QUEMAR AL DEMONIO
Guillermo Rothsche
Omolerak se acercó a Umele. Mirando la Luna que ya se mostraba completa, le dijo: —Hagámoslo ahora.
Bajaron la cuesta hacia la cabaña de ramas y hojas. Los guardianes les abrieron la puerta de troncos decorada con pinturas rituales, serpientes y símbolos de poder.
En el interior, una figura sentada en el suelo los miró.
—¿Otra vez...? ¡No, por favor, no, otra vez no!— gritó mientras los guardianes lo arrastraban hacia la luz de la Luna llena. La expresión de su cara era de total desesperación y terror. Subieron la pendiente con él a rastras; debía hacerse en un lugar alto, cerca de los dioses y lejos de los demonios. Demonios como éste, que confundían la mente, que parecían no morir o morir muchas veces. Omolerak tenía la impresión de haber hecho esto antes, no una sino varias veces. La cara de Umele, torcida por el disgusto, parecía mostrar que pensaba lo mismo.
Ataron al demonio a una tarima de troncos que estaba en la cima. En el semicírculo de la otra pendiente del valle, a media altura, la Tribu los miraba.
El demonio que había llegado con fuego moriría por el fuego. El que salió de la nada, en una explosión que mató a la familia de Kot y ahuyentó el ganado, volvería a la nada porque sólo vino a causarles mal. A traer la desgracia y el hambre. Y aunque le temían, el odio era mayor. Si quemaban a éste, los demonios sabrían que estos eran hombres que no se dejaban amedrentar, y no volverían.
Encendieron la hoguera bajo la tarima. Las llamas se elevaron, se colaron entre los troncos. El demonio comenzó a aullar, se diría que de dolor. Pero los demonios, es sabido, no sienten dolor.
La carne prestada con la que se había vestido se quemaba y dejaba los huesos a la vista. El cinturón de metal incrustado de cristales —que nadie se había atrevido a quitarle— comenzó a echar chispas, un halo de luz que no venía de las llamas lo envolvió, la hoguera y la torturada figura empezaron a ondular...Omolerak se acercó a Umele.
—Ya es hora.
Bajaron la cuesta hacia la cabaña de ramas y hojas. Los guardianes les abrieron la puerta de troncos decorada con pinturas rituales, serpientes y demonios grotescos.
En el interior, una figura sentada en el suelo los miró.
—¿Otra vez más...? ¡No, por favor, otra vez no! —gritó, mientras los guardianes lo arrastraban hacia la luz de la Luna llena—. ¡Ya me quemaron! ¿No se acuerdan...? ¡Ya me quemaron!! —La expresión de su cara era de total desesperación y terror.
Mientras lo arrastraban, trató de que le entendieran.
—¡Suéltenme las manos, y me voy! ¡Déjenme cambiar la hora del cronotor, déjenme volver a mi tiempo, por favor! ¡No regresaré nunca!
Los guardianes, como todas las veces anteriores, miraban fijamente adelante. Umele el Cacique y Omolerak el Gran Sacerdote caminaban detrás, pero no le hacían caso. Tampoco entendían lenguajes del siglo XXIV, ni cómo un antropólogo con un cinturón cronotor podía viajar por el tiempo...
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