martes, mayo 01, 2007

LA MANTA DEL SOLDADO


Hay días como el de hoy en los que la jornada laboral se prolonga más de lo debido. Pero este trabajo no lo es. Es una dedicación voluntaria a efectos de compartir ciertas excelencias. Como el cuento de Rodari que sigue...



La manta del soldado


Al final de todas las guerras, el soldado Vicente de Jaime regresó a su casa con un uniforme despedazado, mucha tos y una manta militar. La tos y la manta habían sido todas sus ganancias durante aquellos largos años de guerra.- Ahora me repondré -dijo a sus familiares.


Pero la tos no le abandonaba y lo llevó a la tumba en pocos meses. A su mujer a sus hijos sólo les quedó la manta como recuerdo. Los hijos eran tres, y el menor, nacido entre una y otra guerra, tenía cinco años. A él le tocó la manta de soldado. Cuando se envolvía en ella para dormir, su mamá le contaba un cuento muy largo, y en el cuento había un hada que tejía una manta tan grande que tapaba a todos los niños del mundo que tenían frío. Pero siempre había algún niño que se quedaba fuera y lloraba, y en vano pedía un pedazo de manta para calentarse. Entonces el hada tenía que deshacer toda la manta y volver a empezar a tejerla desde el principio, para hacerla un poco mayor, porque tenía que ser una manta de una sola pieza, tejida de una sola vez, y no se podía añadir ningún pedazo. La buena hada trabajaba día y noche haciendo y deshaciendo, y nunca se cansaba, y el pequeño se dormía siempre antes de que terminara el cuento, y así nunca supo cómo terminaba.


El pequeño se llamaba Genaro, y aquella familia vivía cerca de Cassino. El invierno fue muy duro y no había comida, y la madre de Genaro enfermó. Genaro fue confiado a unos vecinos que eran vagabundos y tenían una tartana y viajaban por los pueblos pidiendo limosna, tocando el acordeón o vendiendo cestas de mimbre que hacían durante las paradas a lo largo del camino. A Genaro le dieron una jaula con un papagayo que sacaba con el pico los números de la lotería de una cajita. Genaro tenía que enseñar el papagayo a la gente, y si le daban algún dinero, entonces le hacía coger un numerito al papagayo. Los días eran largos y aburridos, y a menudo llegaban a pueblos cuyos habitantes eran pobres y no tenían ninguna limosna que dar, y entonces a Genaro le tocaba una rebanada de pan más delgada y un plato con menos sopa que de costumbre. Pero cuando llegaba la noche, Genaro se envolvía en la manta de soldado de su papá, que era toda su riqueza, y se dormía en su acogedora tibieza soñando con un papagayo que le contaba un cuento.


Uno de los vagabundos había sido soldado con el papá de Genaro y le tomó afecto al niño; le explicaba todas las noches que iban encontrado durante el camino, y como distracción le enseñaba a leer los carteles con los nombres de los pueblos y de las ciudades.- ¿Lo ves? Ésa es la A. Aquella otra tan delgaducha que parece un bastón sin mango es la I. Aquel bastón con joroba es la P.Genaro aprendía rápidamente. El vagabundo le compró una libreta y un lápiz y le enseñaba a copiar los carteles indicadores. Genaro llenaba páginas y páginas con el nombre de ACONA o en el de PESARO, y un día logró escribir sin ayuda su propio nombre, letra por letra, sin un solo error. ¡Qué bellos sueños aquella noche, envuelto en la manta de soldado de su papá!


Y qué bonito cuento es éste, aunque no termine y se quede a la mitad, colgado en el aire, como un interrogante sin respuesta.

Gianni Rodari

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