jueves, junio 21, 2007

POLOS OPUESTOS


Polos opuestos



Malena Barreiro–Armstrong, Argentina, Alemania, EE.UU. © 2007



Ya era tarde pero el calor de ese día aún flotaba en el aire cuando salimos de la ópera. Entramos en un restaurante cercano para tomarnos un refresco, fumar bastante y charlar mucho. Caminamos hasta el fondo del local. Ella se sentó a la cabecera de la última mesa mirando hacia la puerta y yo a su derecha mirando una gran foto de Plácido Domingo cantando La fuerza del destino.
Inmaculada tiene el pelo rubio, rizado y de un brillo sedoso; yo soy morena y, aunque tengo una que otra onda, lo llevo lacio a fuerza de cepillo, con raya al costado, y a cada rato trato de apartar las mechas que me cubren el ojo derecho. Inmaculada juega constantemente con un bucle de detrás de su oreja izquierda y lo estira hasta que le queda por debajo del hombro. Tiene ojos castaños y almendrados y su risa es contagiosa. Los míos son verdes y mi risa aún no ha madurado.
En realidad tenemos mucho en común, por eso somos como hermanas. Las dos nacimos a orillas del río más ancho del Cono Sur, a pocos años una de la otra. Ambas estudiamos música en el Conservatorio Nacional y tomamos clases de ballet con la misma profesora, aunque nunca nos conocimos allá. Salimos para Europa casi al mismo tiempo, vinimos a Munich con la ilusión de una carrera profesional como muchas otras jovencitas. No nos sirvió para nada.
Ambas nos casamos con alemanes y no hemos podido tener hijos, vaya uno a saber por qué. El marido de Inmaculada viaja constantemente: es representante de una compañía que produce anticonceptivos. El mío es piloto, viaja aún más. El de ella, cuando está en casa, con eso de probar la calidad y cualidad de los productos, no le da tregua: condón viene y condón va. El mío, como los marineros, tiene un amor en cada puerto -en cada aeropuerto- y yo he vivido, hasta hace poco, en tregua perpetua.
Se nos dio por buscar trabajo donde pudiéramos usar nuestros talentos. Y es ahí donde nos conocimos: en la oficina del Arbeitsamt. Ella es mesera en un restaurante latino donde todos los fines de semana ponen un espectáculo en escena y el público puede bailar en la pequeña pista que circunda el escenario. Lo malo es que a ella el dueño le tiene terminantemente prohibido siquiera menear el culo cuando atiende a los clientes. Yo soy disk jockey en una discoteca gay. Tampoco puedo bailar con nadie. Desde mi cabina: una jaula de vidrio que pende a un costado de la pista de baile, me entretengo adivinando quién es el que lleva y quién el que se deja llevar. Algunos, los que no bailan tanto, suben para charlar conmigo. Tal vez ya se ha corrido la voz de que junto a mi mesa de trabajo guardo una caja con las muestras que me da el marido de Inmaculada, con el fin de que le diga cuál me gustó más: el largo y regordete de color negro y brilloso, el verde en forma de cactus, el azul lleno de bolitas de diferentes diámetros, el que termina en nariz de payaso o el del sombrero de tres picos. Yo se los regalo a los clientes de la discoteca y les pregunto a ellos, así es cómo nunca me ha faltado una respuesta para darle al obsequiador.
Con los regalos de mi marido he llenado dos estantes de las repisas del baño. Como es muy cortés, siempre que regresa de cada viaje me trae -y las elige por su forma- una botellita de perfume: Paloma Picasso, porque la esencia, que está en una burbuja transparente, va embutida en un estuche negro, brilloso y rechoncho. Kenzo, porque es un nopal verdoso con una gotita de rocío en la punta. Sun Moon Stars, porque es un globo azul decorado con pompas de diferentes diámetros. Dalí, porque es una ampolla de labios carnosos y nariz de bufón. Duende, porque el tapón es como un sacacorchos de 20 centímetros y Balahé, porque parece un soldado gordinflón con sombrero de cuatro picos.
Inmaculada tiene exquisitas formas, como las de la modelo que inspiró a Gianbologna cuando esculpía La violación de Sabina. Yo le hubiera servido a Madame Curie como ejemplo de su primera radiografía. A Inmaculada le atrae todo lo espiritual, lo romántico, lo platónico. Claro está, uno añora lo que le falta. Yo intenté darle un poquito de todo eso que le gusta; a veces le contaba sobre la vida de las beatas -he leído muchos libros sobre el tema-, o le recitaba uno que otro poema de un famoso sevillano -romántico por excelencia-, e incluso le había comentado los diálogos de Platón con Fedro -tema preferido de uno de los chicos que me hace compañía todos los viernes en mi jaula de cristal. Pero nada de esto la llegó a satisfacer en sus necesidades. Ella compartía conmigo algunos detalles de sus pruebas de control de calidad, con lo cual se intensificaban mis necesidades de satisfacción. Yo tenía poco que contarle.
Tal vez todo esto fue lo que nos ha llevado a lo que nos ocupa en este momento: ella tiene un amante idealista, de la isla Amistad, y yo uno del extremo opuesto: un centroamericano del Cabo Gracias a Dios.
Inmaculada y el sudamericano se pasan horas hablando de la naturaleza, de cómo luchar en favor de los indefensos animales torturados en experimentos de perfumes y cosméticos, de que cada ciudadano debería abnegarse por el cuidado del ambiente, de que las comidas tendrían que ser sanas; y el tipo le trae flores, le obsequia galletas de grano integral y bebidas sin aditivos protectores. Charlan tomados de la mano y, sólo hasta ahí llegan.
El mío no necesita traerme nada, todo lo indispensable está al alcance de la mano. Además, ni bebemos ni comemos, para eso no tenemos tiempo, tampoco hablamos mucho. Nuestro oasis favorito es el baño. Yo dejo que él me adobe en perfumes extranjeros y sondee sin protección alguna hasta donde quiera para comprobar la capacidad de brío que poseo.
Inmaculada, mirando hacia la puerta del local, me comentaba complacida las cualidades humanas y los altos valores espirituales de su amante sentimental. "Dejá que te explique, Concepción; el tipo es único, exactamente lo que me hacía falta; creémelo, Conchita", me decía casi en un trance. Y yo, por pura modestia, guardaba silencio; cómo iba a sacarla de tan idílico tema para contarle las facultades eróticas del mío. "A cada uno lo suyo", me dije para mis adentros, y para no interrumpirla encendía un cigarrillo tras otro y dejaba que mi mirada recorriera, a ratos, las paredes del lugar.
La foto de Plácido frente a mis ojos, un Don Álvaro con sangre inca y temperamento caribeño, tan parecido a nuestros amantes, me hizo imaginar, esa noche de verano, que las dos éramos Leonora y estábamos en aquel restaurante planeando nuestra fuga a espaldas del Marqués de Calatrava. Una locura que nunca haríamos.
¡El destino tiene más fuerza que nosotras! Inmaculada se relaja en el locus ameno, que él le brinda, y yo me revuelco en la hoguera, que el mío alimenta.

No hay comentarios: