Es de un pueblo de Granada, que me perdone Magdalena pero no recuerdo ahora el nombre. Dice que se casó en fecha idéntica a la de su cumpleaños y eso es mañana, catorce de julio. La he conocido por causas ajenas a este hábito de escribir. Ha vivido ochenta y dos años, según dice, y me contaba hace poco la experiencia agónica de una noche en la que no podía dormir. Intranquila “iba de un extremo a otro de la cama” incapaz de conciliar el sueño. Y fue así, hasta caer en la cuenta: había dejado olvidado en el baño, para asearse, el colgante donde lleva el retrato de su queridísimo y difunto marido. Ella no se desprende de la venerada pieza salvo para tareas como la dicha y, descuidada en esta ocasión, hizo lo que era costumbre para alcanzar el sueño sin sospechar lo que se le avecinaba. Sin embargo, recobrar ese liviano peso sobre su pecho, supuso que, acompañada como cada noche, ya tranquila, descansara sin más contratiempos. Asegura que no volverá a desprenderse de la joya ni siquiera cuando convenga a la hora de sus abluciones. Al menos es de lo que da fe, orgullosa y sonriente, portando ese óvalo en blanco y negro: casi reliquia de lo que es aún un AMOR escrito con las mayúsculas que sonaran entre sus labios... Magdalena, a pesar de su edad y de ciertas molestias en las rodillas, percance que le obliga a caminar ayudándose de un bastón, está redondita y lozana, sonriente a nada que le atiendas sentidamente y, por lo mismo, responde siempre agradecida. Es el caso de otras personas en la comunidad pública que les recibe residentes o titulares de una plaza durante el día y en la que, junto a otros compañeros, paso cinco horas diarias para aprender. A mitad de camino- aún siete jornadas para compartir su casa- sé el nombre de algunos más de los de las alegres horas a la sombra en el jardín del centro. Con ellos y con otros en “pijama” como yo, hay palabras, confidencias, bromas, lamentos y consecuentemente, por mucha distancia que uno quiera tomar, cariño. Hoy mismo, mientras en los vestuarios tornaba mi indumentaria a la vez que don Luís el de Villena, medité sobre los desgarros y el dolor que tiene que producirse con el vertiginoso deterioro, sobre todo mental, de aquellos con los que tan buena relación se consigue, si no con la indeseable pero natural intermediación de la parca. Y eso que en la “parroquia” hay gente con todo y con nada: que no se sabe que es peor, si los manifiestamente arruinados o los permanentemente en la sombra. Un rol de “averiados” que podría llevar a observaciones del todo drásticas acerca de lo que es digno o no entre seres humanos. Pero Magdalena cumple años y son ochenta y cuatro contando con lo que ponía en el recordatorio de uno de los tablones. Ochenta y tres si se hace caso a la edad que ella reconoce tener actualmente. Como suele decirse, tiempo y hora al que nos gustaría llegar a todos- según la media de edad actual nada difícil- siempre y cuando lo menguado desde aquel día en el que alcanzamos la plenitud como seres no nos ponga al borde de ese terreno al que aludía y que para mí aprecio intolerable. El lunes buscaré a Magdalena para que me consienta el achuchón más fuerte y, en su honor, como promesa festiva y cabal, ya que, por las razones que sean, tantos han de encomendarse al cuidado de terceros recluidos en discutibles casas de salud, siempre que me sea posible, siempre, en aquello de lo que a mí dependa, las personas de mi familia que han vivido más que yo, y aquellos de los que sin ser de mi sangre son de mi corazón, tendrán sol y sombra, conversación y paseo, atención y cumpleaños, y los reversos de la condición humana, esos que exigen servidumbre y apuro y paciencia, conmigo bajo el mismo techo. “Hable con ella”, proponía por razones muy distintas ALMODÓVAR en una de sus célebres películas. Hable con ella o con él, con ellos, con las Magdalenas que tienen en casa y en casa, si es posible, acompáñelos, que lleguen hasta su último día sin el oprobio silente del arrinconamiento.
viernes, julio 13, 2007
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