Texto: Horacio López
El pajarito del reloj de cucú recibió al bichito de San Antonio, medio adormilado. Entre hora y hora solía hacerse una siesta.
—¡Esta noche termina el año! —anunció el bichito—. El año, el siglo, el milenio, todo. Salgamos a festejar.
—Yo… no puedo. Me tengo que quedar.
—¿Como te tenés que quedar? —dijo su amigo—. Una ocasión así no se presenta en mil años más. Vamos. ¡Dejá de estar encerrado en esta casucha vieja!
—¡No es una casucha vieja! —reaccionó el pajarito—. Es… una cabaña alpina con su verja blanca y su tejado rojo y es un precioso reloj y… y además es mi casa.
El bichito voló por el cuarto lleno de engranajes, resortes, ejes y volantes y todas esas cosas que hay en un reloj.
—Además… —dijo el pajarito—, tengo que tener todo listo y aceitado para salir a las doce en punto por esa puerta y anunciarles el año nuevo a los dueños de casa: si no me ven se mueren. Mi aparición les da una alegría…
—Pero vos también tenés derecho a festejar ¿no?
—Yo…
—Dejáte de yo yo… Esta noche es la última del año, del siglo y del milenio, todo junto y tenemos que celebrarlo. A las 11 te paso a buscar. Vamos al PZZ. Antes de las doce volvés.
El PZZ, donde se encontraban todos los insectos de la zona, estaba repleto de escarabajos, mariposas de noche, cotorritas y luciérnagas que revoloteaban alrededor de tres letras luminosas que eran la gran atracción del lugar. Les encantaba zambullirse en el colorido resplandor de las únicas letras de un cartel que todavía encendían.
—¿Qué hora es?
—¿Recién llegamos y ya preguntás eso? Calmáte y escuchá cómo zumba.
Una bonita luciérnaga sacó a bailar al bichito de San Antonio. Y al pajarito lo invitó a bailar una preciosa cigarra. Juntos dieron vueltas en torno a la luz y luego pararon a descansar.
—¡Esto sí que es divertido! —se entusiasmó el pajarito.
—Sí, pero ojo. Porque acá suele andar un sapo que si te agarra te convierte en alimento. En SU alimento.
En eso, un mosquito pasó en sentido contrario gritando:
—¡Sapo, Sapo, Sapo!
—¡Te lo dije: ahí viene. ¡Cuidado!
El sapo dio un pegajoso brinco en la oscuridad. Al verlo, los insectos retrocedieron.
—¡Pongansé más lejos! —gritó el pajarito—. ¡Los va a comer!
—¡Eso es lo divertido —dijo su amigo—. ¿Si no, qué gracia tiene? El Toreo al Sapo es la parte más linda de la fiesta.
—¿Toreo?
—Sí. Vamos y nos lanzamos contra el sapo y el que pasa, pasa y el que no, no.
—Me tengo que ir.
—Pará. No seas aburrido. ¡Quedáte un ratito más!
En eso, volvieron la luciérnaga y la cigarra para invitarlos al toreo y el pajarito no pudo resistir la invitación.
Y la pasó bárbaro. Incluso cuando la lengua de látigo del sapo estuvo a punto de capturar al bichito de San Antonio y él lo salvó asustando con su tamaño al sapo y todos los presentes lo felicitaron y luego se quedaron los cuatro charlando de cosas y contando chistes y él hasta se animó a cantar en público fuera de horario.
Entonces se oyó sonar la campana y empezaron a verse los primeros fuegos artificiales en el cielo.
—¡¡Los viejitos!! —gritó el pajarito—. Me olvidé de los viejitos.
A lo lejos se oyó una segunda campanada.
—¿Qué viejitos? —preguntó la cigarra.
—Tengo que anunciarles el año nuevo a dos viejitos. Viven solos, si no me ven…
Sonó otra vez la campana: le quedaban nueve.
