirviente torrente de lava
Coro:
Que por suerte a veces se apaga
Cuando llega el tiempo de la inundación.
Coro:
Los hambrientos lobos aullando estremecen
Cuando son mordidos por fieros mosquitos
No se puede dormir por los gritos
Daniel Rabinovich:
De miles de buitres que el cielo oscurecen
Coro:
Siempre algún terremoto aparece
Y al atardecer llueven meteoritos.
Coro:
Y si a mi pueblito volver yo pudiera
Jorge Maronna:
A mi viejo pueblo al que no he regresado
Coro:
Si pudiera volver al poblado
Daniel Rabinovich:
Que siempre me llama, que siempre me espera
Carlos Núñez Cortés:
¡Se acaba!
Coro:
Si a mi pueblo volver yo pudiera
¡No lo haría ni mamado!
lunes, julio 10, 2006
ENTRE EL CIELO Y EL MAR
Regreso de la mar y las emociones de la compañía- la tuya Dama de carne y besos- merecen que taiga aquí a, según algunos, el más grande cuentista español de todos los tiempos: Ignacio Aldecoa. Porque recuerdo los gallos de plata que tanto quisieron empujarnos desde sus atalayas de agua, porque desde esa calle de tu casa me acuerdo ya que veo la mar, he aquí...
ENTRE EL CIELO Y EL MAR
Por Ignacio Aldecoa
Era la tercera vez en la mañana. Los niños volvieron a acercarse. El ruido de la mar se confundía con el unánime grito de los que hablaban. Unos segundos de silencio y la monótona repetición como un gruñido o como un estertor: «aaa-ú». La red iba saliendo lentamente a la áspera playa. Su dulce color de otoño, roto por la lucecilla plateada de un pescado muy chico o por el verde triste un alga prendida en sus mallas, dividía la oscura desolación de grava menuda; cerca cabeceaba la barca vacía.
Los niños pisaban la red. Pedro había asumido la labor de espantarlos. Decía una palabrota y hacía que corrieran apenas unos metros para pararse en seguida y volver confianzudamente a poco. Pedro tenía entre los labios el chicote de un cigarrillo y les miraba superior y hostil, porque era casi un hombre y trabajaba.
En el copo había un parpadeo agónico y blanco de pascado y se movía la parda masa de un pulpo con algo indefinible de víscera o de sexo. Un último esfuerzo. Los pescadores se inclinaron más; luego se irguieron en silencio y contemplaron el mar.
La tercera vez en la mañana. El señor Venancio, el de la nostalgia de los tiempos buenos de la costera, dio una patada al pulpo, que retorció los tentáculos, y, al fin, medio dado la vuelta, los extendió tensamente, abriéndose como una rara flor.
-Si llegamos a una peseta por cabeza, vamos bien –comentó.
Los demás siguieron en silencio. Habían oído y habían olvidado. Estaban acostumbrados, aunque no resignados, como creían otras gentes del pueblo. De pronto, uno de ellos comenzó a cantar en el vaivén de la ira y el ridículo. Pedro se aproximó al pulpo y principió a jugar cruelmente con él.
-Déjalo ya –dijo el señor Venancio.
Pedro sintió algo como vergüenza que le ascendió hasta los ojos y le hizo humillar y distraer la mirada en un pececillo que cogió entre los dedos. No, no le debía de haber dicho aquello el señor Venancio delante de los chiquillos, que le miraban envidiosos. Pedro era pescador, y sabía que tenía su parte en el pulpo y un indudable derecho a jugar con él o a darle una patada como el señor Venancio. No tuvo tiempo de pensarlo mucho.
-Dale la vuelta a la moña, Pedro, y échalo en el cesto.
Los chiquillos contemplaron admirados el trabajo de Pedro en cuclillas sobre el animal.
-Cabrón –dijo Pedro, y luego se levantó con el pulpo fláccido, pendiente de sus dedos índice y medio de la mano derecha, los tentáculos colgantes formando una masa inerte, salvo en sus delgadísimos extremos, que todavía se retorcían.
El señor Venancio hablaba con los compañeros:
-Yo hubiera tirado el lance hacia el puntal; puede que allí hubiéramos sacado algo más. Como siga esto así, vamos a comer piedras. Tres veces en una mañana, y ni siquiera para comprar pan...
