jueves, febrero 15, 2007

PREMIO ONDAS PARA DIOS

Es un lujo contar con la palabra escrita de José Luís Alvite. Un lujo y una alegría: concederse el tiempo necesario para disfrutar, para emocionarse, para concluir y pensar, para sonreir, para asentirse cómplice, es de ejemplar inteligencia. Pues bien, para todos...


PREMIOS ONDAS PARA DIOS

Por José Luís Alvite

La Opinión A Coruña 15 de febrero de 2007



..A mí, por favor, que no traten de salvarme de mi mala vida, ni de evitarme la repetición de viejos errores, y que no trate tampoco nadie de hacerme ver las ventajas de la vida recta y sin remordimientos, porque soy mayorcito y sé lo que me conviene, acepto mis flaquezas y soy perfectamente consciente de que no hay una sola virtud que no resulte francamente aburrida ni un consejo sanitario que no lleve aparejada la renuncia a un placer. Ya hace muchos años que perdí la ingenuidad escolar. Tengo mi propia idea sobre cual ha de ser mi existencia y cual mi fin. Sé perfectamente que el ideal de un hombre como yo sería conseguir la relampagueante lucidez del poeta y el envidiable metabolismo del cerdo, lo que me permitiría convertir la mitad de mis errores en literatura y la otra mitad, en jamón. No beber, no fumar, no fornicar a tontas y a locas, no trasnochar ni cambiar de familia... todas esas virtudes que nos exige el Poder, resulta que son exactamente las cualidades que le hacen tan aburrida la muerte a los difuntos y lo que provoca que los telediarios se confundan con la publicidad. Yo creo que lo que se persigue con tantas prohibiciones no es en realidad mejorar nuestra salud, sino suprimir nuestros instintos como primer paso antes de suprimirnos de un plumazo nuestra libertad, incluso la mínima libertad a la que cualquier hombre tiene derecho para elegir la mejor manera de perderla. Nos marginaron a los fumadores y lo harán ahora con los que toman copas, camino de hacerlo, sin duda, con los que sueñan, porque un hombre que sueña, como un hombre que bebe, suele caer en la tentación de improvisar, con lo peligroso que eso resulta cuando la espontaneidad se convierte en ideas y las ideas evolucionan luego sin control y sin remilgos hasta transformase en galerías de arte, en baños turcos o en revoluciones. La II República y el franquismo emplearon a la Guardia Civil contra los mineros y contra los estudiantes, porque unos y otros eran tentativas de libertad que convenía sofocar. Con el paso de los años el Poder ha estilizado sus reacciones, de modo que ahora en vez de la Guardia Civil emplea en las cargas a la ministra de Sanidad, que trata de inculcarnos una vida ordenada, metódica y cuadriculada en la que la única flaqueza sórdida sea el trabajo y la productividad la secuela más revolucionaria, algo sorprendente tratándose de la izquierda ideológica, de la que nunca sospechamos que una vez instalada en el Poder se dejase arrastrar por esa oleada de puritanismo clínico y espiritual que convierte los postulados morales y mercantiles del Opus Dei en un divertido juego de mesa y a Doris Day en una sórdida fulana de alterne. Ni siquiera los obispos del franquismo habían ido tan lejos en su lucha teológica contra el vicio. Dios condenaba la gula pero no analizaba las hamburguesas ni le tomaba el aliento a los conductores en la carretera. Ibas al confesor y aquel tipo te afeaba tu conducta, te llamaba al buen camino y te condenaba a respirar su aliento y a rezar luego tres padrenuestros y un avemaría. Aquellos fiscales te miraban el alma, muchacho, no la orina, ni los calzoncillos, como hacen estos. Y superada la penitencia en el banco de la iglesia, volvías a las andadas a sabiendas de que Dios era severo pero no idiota, así que cuando las cosas se ponían feas por andar con mujeres de mala vida, aquel Dios de los lupanares te inspiraba las señas para que dieses a tiempo con la consulta del dermatólogo, que te recetaba un antibiótico pero no te soltaba una homilía ni te echaba en brazos de la policía. En aquello consistía la separación de poderes: los grises vigilaban tus ideas y Dios y el especialista de la piel se turnaban en ocuparse de tus vicios. Aquella delicada y sutil separación de poderes se esfumó. A la Seguridad Social ni se le había pasado por la cabeza disputarle a Dios el privilegio de la inmortalidad. Y ahora, maldita sea, ahora resulta que el Poder asume juntas nuestra moral y nuestra salud, y no contentos los cabrones de los políticos con despertarnos cada cuatro años de nuestros sueños para que se les cumplan en las urnas los suyos, van y nos prohíben el exceso de fumar, el exceso de beber y el exceso de trasnochar, dejando solo a nuestro capricho el inquietante exceso de callar. Y uno ya no sabe si lo que pretende la señora ministra con la supresión de los vicios es prolongarnos la vida o, sencillamente, canonizarnos. Por suerte para los creyentes, Cristo vivió hace dos mil años. De haber sido ahora la Ultima Cena, camino del Calvario lo habría parado la Guardia Civil de Tráfico. Naturalmente, habría positivo por el vino eucarístico y por el transexual carmín de Judas, y en vez de morir como un Rey en lo alto de la cruz, muchacho, habría acabado sus días leyendo libros de autoayuda en Alcohólicos Anónimos. ¡Lástima¡ Los creyentes se habrían quedado sin Semana Santa... y Cristo, como Luis del Olmo, tendría que conformarse con haber convertido la palabra de Dios en un Premio Ondas.

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