El pajarito salió volando para su casa, sin entender cómo se le había hecho tan tarde. Oyó las siguientes campanadas mientras los fuegos artificiales se desparramaban en el cielo como salpicaduras de luz. Uno estalló muy cerca y estuvo a punto de voltearlo. Llegó al reloj cuando le quedaban sólo dos campanadas.
Fatigado, pero listo para salir, se sacudió las plumitas, ensayó el tono de voz, y estiró la patita hasta la puerta para probar si abría. Pero estaba atrancada: el mecanismo que la abría le había quedado sin aceitar. Desesperado, oyó la anteúltima campanada.
Corrió.
En la sala, los presentes esperaban con las copas alzadas que él saliera para brindar. Sonó la última campanada y la puerta se abrió; pero nadie salió.
—Se trabó —dijo alguien.
Tras un silencio y algunas toses, el pajarito apareció sobre el techo del reloj, y desde allí cantó:
—¡Cu cú - cu cú! ¡Cu cú - cu cú! ¡Cu cú - cu cú!
Oírlo causó a todos el mismo efecto que a los dueños de casa: una alegría de tobogán, de tesoro, de novios y de autitos chocadores. Recién ahí notó él que los viejitos estaban rodeados de un montón de nietos. Y de contento, volvió a salir y cantó como nunca lo había hecho, el doble de lo que le correspondía.
Entonces aparecieron sus compañeros:
—Mi amigo —dijo el bichito de San Antonio señalándolo—, es el encargado de avisarles a todos que las horas pasan. ¡No cualquiera canta las doce!
—Vinimos a darte el premio… —le explicó la cigarra.
—¿Cuál premio? ¿Por qué? —le preguntó la cigarra.
—Como te fuiste tan rápido —dijo su amigo—, vinimos nosotros.
Afuera los esperaban la luciérnaga y una nube de insectos más: todos venían a festejar el nuevo siglo al farol de su casa. El pajarito, que de tan contento ni se acordaba del sapo, oyó que la cigarra le decía:
—Esta noche, vos fuiste el que le pasó más cerca.
—¡Esta noche termina el año! —anunció el bichito—. El año, el siglo, el milenio, todo. Salgamos a festejar.
—Yo… no puedo. Me tengo que quedar.
—¿Como te tenés que quedar? —dijo su amigo—. Una ocasión así no se presenta en mil años más. Vamos. ¡Dejá de estar encerrado en esta casucha vieja!
—¡No es una casucha vieja! —reaccionó el pajarito—. Es… una cabaña alpina con su verja blanca y su tejado rojo y es un precioso reloj y… y además es mi casa.
El bichito voló por el cuarto lleno de engranajes, resortes, ejes y volantes y todas esas cosas que hay en un reloj.
—Además… —dijo el pajarito—, tengo que tener todo listo y aceitado para salir a las doce en punto por esa puerta y anunciarles el año nuevo a los dueños de casa: si no me ven se mueren. Mi aparición les da una alegría…
—Pero vos también tenés derecho a festejar ¿no?
—Yo…
—Dejáte de yo yo… Esta noche es la última del año, del siglo y del milenio, todo junto y tenemos que celebrarlo. A las 11 te paso a buscar. Vamos al PZZ. Antes de las doce volvés.
El PZZ, donde se encontraban todos los insectos de la zona, estaba repleto de escarabajos, mariposas de noche, cotorritas y luciérnagas que revoloteaban alrededor de tres letras luminosas que eran la gran atracción del lugar. Les encantaba zambullirse en el colorido resplandor de las únicas letras de un cartel que todavía encendían.
—¿Qué hora es?
—¿Recién llegamos y ya preguntás eso? Calmáte y escuchá cómo zumba.
Una bonita luciérnaga sacó a bailar al bichito de San Antonio. Y al pajarito lo invitó a bailar una preciosa cigarra. Juntos dieron vueltas en torno a la luz y luego pararon a descansar.