Pedro fingía interesarse en la conversación de los mayores sobre el jornal, porque para eso era pescador; pero sabía que no le importaba demasiado. Llegaría a su casa y tendría algo que comer. Para llevar de comer estaba el padre y no él. Acaso un trozo de pan y un rebujón de pescado frito, pero ya era bastante. Desde pequeño –contemplaba su infancia sin haber salido de ella como algo muy distante- había comido poco, a veces nada, mas siempre había tenido el derecho a llorar, a protestar por la escasez. El que no lloraba ni protestaba era su padre, que lo miraba todo con unos ojos muy pequeños, como queriendo llorar y protestar con odio.
-Pedro, lleva el cesto a la vieja y que se dé prisa en vender todo ese lastre.
Pedro se bajó los pantalones largos de color de arcilla, recogios a medio muslo.
-¿A la tarde afanamos? –preguntó.
-Se verá. Hay que contar con la mar. Te avisará, al pasar, Luciano.
Los pescadores extendían la red sobre la playa. Algunos niños se divertían cogiendo pececillos minúsculos enmallados; otros iban detrás de Pedro tocando el pulpo temerosamente. Pedro se volvía hacia ellos:
-Largo muchachos; ¿es que nunca habéis visto un pulpo?
Les lanzaba arena con los pies.
-Largo, largo, largo...
Dijo una frase obscena...
Llegó donde la vieja. La vieja estaba sentada en el escalón del umbral de la casa. Miraba distraída.
-Nada, ¿verdad? –dijo.
-Poco; se dio mal toda la mañana –contestó Pedro.
-Bueno, deja eso ahí; ahora saldré a ver lo que dan. Venancio quiere muchas cosas. Ya te puedes ir; aquí no pintas nada.
La vieja tenía un genio malo. Solía beber. Bebía aguardiente, a veces con agua, a veces con pan, mojando en la copa migas que amasaba entre los dedos y arrancaba de un corrusco guardado en uno de los profundos bolsillos de su delantal. Pedro no se había marchado todavía.
-Que ya te puedes ir –repitió la vieja.
Pedro caminó hacia su casa. Iba pensando en el mar. Le gustaría ser pescador de mar, dejar de pescar desde la playa. Le gustaría salir con la traíña y estar encargado en ella de los faroles de petróleo. Y, sobre todo, hablar del viento de Levante. Decir al llegar a casa, con la superioridad del trabajador de mar: «Como siga esto así, vamos a comer piedras. El levante nos ha llenado la traíña tres veces de mar. Si no llega a ser por el señor Feliciano, nos vamos a fondo.» Y decir esto mirando a sus padres alternativamente. Ver los ojos del padre casi tristes, casi alegres; y los de la madre, temerosos; y contar a los hermanos cómo una morena le tiró un muerdo y él le dio con el cuchillo de partir el cebo en la cabecilla de bicha, y la tuvo a sus pies retorciéndose más de dos horas.
Le llamaban los amigos que estaban jugando con cajas de cerillas.
-¿Juegas, Sánchez?
Estaban en corro sobre el sucio principio de la playa.
-Ahora no, voy a casa. Esta tarde tenemos faena.
Y una voz:
-Los de la Tres Hermanos han venido hasta arriba de pesca. Nadie sabe cómo se las han arreglado. Es el señor Feliciano, que tiene ojo de gato para esas cosas.
Pescar en la traíña del señor Feliciano era el deseo de todos lo muchachos de la playa. Pero el señor Feliciano no llevaba muchachos en su embarcación, porque pensaba que estaría mal que un niño ganase por ir con él más que su padre, que pescaba de playa o que estaba en otra lancha con poca fortuna.
Al pasar junto a la taberna de Sixto, se asomó.
-Hola, padre.
El padre de Pedro y el señor Feliciano estaban celebrando la pesca. Se había vendido bien en Vélez.
-¡De modo que tú ya andas en la labor! Bueno, hombre, bueno –dijo el señor Feliciano.
-Aprendiendo –aclaró el padre.
Pedro miraba fijamente al señor Feliciano.
-¿Quieres una copa? ¿Qué tomas?
-Un pintao –respondió Pedro.
