
El semáforo ni parpadea. Aún la misma luz. Pies quietos. Tranquilidad. Sin prisas pero sin pausa, suave... ¡Verde! Primera, segunda, tercera y... segunda de nuevo para abordar la primera curva: giro de noventa grados, y que no aproveche nadie para tomar la delantera. ¡Eso, repetir las maniobras en voz alta me tranquiliza! ¡No, ahora no, miserable: es mi sitio! Bueno, así, no te pases... Segunda y, nuevo giro... ¡Atención! Es en esta recta cuando conviene ser preciso y diligente para no pifiarla. Sobrepasar el objetivo es una complicación seria pero relativamente importante. Aseguraron que se darían tres oportunidades... Tercera y... nada, esta vez nada. Vuelta a empezar. Segunda, primera y semáforo en rojo... Este minuto me desasosiega. Confío en que, todo lo más, si es que se ha producido la anhelada partida, de lugar a un solo estacionamiento. Regresar a las afueras de nuevo para mendigar otra vez la puñetera tarjeta de circulación urbana, es algo que no sé si podré soportar. Ser alguien en esta vida, merecer tiempo y lugar, dejar para siempre los suburbios, tiene que ver- ¡quién lo iba a decir a principios de este tercer milenio!- con lograr ese pase. Y la licencia de marras permite un asiento ante los operadores laborales, quienes han de formular la oferta de trabajo que corresponda y concesión automática de residencia. ¡Trabajo y casa, el gran sueño! Sin embargo, conforme el dichoso salvoconducto de rodaje, el futuro depende de la pericia de cada uno: lograr la ocupación de una plaza para aparcar en la vía pública es la llave de todo... ¡¡Aparcar, aparcar!! Dijeron que habían muerto dos y a uno le despidieron por desfalco. Así pues, quedan tres sitios en esta calle. ¡Casi nada, paralela a las grandes arterias de Metrópolis! ¡Una aval de oro, la garantía esperada!... Verde de nuevo, ¡allá vamos!
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