—¡Esto sí que es divertido! —se entusiasmó el pajarito.
—Sí, pero ojo. Porque acá suele andar un sapo que si te agarra te convierte en alimento. En SU alimento.
En eso, un mosquito pasó en sentido contrario gritando:
—¡Sapo, Sapo, Sapo!
—¡Te lo dije: ahí viene. ¡Cuidado!
El sapo dio un pegajoso brinco en la oscuridad. Al verlo, los insectos retrocedieron.
—¡Pongansé más lejos! —gritó el pajarito—. ¡Los va a comer!
—¡Eso es lo divertido —dijo su amigo—. ¿Si no, qué gracia tiene? El Toreo al Sapo es la parte más linda de la fiesta.
—¿Toreo?
—Sí. Vamos y nos lanzamos contra el sapo y el que pasa, pasa y el que no, no.
—Me tengo que ir.
—Pará. No seas aburrido. ¡Quedáte un ratito más!
En eso, volvieron la luciérnaga y la cigarra para invitarlos al toreo y el pajarito no pudo resistir la invitación.
Y la pasó bárbaro. Incluso cuando la lengua de látigo del sapo estuvo a punto de capturar al bichito de San Antonio y él lo salvó asustando con su tamaño al sapo y todos los presentes lo felicitaron y luego se quedaron los cuatro charlando de cosas y contando chistes y él hasta se animó a cantar en público fuera de horario.
Entonces se oyó sonar la campana y empezaron a verse los primeros fuegos artificiales en el cielo.
—¡¡Los viejitos!! —gritó el pajarito—. Me olvidé de los viejitos.
A lo lejos se oyó una segunda campanada.
—¿Qué viejitos? —preguntó la cigarra.
—Tengo que anunciarles el año nuevo a dos viejitos. Viven solos, si no me ven…
Sonó otra vez la campana: le quedaban nueve.
El pajarito salió volando para su casa, sin entender cómo se le había hecho tan tarde. Oyó las siguientes campanadas mientras los fuegos artificiales se desparramaban en el cielo como salpicaduras de luz. Uno estalló muy cerca y estuvo a punto de voltearlo. Llegó al reloj cuando le quedaban sólo dos campanadas.
Fatigado, pero listo para salir, se sacudió las plumitas, ensayó el tono de voz, y estiró la patita hasta la puerta para probar si abría. Pero estaba atrancada: el mecanismo que la abría le había quedado sin aceitar. Desesperado, oyó la anteúltima campanada.
Corrió.
En la sala, los presentes esperaban con las copas alzadas que él saliera para brindar. Sonó la última campanada y la puerta se abrió; pero nadie salió.
—Se trabó —dijo alguien.
Tras un silencio y algunas toses, el pajarito apareció sobre el techo del reloj, y desde allí cantó:
—¡Cu cú - cu cú! ¡Cu cú - cu cú! ¡Cu cú - cu cú!
Oírlo causó a todos el mismo efecto que a los dueños de casa: una alegría de tobogán, de tesoro, de novios y de autitos chocadores. Recién ahí notó él que los viejitos estaban rodeados de un montón de nietos. Y de contento, volvió a salir y cantó como nunca lo había hecho, el doble de lo que le correspondía.
Entonces aparecieron sus compañeros:
—Mi amigo —dijo el bichito de San Antonio señalándolo—, es el encargado de avisarles a todos que las horas pasan. ¡No cualquiera canta las doce!
—Vinimos a darte el premio… —le explicó la cigarra.
—¿Cuál premio? ¿Por qué? —le preguntó la cigarra.
—Como te fuiste tan rápido —dijo su amigo—, vinimos nosotros.
Afuera los esperaban la luciérnaga y una nube de insectos más: todos venían a festejar el nuevo siglo al farol de su casa. El pajarito, que de tan contento ni se acordaba del sapo, oyó que la cigarra le decía:
—Esta noche, vos fuiste el que le pasó más cerca.
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