-Pon al chico un pintao –gritó el señor Feliciano-. ¿Qué tal se dio hoy? Venancio sabe mucho; hay que largar donde él diga. Él sabe mucho de eso. Claro que las playas andan mal de pesca... Vete haciendo ojo. El año que viene, que paco se marcha al servicio... Bueno, ya hablaré con tu padre; ya se lo diré a él cuando sea.
Dejaron de hacerle caso y siguieron hablando de toreros, a los que no habían visto nunca torear. Pedro se bebió un vaso y dijo adiós. Al salir, el padre le llamó:
-Dile a tu madre que ya voy para allá.
Pedro movió la barbilla y cerró los ojos, asintiendo.
La madre de Pedro estaba sentada en el escalón del umbral de la puerta. Cosía algo. Preguntó:
-¿Qué tal se os dio?
-Mal, madre.
-Traes hambre. Anda, pasa. Encima de la hornilla hay pescado. Ojo, que hay que repartirlo. ¿Has visto a tu padre?
No daba lugar a las contestaciones; hablaba rápida, andaluzamente.
-Estará tomándose sus copas. Lo mismo da sacar buen jornal que malo. Hoy de juerga, mañana de queja. Así va todo.
-Hoy han tenido suerte –comentó Pedro-; el señor Feliciano tiene ojo de gato para la pesca.
-El señor Feliciano no tiene familia que mantener como tu padre; se puede gastar lo que gane con quien le dé la gana.
-Puede que el año que viene... paco se marcha al servicio. Ha dicho que hablará con padre. En casa de Sixto...
-Los hombres debían pensar más las cosas cuando se casan. Creerá que os voy a alimentar de aire.
-Cuando Paco se marche al servicio... Me ha dicho que vaya haciendo ojo...
-Vendrá cuando quiera, claro está, y supongo que bebido.
-Me ha invitado a un pintao. Aprecia al señor Venancio. Dice que hay que hacerle mucho caso en los lances, porque sabe mucho de eso... Lo que pasa es que las playas...
Pedro miraba a través de la puerta la playa y el mar. La madre dejó un momento la labor.
-Sin comer no se puede trabajar. Anda y come algo.
Pedro seguía mirando la playa y el mar.
-Aviva, que ya te quedará tiempo para trabajar durante toda la vida.
Pedro entró lentamente en la cocina. En el rescoldo de la hornilla había un plato de porcelana desportillado con un montón de pescado. Sobre los azulejos partidos, media hogaza de pan. Cortó un trozo y mascó sin ganas. La ventana de la cocina daba a una calle de polvo y suciedad, hecha entre dos filas de casas de una sola planta. Al sol del otoño dormitaba un perro. Las moscas s agolpaban en huellas de humedad. El vecindario vertía el agua sucia en la calle. Pedro apretó dos o tres pescados sobre el pan y salió a la puerta que daba sobre la playa. Mascaba, lenta, concienzudamente. Volvió la vista a la derecha y vio a su padre, que se acercaba. Dos delos hermanos pequeños de Pedro venían cogidos de sus manos. El padre sonreía. Llegó.
-Hola, María –hablaba lentamente-; hoy hemos salido bien. Tengo una buena noticia para ti, Pedro: Feliciano ha hablado con Venancio. Hoy te vas a venir con nosotros.
Pedro apretaba el pan y el pescado fuertemente. El padre continuó:
-De prueba. Te encargarás de las farolas; es sencillo. Ya te enseñaremos.
-Ya sé, padre.
-Bueno, te enseñaremos de nuevo, aunque digas que ya sabes.
El padre entró en la casa. Los hermanos de Pedro quedaron con la madre. La madre comenzó a hablar en voz baja, rabiosamente. Dijo por fin:
-A ver si ahora te haces un zángano como los otros, Pedro.
Pedro no la escuchaba. Entró en la cocina, donde el padre estaba comiendo.
-¿Qué ha dicho de mí padre?
-Lo dicho, que te vienes esta noche con nosotros; que cree que te puede hacer un sitio. Ya puedes hacerlo bien...
-Pero no ha dicho nada más.
¿Qué quieres que dijera, criatura? Ha dicho lo que ha dicho y es bastante.
Pedro volvió la vista.
