viernes, abril 20, 2007
LA CALLE DEL SOL
Acabo de enterarme y mañana mismo la reestreno. Ha estado cerrada durante casi tres años a causa de las obras, inacabables obras de las que es responsable el alcalde de Madrid, Alberto Ruiz Gallardón- merecedor del aplauso por el éxito funcional de lo acometido si así resulta, o reo de castigo electoral en el caso de lo contrario- y celebro con tremendo entusiasmo que se pueda dar un paseo, de nuevo, por la calle de los libros, por la cuesta de los libreros. Las casetas abandonan el Paseo del Prado, lugar en el que buscaron refugio mientras todo lo que se tenía que hacer se llevaba a cabo, y regresan a la calle de Claudio Moyano, ahora totalmente peatonalizada, espacio donde se ubicaron los tenderetes de la Feria Permanente de Libros de Madrid desde 1925. Son treinta casetas con sus puestos exteriores donde se exponen libros que tuvieron sus dueños y lectores y permanecen a precios predominantemente asequibles en espera de una ilusión en la voluntad del curioso que lee títulos y nombres de autores sobre los lomos y portadas e incluso se “enfanga” entre montoneras de volúmenes cual en los mercados callejeros de ropa se hace. Porque la Cuesta de Moyano, tramo urbano que parte de la raíz del Paseo del Prado con la Glorieta de Carlos V y termina a las puertas del parque del Retiro, es un camino de paz que se ha de vivir sin prisas, cubriendo su distancia una y otra vez, conversando de sucesos, seres y lugares, y al tanto de la buena pieza como Rodrigo de Triana estuvo a la orden de avistar el horizonte del Nuevo Mundo. Los que son habituales de librerías o ferias del libro, pensarán que hablo de algo similar. Pero, lo que en un caso se empareja por lo que pudiera tener de cotidiano- la librería es de todos los días en el caso de algunas personas- y es excepcional pero al aire libre en el otro, quedan a la espera de alcanzar el triunfo del sol. Acudir a la cita con los libros por la Cuesta de Moyano es una experiencia de sol, de agradable luz, de primavera y verano hasta en diciembre cual declaro que siempre he vivido. Ahora además, sin coches rugientes, fumadores de gasolina o de no gasolina, siempre molestos, tal vez con la instalación de bancos o terrazas en las que degustar una cerveza mientras se ojean las primeras páginas del libro que sostenemos enamorados, la fiesta de la literatura se reviste de tiempo y tiene edad de moderna tradición. Para los madrileños no otra cosa que volver a su lugar lo que en su lugar valor merece; para los visitantes aficionados a ese dorado paraíso de una calle legendaria, motivo de felicitación cual expreso al principio. Para los que nunca estuvieron, de nuevo la oportunidad de ir y venir a paso y a pie, sin el rigor y la turbulencia exigente que es moneda de cambio en la metrópoli, con los cinco sentidos puestos en festejar algo de lo poco que nos dignifica: la tranquilidad de ser con los otros, despreocupados de quienes y quienes no; porque a la hora de tentar las emociones con un buen libro, con una pieza simplemente vieja, antigua, vividora de otros días y otros dioses, portadora de la voz universal de los que por serles reconocida permanecen, es acto de complicidades que puede que nos haga mejores.
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