lunes, abril 17, 2006

PARPADEO

El ojo del astrónomo es el telescopio, la verdadera herramienta, el sentido precioso, mediante el cual disfruta de la contemplación de un paisaje asombroso al que denominamos universo. Las arquitecturas y artefactos que suman en sí lentes, engranajes, electrónica e informática, son meras atalayas, miradores, plataformas artificiales desde los que asegurarse cierta paz a la hora de realizar tan íntima práctica. Y el astrónomo, gracias a la tranquilidad de su ojo, insistiendo como había insistido durante tanto tiempo, por querer encontrarlo, había descubierto el ombligo de la luna… ¡El ombligo de la luna! Se trataba de un hoyuelo leve y perfectamente redondeado, la oquedad perfecta para embriagarse, trago a trago, cuando los estímulos del bien en un lecho de amantes son conformes al gozo. ¡El ombligo de la luna suyo!... Pero parpadeó. Parpadeó, seguramente emocionado y satisfecho. Parpadeó cediendo con un breve guiño a la oscuridad absoluta, quizás, y fue una lágrima lo que vino. La avenida de hiel más desconsoladora luego de un gutural espasmo: había perdido la localización exacta del voluptuoso centro de Selene y se derrumbaba como castillo de naipes. Vino el llanto, silencioso a pesar de todo, y dio lugar a un encadenado acontecer de suspiros, previos al lógico desmadejamiento. Lo mejor era retirarse a descansar. Abundaría en el error de proclamar su hallazgo sin prueba alguna. Contaba con la incredulidad de propios y ajenos prestos a definir su desnuda certeza como broma rayana en la locura, por lo tanto, era conveniente regresar después de haber llegado. Algunos justifican una existencia con algo tan pequeño como una caricia, un verso o la caída de una hoja en otoño, por ejemplo, y lograr ese parcela de felicidad, pertenece a los que destacan por diferenciarse. Sólo es cuestión de tiempo, de darse tiempo para reeditarlo. Mañana volvería a buscar el ombligo de la luna, sí, porque siempre hay fechas libres en el almanaque para encontrarse con la belleza.

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