Suponiendo mejor una imagen que todos los discursos, algodones de azúcar para las nubes a la entrada de la casa que San Pedro guarda, a trazo firme dentro de una viñeta. Es lo tradicional, la ternura en trazo fino, limpio, discreto, deseándole el cielo a la persona que se ha ido para siempre. Porque importa poco, salvo que la espiritualidad sea determinante de todo acontecer en la vida, si el que se marcha cree o no, si el que se queda agitando su bobo pañuelo de amargura, piensa en la Vida que vendrá. Es el bien, el descanso, la oportunidad balsámica de transmitir de manera modesta parte del mucho amor que hubo. Lo dibujan, cuando las personas alcanzaron prestigio, artistas que bromean con la actualidad a sueldo en un periódico, y lo intentamos, también con la palabra, los que alguna vez, desde los andenes de la estación término hemos de despedirnos de alguien queridísimo… Pero me pregunto si te pondrán las alas al llegar dónde los ángeles y surtirán en ti los efectos que correspondan con toda naturalidad: ¡anda que si resultan de quita y pon!... Quisiera saberlo porque lo de volar no te hacía mucha gracia y cada vez que te entristecías, que te disgustabas, que desaparecía de tu rostro ese amplio ventanal de luz que era tu sonrisa, cesaba la dorada bendición del sol. Eran sombras en Zaragoza y cenicienta tez para el resto del mundo. Y no me gusta la idea de considerar los días de lluvia como efecto de un nuevo dolor tuyo. Uno de tantos de los que te acompañaron, de los que yo no te supe aliviar. Porque nunca te convencí de tu inocencia, nunca de lo que no era culpa tuya. Fuiste siempre tan exigente contigo, llevaste tan lejos tu generosidad, que no te bastó la compañía que diste, el buen humor, la ternura, la dedicación, no te bastaba amar sin límites. En todo suceso que te tuvo como participante, al final, por unas cosas o por otras, siempre quisiste ver la paja y la viga en tu propio ojo. A mí me diste tanto que habré de vivir varias veces para tener la posibilidad de compensarte. Un día quise ser tu compañero y siempre fui tu amigo. Tu amigo y tú mi amiga, Margarita. Margarita que fue a París un día y regreso con los Campos Elíseos en los ojos. Margarita que hizo su jardín del mar en una cajita reuniendo las arenas y conchas que le traje de mi Cantábrico. Margarita a carcajadas, Margarita alegre por las flores, Margarita en un solo beso y en mil. Y, Margarita, ahora que ya no te abrazaré más, ahora, sólo puedo hacer lo que creo resulta más brillante de entre lo que sé hacer. Y lo hago. Y me sabe a poco. Muy poco para lo que tú mereces. Muy poco para lo que te hubiera gustado oír que te contara y no te conté. Muy poco para las oportunidades de que me contaras y yo dejé pasar… ¿Ves? Al final todos somos iguales. También estoy inconforme con la parte que me toca de nuestra relación. También creo que, igual que a ti te sucedió con otras personas, pude haberte dado más, mucho más. Porque era de ley, de humanidad en el mejor sentido de la palabra, que así fuera… Que te fuiste, que te has ido, aunque sea noticia que me dan a las puertas de abril, no me choca porque durante todos estos días llamé a tu puerta y solo el eco electrónico de la indisponibilidad respondía. Lo temí y acabo de recibir confirmación de ese viaje que nadie queríamos y del que no regresarás. No obstante, como el poeta dijo, rezo ante ti allí donde te hayas sentado para leerme: “A las ladas almas de las rosas/del almendro de nata te requiero,/ que tenemos que hablar de muchas cosas,/ compañero del alma, compañero”… Compañera, Margarita, amiga mía, AMIGA
sábado, marzo 31, 2007
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