-Podía haber dicho algo.
Pedro dejó la cocina.
Andaba ya por la playa. Iba mirando las embarcaciones varadas. Aspiraba el olor de la brea, el de las redes puestas a secar. Se acercó a la traíña Tres Hermanos. De vez en vez mordía el pan y el pescado. Dio una vuelta en torno a ella, pasando lentamente la mano vacía por sus costados. Terminó el pan y el pescado. Se tendió al sol. La lancha daba una breve sombra de mediodía pasado.
Pedro cerró los ojos. Los abrió. Las olas acababan suavemente en la playa. Cerró los ojos y escuchó como un gruñido o como un estertor: la mar.
ENTRE EL CIELO Y EL MAR
Por Ignacio Aldecoa
Era la tercera vez en la mañana. Los niños volvieron a acercarse. El ruido de la mar se confundía con el unánime grito de los que hablaban. Unos segundos de silencio y la monótona repetición como un gruñido o como un estertor: «aaa-ú». La red iba saliendo lentamente a la áspera playa. Su dulce color de otoño, roto por la lucecilla plateada de un pescado muy chico o por el verde triste un alga prendida en sus mallas, dividía la oscura desolación de grava menuda; cerca cabeceaba la barca vacía.
Los niños pisaban la red. Pedro había asumido la labor de espantarlos. Decía una palabrota y hacía que corrieran apenas unos metros para pararse en seguida y volver confianzudamente a poco. Pedro tenía entre los labios el chicote de un cigarrillo y les miraba superior y hostil, porque era casi un hombre y trabajaba.
En el copo había un parpadeo agónico y blanco de pascado y se movía la parda masa de un pulpo con algo indefinible de víscera o de sexo. Un último esfuerzo. Los pescadores se inclinaron más; luego se irguieron en silencio y contemplaron el mar.
La tercera vez en la mañana. El señor Venancio, el de la nostalgia de los tiempos buenos de la costera, dio una patada al pulpo, que retorció los tentáculos, y, al fin, medio dado la vuelta, los extendió tensamente, abriéndose como una rara flor.
-Si llegamos a una peseta por cabeza, vamos bien –comentó.
Los demás siguieron en silencio. Habían oído y habían olvidado. Estaban acostumbrados, aunque no resignados, como creían otras gentes del pueblo. De pronto, uno de ellos comenzó a cantar en el vaivén de la ira y el ridículo. Pedro se aproximó al pulpo y principió a jugar cruelmente con él.
-Déjalo ya –dijo el señor Venancio.
Pedro sintió algo como vergüenza que le ascendió hasta los ojos y le hizo humillar y distraer la mirada en un pececillo que cogió entre los dedos. No, no le debía de haber dicho aquello el señor Venancio delante de los chiquillos, que le miraban envidiosos. Pedro era pescador, y sabía que tenía su parte en el pulpo y un indudable derecho a jugar con él o a darle una patada como el señor Venancio. No tuvo tiempo de pensarlo mucho.
-Dale la vuelta a la moña, Pedro, y échalo en el cesto.
Los chiquillos contemplaron admirados el trabajo de Pedro en cuclillas sobre el animal.
-Cabrón –dijo Pedro, y luego se levantó con el pulpo fláccido, pendiente de sus dedos índice y medio de la mano derecha, los tentáculos colgantes formando una masa inerte, salvo en sus delgadísimos extremos, que todavía se retorcían.
El señor Venancio hablaba con los compañeros:
-Yo hubiera tirado el lance hacia el puntal; puede que allí hubiéramos sacado algo más. Como siga esto así, vamos a comer piedras. Tres veces en una mañana, y ni siquiera para comprar pan...
Pedro fingía interesarse en la conversación de los mayores sobre el jornal, porque para eso era pescador; pero sabía que no le importaba demasiado. Llegaría a su casa y tendría algo que comer. Para llevar de comer estaba el padre y no él. Acaso un trozo de pan y un rebujón de pescado frito, pero ya era bastante. Desde pequeño –contemplaba su infancia sin haber salido de ella como algo muy distante- había comido poco, a veces nada, mas siempre había tenido el derecho a llorar, a protestar por la escasez. El que no lloraba ni protestaba era su padre, que lo miraba todo con unos ojos muy pequeños, como queriendo llorar y protestar con odio.
-Pedro, lleva el cesto a la vieja y que se dé prisa en vender todo ese lastre.
Pedro se bajó los pantalones largos de color de arcilla, recogios a medio muslo.
-¿A la tarde afanamos? –preguntó.
-Se verá. Hay que contar con la mar. Te avisará, al pasar, Luciano.
Los pescadores extendían la red sobre la playa. Algunos niños se divertían cogiendo pececillos minúsculos enmallados; otros iban detrás de Pedro tocando el pulpo temerosamente. Pedro se volvía hacia ellos:
-Largo muchachos; ¿es que nunca habéis visto un pulpo?
Les lanzaba arena con los pies.
-Largo, largo, largo...
Dijo una frase obscena...
Llegó donde la vieja. La vieja estaba sentada en el escalón del umbral de la casa. Miraba distraída.
-Nada, ¿verdad? –dijo.
-Poco; se dio mal toda la mañana –contestó Pedro.
-Bueno, deja eso ahí; ahora saldré a ver lo que dan. Venancio quiere muchas cosas. Ya te puedes ir; aquí no pintas nada.
La vieja tenía un genio malo. Solía beber. Bebía aguardiente, a veces con agua, a veces con pan, mojando en la copa migas que amasaba entre los dedos y arrancaba de un corrusco guardado en uno de los profundos bolsillos de su delantal. Pedro no se había marchado todavía.
-Que ya te puedes ir –repitió la vieja.
Pedro caminó hacia su casa. Iba pensando en el mar. Le gustaría ser pescador de mar, dejar de pescar desde la playa. Le gustaría salir con la traíña y estar encargado en ella de los faroles de petróleo. Y, sobre todo, hablar del viento de Levante. Decir al llegar a casa, con la superioridad del trabajador de mar: «Como siga esto así, vamos a comer piedras. El levante nos ha llenado la traíña tres veces de mar. Si no llega a ser por el señor Feliciano, nos vamos a fondo.» Y decir esto mirando a sus padres alternativamente. Ver los ojos del padre casi tristes, casi alegres; y los de la madre, temerosos; y contar a los hermanos cómo una morena le tiró un muerdo y él le dio con el cuchillo de partir el cebo en la cabecilla de bicha, y la tuvo a sus pies retorciéndose más de dos horas.
Le llamaban los amigos que estaban jugando con cajas de cerillas.
-¿Juegas, Sánchez?
Estaban en corro sobre el sucio principio de la playa.
-Ahora no, voy a casa. Esta tarde tenemos faena.
Y una voz:
-Los de la Tres Hermanos han venido hasta arriba de pesca. Nadie sabe cómo se las han arreglado. Es el señor Feliciano, que tiene ojo de gato para esas cosas.
Pescar en la traíña del señor Feliciano era el deseo de todos lo muchachos de la playa. Pero el señor Feliciano no llevaba muchachos en su embarcación, porque pensaba que estaría mal que un niño ganase por ir con él más que su padre, que pescaba de playa o que estaba en otra lancha con poca fortuna.
Al pasar junto a la taberna de Sixto, se asomó.
-Hola, padre.
El padre de Pedro y el señor Feliciano estaban celebrando la pesca. Se había vendido bien en Vélez.
-¡De modo que tú ya andas en la labor! Bueno, hombre, bueno –dijo el señor Feliciano.
-Aprendiendo –aclaró el padre.
Pedro miraba fijamente al señor Feliciano.
-¿Quieres una copa? ¿Qué tomas?
-Un pintao –respondió Pedro.
-Pon al chico un pintao –gritó el señor Feliciano-. ¿Qué tal se dio hoy? Venancio sabe mucho; hay que largar donde él diga. Él sabe mucho de eso. Claro que las playas andan mal de pesca... Vete haciendo ojo. El año que viene, que paco se marcha al servicio... Bueno, ya hablaré con tu padre; ya se lo diré a él cuando sea.
Dejaron de hacerle caso y siguieron hablando de toreros, a los que no habían visto nunca torear. Pedro se bebió un vaso y dijo adiós. Al salir, el padre le llamó:
-Dile a tu madre que ya voy para allá.
Pedro movió la barbilla y cerró los ojos, asintiendo.
