Según cuentan los cronistas del barrio, al ser demolida la Taberna de El Nueve durante los bombardeos de la guerra, cuatro tipos que frecuentaban el local, adoradores del tinto y tahúres como ellos solos, salieron de entre los escombros dando gracias a Dios y a la Virgen, que se les había aparecido. Años después, con la reconstrucción y el ensanche, levantaron sobre aquellas ruinas una iglesia que se alzó en honor de Nuestra Señora Madre del Número Nueve. Encargaron a un artista local recreara en una tela la imagen sagrada, pieza de culto que se expuso desde entonces en sitio destacado tras el altar mayor, y la fecha del día del milagro fue declarada fiesta de la patrona del barrio. Sin embargo, de aquellos santos varones se perdió la pista...
Treinta años después, con menos feligreses que nunca, la parroquia estaba abierta un jueves como otro cualquiera: niños de catequesis e incluso jóvenes de un grupo de teatro aficionado…
- - -
Ellos eran cuatro. Los mismos de siempre… Bueno, los mismos, cuarenta años juntos y puntuales a la cita.
-Mus… así que es cosa del cura. Pues él verá, nos expulsan de todos los bares…
-Dios no nos quiere arriba…
-Y el diablo prefiere otra carne para las calderas...
-Mus hasta mi compañero.
-Mus...
-No hay mus...
- - -
Tocaban a misa de siete y media y las cigüeñas regresaban a sus nidos desde el campo…
-Entonces, ¿la mistela?... dos a grande
-Queremos
-¡Bah! ¿Y cómo vamos a regar el gaznate?... paso a chica.
- - -
El cura- párroco de Santamaría del Número Nueve, accedió de mala gana.
-Pero chico, aquí no hay nadie. No es hora de confesar y no hay nadie.
-Señor cura yo le juro… le prometo que les escuché aquí, y gritaban, ¡órdago a pares!
-Pues ya lo estás viendo, majete: el vino de consagrar se lo pimplarán otros.
-Pero yo no, señor cura…
-Vamos, anda, anda…
- - -
En el templo, a esa hora, sólo las luces del sagrario iluminaban el silencio
-Ya se marchan…
-Dos de envite a grande, la chica en paso…
-¡Y se lleva la garrafilla el condenado ministro!
-Peor para él porque vamos a mearle la casulla… y tres de treinta y una…
-¿Podemos hacer eso?
-¡Coño, si podemos meterlo, podemos sacarlo!
- - -
Otro jueves, de una semana cualquiera, se cerraban las puertas del Centro Comercial Número Nueve. Si fue culpa del Obispado que cedió por una muy buena suma de dinero el edificio y los terrenos de la vieja iglesia, o imposición municipal, poco importaba. Al fin y al cabo, desde lo de “la meada de media semana”, acudían a la parroquia tres o cuatro familias tan solo: la noticia de los orines misteriosos sobre las ropas de la sacristía del templo surtió los efectos de preocupación, desconfianza y abandono que terminaron de liquidar lo que era una feligresía de siempre pobre en número… Lo cierto es que en aquella nueva “catedral” antes de escucharse, procedentes de alguno de los campanarios que quedaban en la ciudad, los toques de la misa de siete y media, cuatro desarrapados venidos de no se sabe dónde, quizás dispuestos, como los gitanos custodian las obras, a guardar a su modo aquel basto recinto, aparecieron sin dejarse ver: les convenía templar sin dar susto alguno. Además, se trataba de un trabajo nocturno, ideal para borrachos que piensan serlo durante toda la vida.
-Y para toda la muerte… envido nueve…
-Queremos…
Treinta años después, con menos feligreses que nunca, la parroquia estaba abierta un jueves como otro cualquiera: niños de catequesis e incluso jóvenes de un grupo de teatro aficionado…
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Ellos eran cuatro. Los mismos de siempre… Bueno, los mismos, cuarenta años juntos y puntuales a la cita.
-Mus… así que es cosa del cura. Pues él verá, nos expulsan de todos los bares…
-Dios no nos quiere arriba…
-Y el diablo prefiere otra carne para las calderas...
-Mus hasta mi compañero.
-Mus...
-No hay mus...
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Tocaban a misa de siete y media y las cigüeñas regresaban a sus nidos desde el campo…
-Entonces, ¿la mistela?... dos a grande
-Queremos
-¡Bah! ¿Y cómo vamos a regar el gaznate?... paso a chica.
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El cura- párroco de Santamaría del Número Nueve, accedió de mala gana.
-Pero chico, aquí no hay nadie. No es hora de confesar y no hay nadie.
-Señor cura yo le juro… le prometo que les escuché aquí, y gritaban, ¡órdago a pares!
-Pues ya lo estás viendo, majete: el vino de consagrar se lo pimplarán otros.
-Pero yo no, señor cura…
-Vamos, anda, anda…
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En el templo, a esa hora, sólo las luces del sagrario iluminaban el silencio
-Ya se marchan…
-Dos de envite a grande, la chica en paso…
-¡Y se lleva la garrafilla el condenado ministro!
-Peor para él porque vamos a mearle la casulla… y tres de treinta y una…
-¿Podemos hacer eso?
-¡Coño, si podemos meterlo, podemos sacarlo!
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Otro jueves, de una semana cualquiera, se cerraban las puertas del Centro Comercial Número Nueve. Si fue culpa del Obispado que cedió por una muy buena suma de dinero el edificio y los terrenos de la vieja iglesia, o imposición municipal, poco importaba. Al fin y al cabo, desde lo de “la meada de media semana”, acudían a la parroquia tres o cuatro familias tan solo: la noticia de los orines misteriosos sobre las ropas de la sacristía del templo surtió los efectos de preocupación, desconfianza y abandono que terminaron de liquidar lo que era una feligresía de siempre pobre en número… Lo cierto es que en aquella nueva “catedral” antes de escucharse, procedentes de alguno de los campanarios que quedaban en la ciudad, los toques de la misa de siete y media, cuatro desarrapados venidos de no se sabe dónde, quizás dispuestos, como los gitanos custodian las obras, a guardar a su modo aquel basto recinto, aparecieron sin dejarse ver: les convenía templar sin dar susto alguno. Además, se trataba de un trabajo nocturno, ideal para borrachos que piensan serlo durante toda la vida.
-Y para toda la muerte… envido nueve…
-Queremos…
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