miércoles, noviembre 01, 2006

CAMPOSANTO DEL PUEBLO


Como es hoy el día que es, a pesar de lo poco que coincido con las manifestaciones puntuales de pasión, puesto que si hay que celebrar a los muertos no vale hacerlo efectivo, como ocurre con tantas otras costumbres, ni siquiera socialmente, una vez al año cual lo señala el almanaque, sea. Y con el respeto que merecen los que profesan otras creencias o quienes no nos confesamos con ninguna, por raiz cultural y por calidad literaria, ya sin más preámbulos ni justificaciones...


CAMPOSANTO DEL PUEBLO

por Antonio Burgos

ABC 1 de Noviembre de 2006

LOS crisantemos nuevos, los nichos encalados, el ciprés de silencio y el pájaro que canta, un albero regado de luto y de mantones, los nombres conocidos en lápidas de musgo, apellidos notables de la villa campera en grandes panteones de ladrillo y de mármol, quizás una escultura del ángel de la vida remata el templo griego de la entrada a la muerte: peristilo de novios caídos en la guerra, de muchachas hermosas que murieron del pecho, incógnitos difuntos de los años del hambre, los párvulos que vuelan en nubes a la gloria, ángeles del retablo, camposanto de pueblo.Descansan muchas cosas en este cementerio. Descansan los recuerdos, descansa casi un siglo que me sé de memoria. En la ciudad me llego a la inmensa metrópolis, los cipreses marcando las grandes avenidas, emes treintas que llenan los coches funerarios, y recorro las calles con sus nombres de santos. Son tan desconocidos como todos los nombres del mármol de estas flores que ha traído noviembre. Quizá los encontraste un día por la calle a éstos que ahora yacen, iguales, ignorados, en la ciudad inmensa del ciprés adosado. Fueron los trajes grises de invierno y de semáforo, peatones oscuros que esperaban luz verde, clientes de la bulla de enero en las rebajas, o las blancas camisas del verano en la playa, sombrillas ya sombrías, bajamar de la vida, con la arena mojada por lágrimas ya secas, desconocidos muertos, ciudad de los difuntos.Apenas un torero que mató un toro entonces: los gitanos lo llevan en hombros a la gloria, el bronce de un entierro que el tiempo hace más sepia. (Dicen que las columnas de Hércules entonces vistieron lutos negros de cante y de duquelas.) Eso apenas conoces en la inmensa metrópolis, la ciudad de los muertos se ha hecho inhabitable, aproximadamente igual que con los vivos. Del panteón del rico no has visto sus haciendas, ni la angustia del hombre que en esta tumba yace. Aunque saque la muerte mayoría absoluta, en este cementerio no conoces a nadie, la ciudad difumina al hombre hasta difunto.En cambio vas al pueblo, a rezar por los tuyos, al pájaro que canta, al solano que llega barruntando la lluvia, a la cal que enjalbega los nichos comunales y es vieja conocida cada muerte en su tumba. Recuerdas aquel año en que esta vieja dama, dueña de medio pueblo, fue campana en la torre doblando todo el día su misa de tres capas, y conoces los nombres de sus fincas, su escudo coronando balcones de herrajes dieciochescos, el salón de damascos y espejos de su casa, el marido lejano que mataron los rojos y el niño que jugaba contigo a la pelota, que todos proclamaban la estampa de su padre, sin que tú por entonces supieras lo que es póstumo. Ahora sí que lo sabes: es póstuma la vida que recuerdan tus muertos, camposanto de pueblo. De este viejo difunto evoco su caballo, sus cuatro mulas tordas enganchadas al carro las tardes que volvía de aventar en la era cosechas de costales con su hierro en la lona. Este párvulo muerto en el año cincuenta, cuando aquella epidemia que diezmó las escuelas, lo recuerdas, tan rubio, con su babi azulina: su mármol es el espejo en que ahora te miras, de milagro no fuiste compañero de banca en la triste primaria de aprender a morirse. Y aquel tan de la tierra, de escopeta y de perro, de tratos en la feria y cantes en un cuarto, de coche hasta Sevilla para ver a un torero, de la silla galápago en su jaca alazana, mil novias imposibles suspirando en la reja y el amor prohibido de la hija de un casero, aquí ahora contemplas: no lleva botas altas, ni lleva ropa inglesa con sombrero de ala ancha, pero su nombre alza su estampa de zahones, con acoso y derribo de hembras olvidadas, quizás enamoradas más allá de la vida.Y bajo unos latines que hablan de San Pedro, miro ahora este nombre: el señor cura párroco que oficiaba novenas y confesaba escrúpulos, y daba el panegírico de agosto a la Patrona, y enterraba recuerdos rezando un gorigori. El mismo que resuena, ciprés, pájaro, fuente, en este camposanto del pueblo de noviembre en donde conocemos los nombres de la muerte.

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