La madre de Pedro estaba sentada en el escalón del umbral de la puerta. Cosía algo. Preguntó:
-¿Qué tal se os dio?
-Mal, madre.
-Traes hambre. Anda, pasa. Encima de la hornilla hay pescado. Ojo, que hay que repartirlo. ¿Has visto a tu padre?
No daba lugar a las contestaciones; hablaba rápida, andaluzamente.
-Estará tomándose sus copas. Lo mismo da sacar buen jornal que malo. Hoy de juerga, mañana de queja. Así va todo.
-Hoy han tenido suerte –comentó Pedro-; el señor Feliciano tiene ojo de gato para la pesca.
-El señor Feliciano no tiene familia que mantener como tu padre; se puede gastar lo que gane con quien le dé la gana.
-Puede que el año que viene... paco se marcha al servicio. Ha dicho que hablará con padre. En casa de Sixto...
-Los hombres debían pensar más las cosas cuando se casan. Creerá que os voy a alimentar de aire.
-Cuando Paco se marche al servicio... Me ha dicho que vaya haciendo ojo...
-Vendrá cuando quiera, claro está, y supongo que bebido.
-Me ha invitado a un pintao. Aprecia al señor Venancio. Dice que hay que hacerle mucho caso en los lances, porque sabe mucho de eso... Lo que pasa es que las playas...
Pedro miraba a través de la puerta la playa y el mar. La madre dejó un momento la labor.
-Sin comer no se puede trabajar. Anda y come algo.
Pedro seguía mirando la playa y el mar.
-Aviva, que ya te quedará tiempo para trabajar durante toda la vida.
Pedro entró lentamente en la cocina. En el rescoldo de la hornilla había un plato de porcelana desportillado con un montón de pescado. Sobre los azulejos partidos, media hogaza de pan. Cortó un trozo y mascó sin ganas. La ventana de la cocina daba a una calle de polvo y suciedad, hecha entre dos filas de casas de una sola planta. Al sol del otoño dormitaba un perro. Las moscas s agolpaban en huellas de humedad. El vecindario vertía el agua sucia en la calle. Pedro apretó dos o tres pescados sobre el pan y salió a la puerta que daba sobre la playa. Mascaba, lenta, concienzudamente. Volvió la vista a la derecha y vio a su padre, que se acercaba. Dos delos hermanos pequeños de Pedro venían cogidos de sus manos. El padre sonreía. Llegó.
-Hola, María –hablaba lentamente-; hoy hemos salido bien. Tengo una buena noticia para ti, Pedro: Feliciano ha hablado con Venancio. Hoy te vas a venir con nosotros.
Pedro apretaba el pan y el pescado fuertemente. El padre continuó:
-De prueba. Te encargarás de las farolas; es sencillo. Ya te enseñaremos.
-Ya sé, padre.
-Bueno, te enseñaremos de nuevo, aunque digas que ya sabes.
El padre entró en la casa. Los hermanos de Pedro quedaron con la madre. La madre comenzó a hablar en voz baja, rabiosamente. Dijo por fin:
-A ver si ahora te haces un zángano como los otros, Pedro.
Pedro no la escuchaba. Entró en la cocina, donde el padre estaba comiendo.
-¿Qué ha dicho de mí padre?
-Lo dicho, que te vienes esta noche con nosotros; que cree que te puede hacer un sitio. Ya puedes hacerlo bien...
-Pero no ha dicho nada más.
¿Qué quieres que dijera, criatura? Ha dicho lo que ha dicho y es bastante.
Pedro volvió la vista.
-Podía haber dicho algo.
Pedro dejó la cocina.
Andaba ya por la playa. Iba mirando las embarcaciones varadas. Aspiraba el olor de la brea, el de las redes puestas a secar. Se acercó a la traíña Tres Hermanos. De vez en vez mordía el pan y el pescado. Dio una vuelta en torno a ella, pasando lentamente la mano vacía por sus costados. Terminó el pan y el pescado. Se tendió al sol. La lancha daba una breve sombra de mediodía pasado.
Pedro cerró los ojos. Los abrió. Las olas acababan suavemente en la playa. Cerró los ojos y escuchó como un gruñido o como un estertor: la mar.
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